lunes, 8 de septiembre de 2025

Para vivir la Santa Misa




Consejos para vivir la Santa Misa. Ricardo Sada. Ed. Rialp


    Me ha parecido un libro muy claro y práctico, que ayuda a descubrir el porqué de cada gesto y palabra de la Santa Misa, “la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida” (San Josemaría). Señalo algunas de las ideas más sugerentes, con alguna consideración personal.


Obstáculos para la participación viva y activa en la Misa:

-falta de fe;

-ausencia de la gracia santificante;

-falta de preparación, distracciones;

-rutina, sepulcro de la verdadera piedad (Camino 553);

-sentimentalismo;

-banalización.


Rutina: la Misa es el culmen de toda la vida cristiana, lo que da sentido a todos los esfuerzos apostólicos. La Misa pertenece a nuestra vida misma, es algo definitivo e insoslayable, asistir está por encima de cualquier vaivén.

    Hay que descubrir alguna novedad en cada celebración: cada Misa ha de ser “un cántico nuevo para el Señor”: hacer nueva la fe y el amor, el deseo de encontrar en cada Misa alguna revelación de la grandeza y el don de Cristo. Por ejemplo, San Josemaría recomendaba a un sacerdote que le preguntó cómo vivir mejor la Misa: “Cuando salgas hacia el altar, piensa que a tu lado va la Virgen y camináis juntos al Calvario.” Todo un descubrimiento.

    El encanto de la novedad pertenece a la esencia misma de la vida. Una disposición interior que rompe la monotonía de lo ya visto y realizado muchas veces, para comenzar una aventura nueva, un cántico nuevo para el Señor. Con quien nos encontramos en la Misa es con Cristo y su obra redentora, con su amor inagotable: estamos cada uno llamados a penetrar en el infinito Amor divino, en el que nunca encontraremos límites.

Sentimentalismo: la liturgia eucarística no apela al sentimentalismo, no busca fomentar el sentimiento, sino dar razón de nuestra fe. Es un desarrollo austero de un mandato específico recibido de Jesucristo: “Haced esto en conmemoración mía.” Son textos breves, claros, serenos y respetuosos, en los q se expresan las razones de nuestra fe –¡Misterium fidei!- que no están expuestas a los vaivenes de los sentimientos. Nuestra manera de vivir la Misa se apoya en una base dogmática y racional, que podría oscurecerse apelando al sentimiento, como a veces se hace con cánticos empalagosos.

Banalización: nos jugamos mucho con la liturgia. Distintas maneras de concebirla tienen detrás distintas maneras de concebir la Iglesia. Dios es el protagonista de la liturgia. Cuando nos preguntamos cómo hacerla más atractiva, interesante o hermosa, vamos por mal camino. Guardar silencio; mirar al crucifijo, no al celebrante; recogimiento al acercarse a comulgar (la mirada baja). La liturgia no se hace, se recibe: los espectadores son la Santísima Trinidad, la Humanidad de Cristo glorioso, La Virgen María, San José, los coros angélicos y todos los santos del cielo. 

    La “participatio actuosa” de los fieles en la Misa que señaló el Vaticano II se interpretó mal: no pretendía que los fieles se movieran cuanto más mejor, sino que fuera una participación consciente, activa, plena, piadosa, fácil: que se adentraran en el misterio de lo que se celebra, sin distraerse con otros rezos o meramente “estando” pasivamente. 


Medios para adentrarse en la luz del Misterio

    La Misa es acción de Dios, y por tanto misterio de fe. Saber vivirla es intentar una y otra vez incursionar desde la fe en el misterio.

    La Misa es lo más opuesto al teatro y al cine: en las películas parece que pasan cosas, pero todo es ficción. En la Misa todo es real. 

    La Misa no es un tinglado ni un espectáculo: se celebra siempre lo mismo, por eso es siempre idéntica. La Misa no es un enigma no resuelto, sino un Misterio, una explosión de luz tan potente que excede nuestra capacidad de comprensión. La Misa es el Misterio que hace presente el Único y Eterno Sacrificio de Cristo en el Calvario. 

    La actitud de recogimiento y silencio, y un lugar que facilite la creación de un espacio vital sagrado, acorde a la dignidad de lo que se celebra, facilitará incursionar en el misterio, siempre con la ayuda del Espíritu Santo. 

    “Moisés caminaba como si viera al invisible” (Heb 11, 7) “Los cristianos contemplamos, no las cosas visibles, efímeras todas ellas, sino las invisibles, las únicas que son eternas.” (II Cor 4, 18)

    A través de los signos podemos adentrarnos en el misterio. La liturgia es el lugar privilegiado del signo, de lo simbólico. Transitar del signo sensible a la realidad profunda no sensible es una proyección de la naturaleza humana, que es material y espiritual. 

    Pascal: toda cosa esconde un misterio, porque todas son velos tras los que se esconde Dios.

    Saint Exupery: lo esencial es invisible a los ojos. 

    Jesucristo, Verbo Encarnado, es lo invisible de Dios hecho carne, sangre, respiraciones y latidos. Como una madre a su hijo, la Iglesia no nos instruye solo con palabras, también con acciones y gestos. 


