Tony Hendra. Ed.Maeva,
2004. 293 pags.
Nacido en
Inglaterra y graduado en Cambridge, Tony
Hendra ha trabajado como periodista, escritor y guionista de series de humor. Alcanzó éxito
en Estado Unidos, donde ha transcurrido la mayor parte de su carrera, con programas
satíricos y polémicas colaboraciones en numerosos medios.
Fue guionista
de la innovadora serie de la BBC Spiting Image, dedicada a la crítica social y política,
posteriormente imitada en numerosos países.
Hendra describe
el trabajo que le llevó a la fama como el de un “cínico, escéptico, exhumanista,
del club de los mundanos, para quien nada es sagrado”, dedicado a la sátira, un género “cruel e
injusto”.
En este
libro Tony Hendra nos descubre su íntima historia personal. Adolescencia atolondrada, ideales de juventud,
ilusiones y desengaños, rencillas, éxitos y fracasos profesionales y amorosos…
No escribe
por exhibicionismo, sino para rendir homenaje al amigo que iluminó su vida: el
sacerdote benedictino Joseph Warrilow, que le ofreció el refugio seguro de su
paternal amistad. La paz que experimentó
en su juventud tras una charla apacible, en la que abrió su alma en confesión, le marcó para siempre.
Tony Hendra narra
con la soltura de un buen guionista y la
viveza de lo experimentado. Habla de la vida, no de teorías. Mantiene la
frescura del relato con un agradable sentido del humor, y a veces con la desgarrada
heterodoxia del satírico, que no se
corta llamando a las cosas por su nombre.
Hendra
retrata el itinerario de quienes viven rodeados de ambición e increencia. Sin
resortes interiores, resulta fácil pasar de la ambición desorbitada de fama y
poder al vértigo de las drogas, el sexo y el alcohol. Lo que viene después de
esos espejismos de felicidad es lógico: la depresión, el
vacío existencial, la desesperación.
La sátira, un periodismo
que hace daño
Al mirar
atrás, hace autocrítica de su modo de entender
el periodismo, cuando se sentía “con una
misión tan elevada (redimir el mundo mediante la sátira y liberarlo de todos
los malvados), que se consideraba libre de obedecer las normas por las que vive
la gente vulgar”, de atacar por escrito
y personalmente a otra gente sin importarle el daño que cause. Se siente tan
por encima del “insignificante sistema moral de los otros mortales, que se permite
cometer transgresiones impunemente”, tratando a los demás y sus familias con
desprecio y falta de humanidad. Él era puro, los demás corruptos.
Es interesante
su diálogo sobre los efectos colaterales de la sátira: quien parodia puede
convertirse en alguien tan cruel o hipócrita como sus caricaturas.
“Me he
entrenado en denigrar reflexivamente a gente con la que no estoy de acuerdo, o
que desprecio, o de cuyas motivaciones recelo. Sin tener en cuenta el efecto
que ello pueda ejercer en mi propio estado moral.”
Ha
visto actuar así a muchos editores,
periodistas, escritores, personajes del
cine y la televisión. “Piensan que el recelo y el escepticismo son obligaciones
profesionales, moralmente neutras. Pero ni el recelo, ni el escepticismo, ni el
desprecio son neutros.” Hacen daño al que los ejerce. No son virtudes. Son
vicios, hábitos de conducta nocivos para la propia personalidad, que acaban
enfermando a quien los practica.
Tiene
palabras duras, probablemente exageradas, para los de su oficio: “nunca he
conocido a un cómico que no fuera infeliz, vengativo, chalado, poco digno de
confianza y mal bicho…”
Reconoce sus
errores con sencillez, sin intentar justificarse. Rencillas y rupturas. O falta de idoneidad para tareas que quiso
emprender: “El espíritu cómico es una cualidad misteriosa que no se aprende (…)
Una cualidad misteriosa que reconoces al instante cuando el actor sale a
escena, incluso antes de que abra la boca, antes de que haga nada.”
Resalta la
importancia de no perder el contacto con tu público, sobre todo en el
periodismo de humor. Cuando regresa a Inglaterra tras años en USA, “una
generación había nacido en mi ausencia, y tenían innumerables recuerdos de
cosas grandes y pequeñas que yo no podía pulsar a nivel de reflejo para
hacerles reír.”
Tony Hendra siembra
el relato de agudos comentarios, con el
espíritu de observación de un buen humorista: en la Inglaterra de finales de
los 50 “había ya señales del nuevo sistema que te haría necesitar cosas que no
necesitas, pudieras pagarlas o no.” “Hay dos tipos de gente en el mundo:
quienes dividen el mundo en dos clases de gente y quienes no lo hacen…”
Juzga las
personas y los sucesos con un sano sentido común, propio de quien está de
vuelta de “experiencias liberadoras”. La vida le ha enseñado que en realidad
han sido experiencias cruelmente erróneas. El padre Joe tenía razón. También en que siempre se está a tiempo de
volver.
Egoísmo, el
peor pecado
“Has
cometido un pecado de egoísmo”, le había dicho la primera vez el padre Joe. Años
más tarde, Hendra entiende por fin que su mayor pecado no han sido las drogas,
ni el alcohol, ni la promiscuidad, ni las sátiras odiosas… sino la falta de
amor en su vida.
