Lecturas que dejaron huella en Joseph Ratzinger-Benedicto XVI
Peter Sewald, en su espléndida biografía de Benedicto XVI, desgrana, al hilo
de sus conversaciones con el papa, algunas de las lecturas que han podido marcar
la trayectoria intelectual de Ratzinger
desde sus años jóvenes.
Para un
intelectual que ha dedicado su vida a buscar la verdad en lo mejor del saber
humano y en el tesoro del Evangelio y de los Padres de la Iglesia, es lógico
que la enumeración no sea exhaustiva. Pero algunos títulos resultan
significativos, y el propio Ratzinger señala que han sido decisivos en el
desarrollo de su pensamiento.
Amor y verdad. Agustín y Tomás de Aquino
Ratzinger descubre a san Agustín al leer Las Confesiones, y queda cautivado por
su profunda y viva teología, que emana de su experiencia vital, muy distinta a
la de Tomás de Aquino.
La lectura de Tomás de Aquino (demasiado impersonal
para su gusto, en un principio) no le interpela con esa fuerza, pero la de Agustín sí, profundamente, porque Agustín se muestra como hombre
apasionado que sufre y se interroga. Agustín
es alguien con el que uno puede identificarse, afirma Ratzinger, porque Agustín
ve la propia pobreza y miseria de pecador a la luz de Dios, y a la vez se
siente movido a la acción de gracias por el hecho de ser aceptado por Dios y
elevado mediante la transformación de su persona.
“A Agustín lo veo como un amigo, como un
contemporáneo que me habla”, explica Ratzinger. Agustín es “una persona animada por el inagotable deseo
de encontrar la verdad, de descubrir qué es la vida, de saber cómo debe vivir
uno.”
La
huella de Agustín de Hipona se
percibe en los escritos de Ratzinger: “El
ser humano es un gran enigma, un profundo abismo. Sólo a la luz de Dios puede
manifestarse plenamente también la grandeza del ser humano, la belleza de la
aventura de ser hombre.”
Con la lectura de
san Agustín, en Joseph Ratzinger arraiga el convencimiento de que no bastan los
libros para conocer a Dios: “sólo una
profunda moción del alma puede producir abundancia de conocimiento de Dios.”
Pero también el poderoso rigor
intelectual de Tomás de Aquino ayudó
a configurar su mente. Ya en 1946 su profesor le hizo un encargo que le
marcaría: traducir del latín la Cuestión
disputada sobre la caridad, de santo
Tomás. Debía encontrar las innumerables citas en los pasajes originarios de
la Sagrada Escritura, así como
rastrear los textos de filósofos y teólogos que menciona Tomás –Platón, Aristóteles, Agustín–,
cotejarlos y localizar y registrar capítulo y líneas correspondientes a cada
uno de ellos.
Esta tarea propició su encuentro intelectual
con Edith Stein, que había traducido
por primera vez al alemán las Cuestiones
disputadas sobre la verdad.
El amor y
la verdad se convertirían con el tiempo en temas centrales de toda la
obra de Ratzinger. A su juicio, no puede
haber amor sin verdad ni verdad sin amor. Curiosa casualidad: el amor no
solo fue su primer tema como teólogo, sino también el tema de su primera
encíclica como papa. Su ópera prima en la facultad, con el título de Comunicación
sobre el amor, apareció en una tirada de dos ejemplares (el primero,
manuscrito; el segundo, mecanografiado); su ópera prima como papa, Deus caritas est [Dios es amor], en una tirada de más de tres millones de
ejemplares.
Edith Stein fue canonizada por Juan Pablo II, en presencia de Ratzinger, el 11 de octubre de 1998 en la plaza de San Pedro de Roma. Simultáneamente, el papa polaco declaró a la mártir alemana copatrona de Europa. «Sea consciente de ello o no, quien busca la verdad, busca a Dios», afirmó la carmelita santa.
El futuro de la
humanidad. Herman Hess, Guardini, Newman, Orwell…
Influyen
mucho en el joven Ratzinger dos obras de Herman
Hess: El juego de los abalorios y
El lobo estepario. Hess se confronta
críticamente con el espíritu de la época.
En El juego de los abalorios hay un
asombroso parecido con la trayectoria intelectual y religiosa de Ratzinger: el
joven protagonista ingresa en una orden ficticia que busca la verdad mediante
el saber y la música, y llega a lo más alto de la orden.
El lobo estepario narra el
desgarro anímico de la época: el protagonista es un personaje hipersensible y
solitario, hombre de libros y de ideas, buen conocedor de Mozart y de Goethe,
criado por padres y maestros cariñosos, severos y muy píos, que vive inmerso
entre una cultura europea antigua que se hunde y una tecnocracia moderna que
crece excesivamente. Añora los corazones llenos de espíritu, no puede encontrar
la huella de Dios en una época tan burguesa, y por eso se siente como un lobo
estepario en medio de un mundo cuyas metas no comparte.
Ratzinger
estudió a fondo las obras de Romano
Guardini y de J. H. Newman, de Sartre, el Diario de un cura rural, de Bernanos…
Todo ello iba dejando huella en su mente, que aprendía a discernir con sentido
crítico, a tomar lo bueno y colegir el daño que puede hacer lo malo.
Son obras que
ayudan a penetrar y hacerse cargo de los problemas que abruman al hombre de
nuestro tiempo. Permiten vislumbrar también los riesgos que acechan a la humanidad,
sobre los que Benedicto no ha cesado de reflexionar y poner en guardia con su Magisterio,
en el que junto a la racionalidad de los argumentos se percibe la asistencia
del Espíritu Santo.