Belleza en la liturgia

    La belleza es el esplendor de la verdad: debe manifestarse en la liturgia, porque estamos presenciando la verdad del culto al Altísimo en el cielo, del que Jesucristo es Sacerdote y Víctima, y eso reclama por nuestra parte belleza en el alma, dignidad en el vestido y las posturas, en los objetos sagrados, en las actitudes solemnes, en la devoción profunda, en el silencio, en la música, que debe ser acorde al misterio. 

    Acostumbrarnos a mirar la liturgia no como se mira un espectáculo, sino desde dentro: pedir al Espíritu Santo una mirada que traspase el entorno material y crea, ame, sintonice y se haga sensible con Aquel que camina a inmolarse al Padre.

    El altar: nos muestra que hay un camino para ascender hasta Dios. Podemos ascender hacia Él, porque Él ha trazado un camino hacia nosotros. Es el lugar de la cita, el ámbito del encuentro entre lo humano y lo divino. Esa mesa nos indica que es posible traspasar el umbral, y es ahí, porque ahí es donde la Víctima se inmola.

    El crucifijo: donde deben posar sus ojos celebrante y asistentes. Es ajeno a la tradición de la Iglesia que el sacerdote y el pueblo se miren recíprocamente: juntos dirigen su oración al Señor. Mirar el crucifijo es indispensable para no perder de vista la íntima conexión entre la Misa y el Calvario. Indica la centralidad de Cristo y de su Sacrificio. Es la orientación que toda la asamblea debe tener: se mira al Salvador. 


    Los cirios: invitan a nuestro propio holocausto. Se consumen por su propia llama, el cirio se sacrifica para mayor gloria de Dios. El Cuerpo inmaculado de Cristo clavado en la Cruz se destaca como un cirio grande y blanco, que se consume por la llama de su Amor.

    Las flores naturales (“las de plástico guárdenlas para su sepultura”): ofrecen su belleza gratuitamente y se consumen. Su belleza y gratuidad nos recuerdan el inmenso deber del agradecimiento. 

    Ornamentos: el sacerdote cubre su anterior yo con el nuevo: el de Cristo. Alba, estola, cíngulo y casulla. Revestido, el sacerdote presta su persona a Xto, para que realice el Sacrificio. No actúa por sí mismo, sino como presencia de Otro: in persona Xhristi. 

    Los colores: tenemos el don, que no tiene ningún otro animal, de percibir toda la escala de colores. Jesús es la Luz. Los colores expresan o suscitan estados del alma. Miguel Ángel no comenzó a pintar la Capilla Sixtina hasta que recibió el azul de Persia, porque para él los colores eran esenciales:

Blanco: color de los santos y los ángeles, del bautismo. Expresa pureza, santidad, luz, fiesta.

Morado: duelo (negro) + fuego (rojo) = pena + amor = Adviento y Cuaresma = la pena de no tener aún al Niño + el amor por su inminente Nacimiento = pena del desierto y de la agonía + amor al Crucificado. “Penas es el traje de amadores.”

Verde: naturaleza, tiempo ordinario (no aburrido, sino el de la novedad q recomienza cada día, el diario reinicio de la Creación. Cada domingo, constante rememoria del Señor que vendrá: color de la esperanza. 

Rojo: sangre + fuego = mártires, Santa Cruz, Domingo de Ramos, Viernes Santo, Pentecostés (efusión del Amor), Confirmación, funerales de los Papas. 

Negro: tristeza y abatimiento, ahora sustituido por el violeta en Adviento y Cuaresma, puede seguir usándose en las Misas de difuntos. 

Rosa = morado dulcificado: tercer domingo de Adviento y cuarto de Cuaresma = pequeño respiro en tiempos penitenciales: Gaudete, Laetare: las penitencias no son fin, sino medio para experimentar las alegrías venideras. 

Azul: sólo una vez: en la fiesta de la Inmaculada Concepción = lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la amplitud donde se mueven los astros. Es el color de la majestad y del poder, y el color de fondo de la santidad, de lo irrepresentable, que aparece cuando nada se interpone en el horizonte y la vista se pierde en el infinito. 


Crear un espacio vital sagrado: silencio y recogimiento interior

    Llegar con antelación, para prepararse in situ y recogernos interiormente: llegar al menos 5 o 10 minutos antes: como haríamos en cualquier gran evento: éste es el mayor posible. 

    Silencio: el silencio exterior es el guardián del interior: desde unos minutos antes de comenzar la Misa. Silencio activo = disposición interior de alerta y anhelo: un torrente subterráneo que no se advierte en la superficie.

“La vida litúrgica comienza con la vivencia del silencio”. Sin silencio todo deja de ser importante: “es el primer requisito de toda acción sagrada” (Guardini). Es la primera forma de aceptar que se está ante lo Inefable. 

Dios prescribe el silencio no para preservar su poder, sino para comunicarse mejor con nosotros, como lo necesitamos para sumergirnos en la belleza y mensaje de una sublime melodía. Isaías 41, 1: “¡Escuchadme en silencio!”: para dejarnos poseer por lo divino. Salmo 76, 8: “Toda la tierra enmudece en su Presencia.” La Misa es más que su Presencia: es su mismo Sacrificio: sólo cabe honrarlo en silencio.