“El infierno
es estar solo para siempre, sin amar ni ser amado”, encerrado en él por
egoísmo, para toda la eternidad. Es no
tener más que esperanzas en uno mismo, amarse únicamente a uno mismo. “Es una
prisión sin puertas”, cuyos muros son las posesiones de las que no se sabe
vivir desprendido. “Cuantas más posesiones, más difícil es salir de la
prisión”.
Descubriendo el amor
En cambio,
“la paz es la certeza de que nunca estás solo”. Y el amor, la alegría en la
existencia del otro. “Cuando se descubre ese amor del otro se superan las meras
sensaciones y se empieza a descubrir el amor verdadero, que libera de la
prisión del yo, de lo que yo quiero, de lo que yo necesito.”
Y la
presencia esencial es la del Otro, a quien se ama. Esa presencia da un sentido
nuevo a la vida y al trabajo, que puede convertirse en oración. (Esto lo explicaba
muy bien san Josemaría: cualquier trabajo honesto puede ser convertido en oración, en ocasión de
encuentro con Dios, y por tanto de alegría y paz.)
La Iglesia
Hendra mira
a la Iglesia con cierta heterodoxia, pero con cariño, libre de prejuicios
frecuentes entre los de su profesión.
Rememora con
humor agradecido las clases de catecismo que recibió siendo niño. Las monjas
“usaban para inculcarnos la Fe tormentos dignos de la Inquisición, pero eficaces. ‘¿Por qué te creó Dios? Dios
me creó para conocerle, amarle y servirle en este mundo y ser feliz con Él para
siempre en el siguiente.’ En esta catequesis hay conceptos y supuestos que
pueden superar a un chico de 6 años, pero medio siglo después todavía puede
recitarlos dormido”.
Incide en un
comentario frecuente en artistas y personas sensibles, incluso alejadas de la
fe, acerca del estropicio que falsas interpretaciones del Concilio Vaticano II
causaron a la bella liturgia católica.
En su
juventud, Tony Hendra se siente deslumbrado
por la hermosura de la liturgia. El canto gregoriano “era la música del
espíritu a la busca de paz, no de alivio emocional; expresaba la avidez del
alma…”Era el polo opuesto al hedonismo y la sensiblería.
Cuando
decenios después acude de nuevo al templo, algo chirría. El latín ha sido mal traducido
a un lenguaje vulgar, aburrido e inexpresivo. Y “el guión universal de la
liturgia se ha dejado al arbitrio de cada cura, dejando al descubierto los egos
de cada cual. La augusta música milenaria había sido sustituida por una
colección de himnos en la estela de John Denver…”
Pero Hendra
sabe distinguir lo esencial de lo accesorio. La Iglesia, como aquella comunidad
benedictina de Quarr, es “un ente inconmesurablemente mayor que la suma de sus
partes.” No son ciertas las caricaturas de la Iglesia. Al fin y al cabo, concluye,
“la Edad de la Fe (la Edad Media) pudo no haber sido perfecta, pero esos siglos
benignos habían sido mucho más civilizados que el actual”.
Elogio de la
confesión
En los peores
momentos, el recuerdo del padre Joe, en su convento de Quarr, en la isla de
Wight, era su faro seguro. Sentía su
paternal amistad, aun cuando hubieran pasado años de desconexión. ¿Cuál era el
secreto de esa amistad fiel?
Algo en él
inspiraba confianza. Padres y educadores deberían tomar nota. Tras su primera
confesión con el padre Warrilow, se
asombra porque “…no había cuestionado nada de lo dicho por mí; no me había
pedido repetir ni clarificar, ni preguntado si me había dejado algo importante
en el tintero. Parecía suponer que yo decía la verdad (…) Eso era ya admirable:
ninguna persona con autoridad había dejado
de cuestionar directa o indirectamente lo que yo decía. La vida del
adolescente está dominada por interrogatorios acusadores (…) Supe que acababa
de conocer a un hombre que no tendría ninguna de las reacciones que yo había aprendido
a esperar...”
El padre Joe
“jamás decía algo malo (de nadie...), lo que aumentaba tu confianza en él. Cualquiera que culpa a la otra
parte en tus narices, también te culpará a ti delante de los otros.”
“Hablaba de Dios, pero muy de tanto en tanto,
y siempre en relación con la palabra amor (no como lejana autoridad que hiciera
temblar). Hablaba de Dios como “Él”, y ese Él era bondadoso, generoso,
creativo, músico, artista e ingeniero y arquitecto del genio. Un Él que vivía
plenamente su alegría y la tuya, que nunca te dejaba aunque resultara
fuertemente herido, que te daba regalos y oportunidades… que te daba deberes,
pero no te abandonaba si no los cumplías.” Ese otro dios que caricaturizan es
un prejuicio, ajeno a la verdad católica sobre Dios.
El padre Joseph Warrilow falleció de avanzada edad en 1998,
cuando ya Tony Hendra tenía en proyecto escribir sobre él, para contar al
mundo el inapreciable don, “la paz que
Dios, a través de un hombre santo, puede llevar a un alma con el Sacramento dela Confesión”.
Pienso que
este estupendo libro es también un homenaje a todos los sacerdotes que, por ser
hombres de oración y amigos de Dios, han ofrecido consuelo, amistad y consejo, y el tesoro de la confesión, a cuantos lo buscan.
Puede verse aquí a Tony Hendra contando su historia. Termina de manera significativa: con
el himno Salve Regina. Vino a sus labios cuando asimiló el fallecimiento de su fiel
amigo. Ella es el verdadero faro siempre
encendido para volver a puerto seguro.
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