Cuatro de sus
lecturas preferidas sobre la peligrosa deriva del mundo han sido 1984 (G. Orwell), Un mundo feliz (Aldous
Huxley), Señor
del mundo (R.H. Bergson, puesta de
relieve y recomendada también por el papa Francisco), y Breve relato del Anticristo (Vladimir
Soloiev).
Amor y
sexualidad. Adam y Joseph Pieper
Los libros de August Adam sobre el amor y la
sexualidad influyeron en el pensamiento de Ratzinger.
Adam afirma que el impulso sexual no debe considerarse “impuro”, sino un regalo
que a través del amor al prójimo alcanza su santificación.
Estas
ideas, junto a las de Josef Pieper en su libro El amor, aparecen en su primera encíclica: Deus caritas est, en la que habla de “sumergirse en la embriaguez de la felicidad”. La encíclica explica
la misión caritativa de la Iglesia en el mundo: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios
permanece en Él.”. Ese es el corazón de la fe cristiana, la imagen
cristiana de Dios y la consiguiente imagen del hombre y de su camino en la
tierra: “Nosotros hemos conocido el amor
que Dios nos tiene y hemos creído en Él.”
El
cristianismo no ha destruido el eros: al contrario, la humanidad de la fe
incluye el sí del hombre a su corporeidad, creada por Dios. El eros regalado
por el Creador permite al ser humano pregustar algo de lo divino.
Amor
a Dios y amor al prójimo forman una unidad indisoluble. Sin amor al prójimo el
amor a Dios se marchita. Sin amor y contacto con Dios, en el otro no reconoceré
su imagen divina.
“El amor es una luz –en el fondo la única- que
ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar.
El amor es posible, y nosotros podemos
ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios.”
La nueva física
encamina de nuevo a los científicos hacia Dios y hacia la imagen cristiana del
hombre.
La Filosofía
de la libertad de Wenzl mostró
que la imagen del mundo derivada de la física clásica, en la que Dios no
desempeñaba ya papel alguno, había sido reemplazada, a consecuencia del
desarrollo de las propias ciencias de la naturaleza, por una imagen del mundo
que volvía a ser abierta.
La convicción
entre los intelectuales con los que se codea Ratzinger en la universidad era que
los científicos, «en virtud del cambio radical iniciado por Planck, Heisenberg o Einstein, estaban de nuevo en el
camino hacia Dios». Era hora de que la metafísica,
es decir, la doctrina de lo que se encuentra detrás del mundo conocido y
calculado, volviera a ser de una vez la
base común de todas las ciencias.
En resumen: el
futuro tan solo podía ser reconstruido
sobre una base intelectual, conforme
a la idea de la vida que está bosquejada en la liberal y reconciliadora
imagen cristiana del hombre.
Cambio radical de
pensamiento y Filosofía de la libertad.
Si esta obra de Wenzl (Filosofía de la libertad) fue para Joseph impulso para pensar e
inspiración, el libro del profesor de teología moral Theodor Steinbüchel Cambio radical de pensamiento se
convirtió en lectura clave. Quería conocer «lo nuevo» en lugar de limitarse a
una filosofía «manida» y «envasada». El novel estudiante se sentía muy
decepcionado por profesores que habían dejado de ser personas indagadoras y, en
su estrechez intelectual, se contentaban con «defender lo hallado frente a cualquier pregunta».
En Verdad, valores, poder, de Steinbüchel, Ratzinger leyó frases que
le conmovieron profundamente: «El ser
humano se da solo ante Dios y solo en libertad; únicamente bajo ambas
condiciones es persona». El «conviértete
en lo que eres» tiene sentido sólo si se sabe realmente qué es el hombre: ser hacia Dios. Y llegar a ser uno
mismo, como exigía Heidegger, solamente es auténtica realización del yo si es
incorporado a la relación con Dios, en la que se cumple lo que de verdad son el
«hombre» y el «yo».
De ahí que Dios
no sea, como sostiene Nietzsche, la muerte y la ruina del hombre, sino su vida:
«El garante de su libertad es Dios,
porque este lo ha creado como el ser que se trasciende hacia el tú y porque
esta trascendencia de su ser tan solo se realiza en la vida de la libertad
personal».
Steinbüchel, en su Cambio radical de pensamiento, se basa
en la obra poco conocida de Ferdinand Ebner, quien a principios de
siglo XX redescubre que la palabra de la revelación no es una construcción del
pensamiento, sino hallazgo y recepción,
comprensión de sentido que el
pensamiento no ha ideado por su propio poder.
Un ser conocido que es la realidad del Dios personal que en su palabra
se dirige al hombre perceptor.
Sólo en este
dinamismo vivo y decisivo se constituye la existencia humana en su singularidad
más profunda, misteriosa y responsable. Ebner
construyó una filosofía de la relación yo-tú entre la criatura y el Creador que
ponía las bases del existencialismo cristiano y del pensamiento dialógico.
Hildegarda
de Bringen, sabia, científica y mística
Quizá para nosotros poca conocida, desde su juventud Ratzinger se sintió atraído por la figura de Hildegarda de Bringen, sabia, médica, poeta, compositora y mística, que vivió en el siglo XI y ha sido canonizada y declarada doctora de la Iglesia por él cuando llegó a Papa. Hildegarda amó a Jesucristo en su Iglesia, sin ingenuidad ni timideces: como Benedicto. Seguro que esta santa doctora ha ocupado el papel de guía fiel en el camino espiritual e intelectual de Benedicto.
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