    Recogimiento: silencio, para adueñarnos de nuestro interior, y poseyéndole, dirigirlo donde deseamos. Ejercitarnos en la oración mental, sin abandonar el control de nuestras facultades interiores (memoria, imaginación) y aislar nuestros sentidos externos, especialmente vista y oído: se nota cuando hay desasosiego en una persona: pasea su mirada alrededor, cambia constantemente de postura, carraspea, mira el móvil, acomoda su ropa… Está inquieta. No está presente, porque no está recogida. Quien se adueña de sí mismo puede acercarse al Misterio, descubrir al Protagonista, conversar con Él o con su Padre celestial, establecer secretas comunicaciones. 

    Crear un espacio vital sagrado: “Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado”: porque nos dirigimos al Padre celestial: sobra el aire de familiaridad inoportuna y ruidosa, que banaliza la Misa. Podemos construir ese espacio en el interior, con un diálogo yo-Tú, Tú-yo: porque en la liturgia la acción es de Dios, Él hace lo esencial. Tomar conciencia de esa actio divina hará aparecer la comunicación, la adoración, la sensibilidad del corazón ante lo divino: Dios existe ante mí, y yo existo ante Dios. Él se dirige a mí, y yo me dirijo a Él, en su Misterio Pascual, en ese momento definitivo de la Humanidad y del Cosmos. 

    Implorar la ayuda de lo alto: papel decisivo del Espíritu Santo en el desarrollo de la liturgia y en la profundización en los divinos misterios. Sólo en el cielo comprenderemos el valor de la Misa. Gonzalo de Berceo: “El valor de una Misa, // ¿cuánto puede valer?// No lo dio Dios a hombre // esto poderlo entender.” Por eso, acudir al Espíritu Santo antes de la Misa, implorando sus dones para participar conscientemente en el sagrado misterio.”


Darnos cuenta de lo que vale cada Misa:

-un misterioso manar de la Sangre de Xto

-un diluvio de gracias que parte de la Cruz

-un Gólgota siempre presente

-nada hay más valioso que participar en ella

-por la Misa somos contemporáneos de Cristo, porque en la Misa está Cristo presente entre nosotros

-participamos en una Oblación realizada el 14 de Nisán del año 475 de Roma, entre las 12 y las 3 de la tarde

-Cristo nos hace capaces de actualizar la Oblación de su Cuerpo y Sangre.

-el único Sacrificio de Cristo se hace actual en cada Misa, aquí y ahora (no lo volvemos a crucificar)

-participar en Misa es ser admitido en el Cuerpo de Aquel que se encarnó, padeció, murió, resucitó y volverá otra vez en el esplendor de su gloria 

-sólo gracias a la Misa el mundo no ha sido aún reducido a cenizas

-la Pasión de Cristo nos hace capaces de la Redención, pero la Misa nos hace poseedores de la Redención, y capaces de gozar de sus méritos

-la Misa es el antídoto de la cultura de la muerte, de la corrupción, de la indiferencia ante los bienes del espíritu

-la Iglesia vive de la Eucaristía

-la Misa construye, eleva y amplifica a la Iglesia.

-por la Misa volvemos llenos de confianza a la tarea de reconstruir el mundo.


El desarrollo de la Misa

    No entrar apresuradamente al templo: es un espacio santo. Serenar el paso, los pensamientos, abandonar distracciones y mezquindades. 

    Tomar el agua bendita, sacramental que limpia los pecados veniales e invoca la protección contra los influjos del demonio, interesado ahora en dispersar nuestros sentidos externos e internos. 

    Moverse con dignidad y sosiego en el templo es ya un acto de culto, una demostración de fe, testimonio de la sacralidad del lugar, advertencia para disponer el ánimo propio y ajeno para la celebración. Mantener la mirada al frente, caminar erguido, con equilibrio estable: reflejo del equilibrio y serenidad interior. Llegar con tiempo y buscar estar delante: atrás hay más distracciones.

El sacerdote revestido de Xto camina hacia el Calvario.  Besa el altar, donde se inmolará la Víctima. Hace la señal de la Cruz: manifiesta la fe cristiana, un sí público y visible a Dios, que no gobierna con imposición sino con la humildad del sufrimiento hasta la muerte. 

Comenzamos con la señal de la Cruz y la invocación Trinitaria: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén: damos nuestro asentimiento a la acción en que intervendrán las Tres Personas divinas. 

Yo confieso: primera purificación de la Misa, que nos hace algo menos indignos de participar en una acción divina. Tres golpes de pecho, que conmocionan nuestro mundo interior para que abra los ojos y se convierta. Golpes que se repetirán ante la Comunión: porque no somos dignos. 

Gloria: es el sentido último de la Misa: glorificar al Padre. Uno de los primeros himnos de la cristiandad: fe, alegría, gratitud; nos recuerda que nos hemos reunido en la Santa Misa para alabar la grandeza del Padre Omnipotente, que nos da a su Hijo con el Espíritu Santo. 

Meditar las oraciones de la Misa: Colecta (oración conjunta que toda la Iglesia dirige al Padre), Ofrenda, Comunión…

Lecturas: Dios habla con palabras humanas. También se expresa sin palabras en nuestro yo profundo, pero en la Sagrada Escritura habla a todos, y cada uno debe hacer suya Su Palabra. “Dáme Señor un corazón que escuche.”

Las lecturas son semillas de la palabra de Dios lanzadas en la tierra de nuestra alma. No es lo mismo leer un texto que escucharlo: las lecturas de la Misa se proclaman. La palabra de Dios no se dirige solo al intelecto, sino a todo el hombre: por eso es importante el cómo se proclama: calidez, potencialidad, sonido propio, sin errores de dicción o entonación. Es palabra divina que contiene la gracia de transformarnos: “Vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”  el conocimiento de lo divino produce gracia. 

La Palabra nos ha sido enviada por Amor. Si la recibimos con amor, prorrumpirá en afecto de amor, como en María, que “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.” Según el amor con que la escuchemos producirá la gracia. Saber oír es saber amar. 

Primera lectura: la escuchamos sentados, manifestación de paz y apertura a lo que se oye.

Evangelio: lo escuchamos de pie, actitud de alerta, para secundar lo que se proclama: son los últimos tiempos, ya todo está revelado, ahora es ya la guerra a las órdenes del Capitán. De pie se está pronto para escuchar y obedecer con prontitud: recto y compuesto. 

Credo: no son frases, sino las realidades que expresan esas frases: la fe y el amor nos permiten entrar en contacto con ellas. 

No se trata de pensar lo que vamos a decir en el Credo: aquí se trata de decir algo que debemos pensar. Que la mente concuerde con la voz, por eso hace falta acompasamiento en la oración comunitaria: ritmo y cadencia. 

Ofrenda: los fieles aportan lo necesario para la celebración: pan, vino, cera, incienso… o unas monedas. Ese es el sentido, y se acompañaba de un canto de alegría de los donantes; y los dones ofrecidos reciben la bendición. No es una contribución, sino un signo de ofrenda personal para participar en la ofrenda de Cristo.

Cristo no sólo lleva al Calvario los pecados de todos los hombres, también lleva lo bueno para santificarlo. Así todas las acciones buenas no se quedan en bondad natural, la bondad da un salto a la eternidad.

El Sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a Su ofrenda. (CIC 1368)

Ofertorio: es el momento de la donación interior, de la unión de todo lo nuestro a todo lo de la Víctima. En el pan y el vino está representada nuestra existencia entera. Unimos a Él cuanto nos incumbe. Es el momento de pedir, y también de unir a la creación entera, para que Él lo atraiga todo hacia Sí por medio de nosotros.

¿Por qué pan y vino? Elementos universales, fáciles de obtener y conservar: pan, alimento preferido de los pobres y pequeños, y vino “que alegra el corazón del hombre”. Pero quizá sobre todo porque pan y vino son una primera y elemental cooperación del hombre con Dios: la del trabajo que requiere la obtención del trigo y la vid: “con el sudor de la frente”. Expresan la bondad de la Creación, y contienen el intercambio entre nuestros dones y el que Jesús nos hace: su Cuerpo y Sangre, que alimentan nuestra alma con el vehículo del pan y el vino, fruto de nuestro trabajo.

Gotas de agua: (judíos y paganos rebajaban el vino con agua) significan la incorporación del cristiano a Cristo-Víctima: “Por el misterio de esta agua y este vino… haz que compartamos la divinidad de quien se ha dignado participar de nuestra humanidad.” Lo que hacemos simbólicamente ahora se realizará con eficacia en el momento de comulgar. 

Oración sobre las ofrendas: un pequeño diamante incrustado en un gran anillo. Que no nos pase desapercibida: escucharla e interiorizarla. Deseamos que el Señor acepte nuestras sencillas ofrendas y realice el prodigio.

Prefacio: preludio del Sacrificio. La Iglesia repite fielmente las acciones de Jesús en la Última Cena: Dio gracias. Sacerdote y asistentes se ayudan a elevarse ante el insólito prodigio que va a realizarse: levantar los corazones. Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación . Lo esencial del dogma católico se recoge en la suma de todos los Prefacios: abundante material para la oración. Hemos elevado nuestro corazón a las cosas celestiales. Llamamos en nuestra ayuda a los ángeles para decir a una voz con ellos: Santo, Santo, Santo… Y al coro de judíos: Hosanna. Y llegamos al Gólgota, para recoger los frutos del Sacrificio del Redentor.

Consagración: por la fuerza de las palabras, se realiza el prodigioso milagro del cambio del pan en Cuerpo y del vino en Sangre de nuestro Salvador. Palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena y fidelísimamente repetidas por sus sacerdotes a lo largo de los siglos: “Esto es mi Cuerpo”: Cuerpo y Sangre del Verbo de Dios hecho hombre y ahora en la gloria para siempre. 

    A nuestra falta de fe, tanto hacerle esperar solo en el Sagrario, tanto desprecio, responde el Señor muchas veces a lo largo de la historia con milagros eucarísticos, en que nos permite ver la materia física de su Carne y el líquido mismo de su Sangre, desvelando la realidad oculta. Ejemplo cercano a Valencia: en Alboraya, El miracle dels peixets. En Lanciano (Italia): desde hace 1300 años: analizado, se confirma que es carne humana del corazón y sangre AB, el grupo más común entre los judíos (como el de la Sábana Santa). Y del Corazón, para hacernos ver su inconcebible Amor. ((Las personas con sangre AB pueden recibir transfusiones de cualquier tipo de sangre (A, B, AB y O), lo que los convierte en receptores universales. Sin embargo, solo pueden donar sangre a personas con tipo AB)) 




    Arrodillarse: postura que en el Evangelio aparece 59 veces, 24 en el Apocalipsis, que es el libro de la liturgia celestial, punto de referencia para la terrena. Por la unidad psicofísica de la persona, adorar no puede ser un acto meramente interior, ni meramente exterior. Hay que dar todo su sentido de adoración a esa postura corporal, que necesita además manifestarse exteriormente porque no somos sólo espíritu. La pura espiritualidad no manifiesta la esencia del hombre. Doblamos las rodillas ante las especies recién consagradas: es como doblar razón y sentidos para reconocer que estamos ante Aquel cuyo nombre está sobre todo nombre. La incapacidad de arrodillarse es señal de lo demoníaco.

Elevación: el primer contacto visual con la Sagrada Forma establece una fuerte conciencia de su Presencia, y por tanto de su intercomunicación con nosotros. Es ya una comunión ocular con el recién llegado. Por eso toca la campanilla como advertencia para los presentes, y en muchos sitios sonaba también la campana del campanario para que la oyeran los ausentes, y en su casa o en el campo se arrodillaban. Le vemos, y Él nos ve; nos observa porque le miramos: nos dejamos observar por Él. 

Pan y Vino, tras la doble consagración, son signo de muerte, manifiestan a Jesús como estaba en el Calvario: su Cuerpo pendiente de la Cruz, su Sangre toda derramada. Es un sacrificio que se hace presente: el Padre nos ha citado a todos en el Gólgota. En la Misa el tiempo y la distancia son aniquilados: nos encontramos al pie de la Cruz en la que el Hijo de Dios se ofrece para alabanza del Padre y en reparación por nuestros pecados. Estoy en el instante en que Cristo muere por mí y por todos. Allí y aquí se realiza la liturgia celestial, se vence el pecado, se anula el triunfo de Satán. Los frutos de la Redención se despliegan ante todos. 




Doxología final: “Por Cristo, con Él y en Él”: concluye el Sacrificio. Cristo es ofrecido al Padre como testimonio del máximo honor y gloria. Pero el Padre nos lo devuelve, después de haber aceptado Su Oblación: nos lo da en Comunión. Comeremos su Cuerpo, beberemos su Sangre, y entraremos en la unión más íntima posible con su Alma y Divinidad. 

Padrenuestro: la más perfecta de las oraciones. Nos enseña a pedir, forma nuestra afectividad. Dios es nuestro Padre porque nos comunica la vida misma de su Hijo. Nuestros padres terrenos son un pálido reflejo de la Paternidad por antonomasia. Jesús la pronunciaría lleno de amor por el Padre y por nosotros.  

Comunión: la misma Sangre Redentora fluye sobre los que comulgan. Si está su Cuerpo, está su Rostro. Puedo adivinar sus facciones, su expresión cuando me descubre a mí, el sentir de su Corazón, que buscará asimilar al mío. Es tanta la fuerza del Sacramento (santo Tomás) que no sólo fortalece y deleita, sino que es capaz en cierto modo de embriagarnos, de emborracharnos de la dulzura de su bondad.  

Sta Faustina: “Nosotros en Ti vivimos, ¡Tú vives en nuestras venas!” 

San Josemaría: “Jesús, que tu Sangre de Dios penetre en mis venas, para hacerme vivir, en cada instante, la generosidad de la Cruz.”

Si nos unimos a Él en la Sagrada Comunión, ¿cómo seguimos con una visión horizontal en nuestra vida? Porque no nos connaturalizamos con Él, clavado en la Cruz, y yo huyendo de la cruz. 

Recibimos a Jesús en la Comunión, pero Él también nos recibe a nosotros: com-unión. Espera en cada Comunión el don de nuestro yo. Si no lo encuentra, espera hasta que pueda hacernos uno con Él. Un alma permanece superficial mientras no haya sufrido: la auténtica unión con Dios se consuma siempre en la Cruz.

Comulgar de rodillas: señal de reverencia y adoración. Ratzinger: “Doblar las rodillas ante Dios es irrenunciable.”

Comulgar en la boca: señal de receptividad, de dejarse nutrir como el enfermo o el indigno. El siervo pobre y humilde se come a su Señor, qué admirable (Himno Eucarístico O res mirabilis! Manducat Dominum pauper servus et humilis.) Así seguimos la recomendación de Jesús de hacernos como niños. De rodillas y en la boca es la actitud interior del niño que es alimentado. 

Bendición final: Dios concede a los padres y a los sacerdotes la facultad de bendecir, porque dan la vida. Pero siempre el poder de bendecir procede de Dios, queda sin efecto cuando se presume como derecho propio. Por eso ha de ser con el signo de la Cruz, y en el nombre del Padre, y del Hijo, y del ESto. 

Joseph Ratzinger recordaba la devoción con que sus padres les santiguaban con el agua bendita, cuando tenía que partir, sobre todo si era una ausencia larga. Esa bendición le acompañaba, se sentía guiado por ella, hacía visible la oración de sus padres que iba con ellos, y la certeza de que esa oración estaba apoyada en la bendición del Redentor. Suponía también una exigencia: la de no salirse del ámbito de esa bendición: “Ese gesto de bendecir, expresión plenamente válida del sacerdocio común de los bautizados, debería volver a formar parte de la vida cotidiana, acompañándola de esa energía de amor que procede del Señor.”

Acción de gracias. Alguna táctica para hacerla bien:

-cerrar los ojos: lo recomienda sta Teresa: para impedir q entren las alimañas de las distracciones del mundo exterior, y entrar en el castillo interior. Así no nos limitaremos a pedir por las cosas que nos presentan los ojos abiertos, ni trataremos de negocios en vez de amor. Con los ojos cerrados es como se ve el amor: nos quedamos a solas con Él: eso es lo que busca Jesús. 

-taparnos los oídos: ni música: “Him, not hymn!” El silencio es mejor que la mejor música en ese momento, que es el más importante del día. 

-escribir la acción de gracias personal: así damos consistencia y materialidad a nuestras expresiones, para que no resulten evanescentes. Conservarlas, y al releerlas pasados los meses nos sorprenderá la riqueza de la común-unión. 

-considerar pausadamente las oraciones para después de comulgar: Anima Christi, la más rezada por los fieles como acción de gracias desde el siglo XIV. Newman: contiene la esencia del cristianismo. 


María siempre está presente

    María es el modelo de feligrés: por su persistente presencia, por su modo de participar y unir su corazón al de Cristo en su Sacrificio. Está, participa, reza con nosotros y a nosotros se une. Está a nuestro lado, en el banco, atenta, dulce, serena, con el inefable gozo de continuar a una con su Hijo corredimiendo siempre. Y como en el Calvario, en cada Misa Jesús nos la da por Madre. Por eso en cada Misa se la invoca. 

Jesús respira a través de nosotros cuando le recibimos, y los 10 o 15 minutos siguientes. Nos sucede como a María en sus 9 meses de embarazo. JP2: analogía profunda entre el fiat de María en la Encarnación, y el Amén cuando recibimos la SC: Jesús está en lo más profundo de nuestro ser. Jesús y María eran uno durante esos 9 meses. Jesús y yo somos uno en esos 15 minutos.

Belén = casa del pan. “María era la Panadera de Belén// que vendía el pan en flor// luz del día y resplandor/ ¿quién tus virtudes loaría en gran honor?/ ¡Oh santa y preciosa flor!/ protege y guía,/ a este pobre pecador/ que en Vos confía.” (Poesía del siglo de Oro español).

JP2 descubre además el sabor y perfume de Ella en ese Pan que se hornea en su vientre. “Si el Cuerpo que nosotros comemos y la Sangre que bebemos son el don inestimable que el Señor resucitado nos entrega a quienes aún caminamos, ese regalo lleva en sí mismo, como Pan fragante, el sabor y el perfume de la Virgen María.”


Dónde asistir 

    “La influencia del ministro en la eficacia de la virtud aplicativa de la Misa es real.” La Santa Misa es eficaz por la virtud de Cristo. Pero hay una eficacia añadida, debida a la intervención de quienes administran los sacramentos, y de quienes los reciben. Por eso el lugar también importa. Hay razones sólidas que pueden justificar la elección de un lugar o un ministro. 

    ¿Templo? El que facilite la paz. 

    ¿Celebrante? El que por su pausa y devoción nos introduzca más profundamente en la Santa Misa. El que evite convertirse en protagonista. 

    ¿Celebración? La que no oculte con tinglados que aquello es actio Dei. El sacerdote tiene que configurarse con Cristo.

    Solo María puede enseñarnos a tratar a Jesús: “¡Oh María, clavada en la cruz por la lanza que atravesó el Corazón de tu Divino Hijo: sírvenos de guía para hacernos penetrar en los misterios del Sacrificio!...” (Teresa de Lisieux)


Propósitos prácticos:

Llegar con antelación: modelar el espacio vital sagrado, ubicarse donde sean más difíciles las distracciones. 

Vestir de manera apropiada: es la fiesta del Resucitado. 

Modestia: la regulación del exterior representa las cualidades del alma. Sobre todo las mujeres.

Apagar el móvil: mejor que silenciarlo, para evitar la curiosidad de mirar quién llama.

El templo no es lugar para socializar: lo facilita la vista recogida.

Hacer la señal de la cruz al entrar y salir del templo, usando el agua bendita, eficaz defensa contra el demonio (también contra el demonio de la distracción). 

Lo primero al entrar, buscar el Sagrario y genuflexión. 

Evitar desplazamientos durante la Misa.

Ritmo y pronunciación en las oraciones, haciendo pausas.

No es momento de arrumacos con pareja o niños.

Aplaudir en el templo es perder el sentido de la liturgia.

No salir hasta que el sacerdote haya dejado el presbiterio.

Compostura: no girar la cabeza para ver quién entra y sale, no hablar,…

Meditar que:

La liturgia es una misteriosa participación de la liturgia celestial. 

La Misa actualiza un hecho sucedido en la historia, pero se sale del tiempo y se ubica en la eternidad: podemos participar de la liturgia eucarística porque otra Liturgia se está celebrando en el Cielo: el Misterio Pascual de Cristo, la adoración al Padre por el Sacrificio del Cordero. En La Misa se unen el Cielo y la Tierra, tiempo y eternidad. Por eso “deberían pararse los relojes” (San Josemaría).

El Apocalipsis de san Juan nos descubre que la Misa se está celebrando permanentemente en el Cielo, es una puerta abierta al Cielo, una puerta que da a la Misa: ese descubrimiento convirtió a Scott Hahn: al oír a la comunidad católica repetir en una Misa tres veces “Cordero de Dios…”, y al sacerdote “Este es el Cordero de Dios…” supo que estaba en el Apocalipsis, donde a Jesús se le llama Cordero 28 veces.

En el cielo se está celebrando la Misa en la que nosotros participamos aquí abajo. Se nos da la gracia de unirnos al prodigio que tiene lugar en presencia del que está sentado en el Trono, y del Cordero inmolado, junto a “una muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas.” (Ap 7, 9).


Valentín Aparicio, en “Manual de supervivencia para los últimos tiempos. Descodificando el Apocalipsis”, nos aporta también muy buenas sugerencias sobre el sentido de la Misa:

El milagro de la liturgia de la Misa es que nos hace contemporáneos de la crucifixión de Jesús, el momento central de la historia de la humanidad… Y a la vez, nos hace contemporáneos de la Victoria final de Cristo al fin de los tiempos. 

Como en una máquina del tiempo, nos lleva a la crucifixión, y a la consumación de la historia. Por eso, nada consuela más que la celebración de una Misa. Como en la liturgia del cielo, a la que nos sumamos, y como narra san Juan en su visión en el Apocalipsis, vemos reinar a Dios sentado en su trono y contemplamos un altar con un Cordero degollado: “Este es el Cordero de Dios”, y dirigimos a Dios la frase que le dirige Israel en el libro de Daniel, cuando recibe el reinado de Dios: “Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor.” 

El Apocalipsis nos presenta a Jesús como león vencedor de la tribu de Judá, y a continuación como cordero degollado que está en pie. Es la imagen de la fuerza combinada con la fragilidad:  un Cordero degollado, pero que está en pie porque ha vencido: ha derramado su sangre y ahora está resucitado.

Como explica Scot Hann, en el Apocalipsis san Juan nos está narrando la liturgia celeste, tal como él la vio en una revelación sobrenatural. En cada Misa se unen el Cielo y la Tierra, lo humano y lo divino, se rompen las fronteras del tiempo y las que dividen el cielo y la tierra. Se une la iglesia peregrina a la gloriosa, y todos participamos ya de la victoria de Cristo, a pesar de que padecemos aún en nuestro caminar terreno. 

Por eso, nada da más paz que una Misa, porque abandonamos la historia y nos hacemos contemporáneos de la victoria final de Xto. En la dimensión de realidad que aporta la liturgia, gozamos sacramentalmente de lo que san Juan gozó en su visión, y se realiza en cada Misa.

El Apocalipsis no es un texto que nos da un poco de información sobre cómo es el paraíso, sino que gracias a la liturgia que describe nos trae el paraíso a la tierra. 

En el Antiguo Testamento el Templo de Jerusalén era una copia del auténtico, el celeste. Pero en el Nuevo Testamento ya no hay dos liturgias, (la del cielo y la de la tierra, que era una imitación de la celeste) sino una única asamblea, una participación real de la liturgia de la tierra en la liturgia del cielo. Gracias a la liturgia, abandono la tierra para vivir unos minutos en el cielo. 

Las “copas de oro llenas de perfume” (5, 8) son las oraciones de los santos. Igual que María quebró un frasco de perfume de gran valor, la oración es una fragancia agradable que llega al trono de Dios: rezar es perfumar el trono de Dios. Ese es el significado del incienso, cada vez que se utiliza en la liturgia católica: representa las copas de perfume, las oraciones de los santos que perfuman el trono de Dios. 

La liturgia no es un teatro, sino un gustar del cielo aquí en la tierra. No existe ninguna experiencia espiritual más potente que una Misa bien celebrada. 







domingo, 7 de septiembre de 2025

La fuerza del silencio y el estupor ante Dios



Silencio, meditación, recogimiento interior

    Muchos expertos nos alertan de los peligros de la civilización ruidosa y trepidante que hemos construido. No hay tiempos muertos, tiempos para el silencio, para desconectar de la tecnología y conectar con las personas queridas “presencialmente”. “Hay que recuperar el silencio y la mirada” dice José Luis Orihuela, profesor experto en tecnologías de la información: “nos hemos vuelto adictos a las interrupciones; hay que saber eliminar las notificaciones del móvil, necesitamos volver a aprender a hablar y escuchar.”

    Se ha demostrado que la práctica del silencio y la quietud interior mejora la salud, la relación con los demás, incluso la eficiencia del trabajo. Pero todo parece estar organizado para robarnos la atención. Poderosos intereses parecen confabulados para lograr estilos de vida en los que no sea posible reflexionar ni meditar. Nos llenan de distracciones –pérdidas de atención- para que seamos incapaces de adentrarnos en nosotros mismos y, en silencio, meditar quiénes somos y qué queremos hacer con nuestras vidas.

    Como explica el doctor Mario Alonso, tendemos a poner nuestra atención en cosas exteriores, porque pensamos que no hay nada dentro que valga la pena: y sin embargo, es adentro donde debemos mirar, porque dentro está lo más sorprendente y valioso. 

    Si aprendemos a mirar adentro, en primer lugar veremos cosas que quizá no queríamos ver (defectos, lagunas vitales…) pero necesitamos verlas para superarlas. Y en segundo lugar, veremos también cosas maravillosas, incluso en lo humano: como que los miedos y los pensamientos negativos se disipan meditando. Para los cristianos, pensar en nuestra condición de hijos de Dios alivia toda congoja e ilumina el camino a seguir. 

    Meditar no es quedarse en blanco, no se trata de buscar un silencio mudo, sino creativo. Se trata de evitar el ruido exterior, el de los pensamientos que aturden y distraen. Y así estar en condiciones de escuchar los sonidos interiores: la voz interior, que es el ámbito donde cada persona puede conocerse a sí misma y escuchar la voz de la conciencia. Y con fe, escuchar la voz de Dios. Hay un maravilloso mundo interior dentro de nosotros, pero no le dejamos hablar porque no entramos en silencio.

    Silencio es, sobre todo, acallar el ruido y el bullicio de pensamientos que son secundarios o incluso innecesarios, para que la mente y el corazón contemplen el rico mundo interior, los verdaderos Bienes. Silencio es tener la cabeza y el corazón en Dios.

    El diálogo interior ha de ser positivo: todo va a ir bien, porque soy hijo de Dios. Todo tiene arreglo. A los pensamientos negativos hay que saber darles la vuelta y convertirlos en positivos: tengo tal defecto, pero ese es mi punto de partida, no de llegada: mi destino es empezar a poner los medios para corregirlo, con la ayuda de Dios, que no me va a faltar si se lo sé pedir. 

    Hay que saber retirar toda la atención a los pensamientos negativos “crónicos”. Su único apoyo es precisamente la atención que les prestamos. Los pensamientos negativos reiterativos, no rechazados, pueden llegar a dañar la salud. Son médicamente conocidos los beneficios de la meditación asidua, cuando discurre con un diálogo interior positivo: el cuerpo genera oxitocinas, y con ellas esa sensación de paz y alegría tan beneficiosa para el cuerpo y el alma. 

    Muy a propósito esta frase de Marcel Proust: "El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevas tierras, sino en ver la vieja tierra con nuevos ojos". Invita a reflexionar sobre la importancia de la perspectiva interior: la verdadera innovación y conocimiento surgen de cambiar nuestra forma de ver y experimentar el mundo cotidiano, en lugar de simplemente buscar nuevas experiencias externas.

Silencio y oración

    Esa dictadura del ruido ensordecedor ha penetrado también en la Iglesia y nos impide rezar. Es muy sugerente el libro del cardenal Sarah “La fuerza del silencio”, del que tomo estas ideas: el ruido es como la columna sonora de la ausencia de Dios, del olvido de Dios: una gran nada vacía y ruidosa. El ruido es como una droga de la que muchos son dependientes. Una droga que impide que cada uno se mire a la cara y descubra su vacío interior: es una mentira diabólica.

    El silencio no es una virtud, ni el ruido es un pecado. Pero el tumulto confuso y ruidoso de la sociedad actual son exposición de una atmósfera irreflexiva, superficial, y a veces peor, porque manifiesta el deseo más o menos consciente de aturdimiento de la criatura que no quiere saber nada de su Creador, y que incluso está dispuesto a ofenderle si le apetece porque no quiere depender de nadie. Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, por eso la conducta del pecador es salir de sí, aturdirse, hacer ruido. La liturgia debe facilitar todo lo contrario: entrar dentro de nosotros, en el silencio asombrado de la oración, para encontrarnos con Dios.

    Dios se manifiesta en el silencio. “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono del cielo” (Sabiduría 18,14-15). “Dios actúa en el silencio”, dice san Juan de la Cruz. El Padre dice una sola Palabra, su Hijo, su Verbo. La pronuncia en un eterno silencio, y sólo en silencio el alma puede entenderlo.

    Sólo el silencio permite sentir la música de Dios. Jesús mismo nos lo explica: Mt 6,7: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados.

    Silencio es mucho más que ausencia de ruido. El silencio es condición necesaria para una oración profunda y contemplativa. Es una disposición interior, espiritual, que retira los obstáculos para el contacto con Dios y la comunicación de la gracia de Dios. 

    Es expresión del temor reverencial a Dios (que no es miedo a ser castigado, sino a no amar suficientemente a un Padre tan bueno, a hacer algo que le disguste). Es el camino que permite a los seres humanos ir a Dios. 

    Concilio Vaticano II: el silencio es un medio privilegiado para promover la participación del pueblo de Dios en la liturgia.

    Es el silencio de la Virgen, en el que –recogida en oración- puede meditar la Palabra de Dios, escucharle, contemplar a su Hijo.

    El silencio es parte esencial de la oración: una conversación con Dios Uno y Trino, en la que le hablamos y le escuchamos, como un amigo habla con el Amigo. Es mirar y ser mirado por Dios, que es tener ya un trocito de cielo en la tierra (papa Francisco).

Silencio, parte esencial de la liturgia

    El silencio es una ley cardinal de toda celebración litúrgica, porque permite a los fieles adentrarse en lo sagrado. Por eso el silencio es parte esencial de la liturgia: los actos litúrgicos son momentos de escuchar a Dios. Cuando la liturgia indica momentos de silencio, no es tiempo muerto: el silencio interior y exterior de la liturgia, y de toda oración, es un silencio activo que es el propio de la adoración y de la escucha dócil al querer de Dios.

    El templo no es una sala de espectáculos donde se va a aplaudir a quien comunica bien, o a aburrirse si comunica mal. El templo es el ámbito de la oración, y requiere silencio.

    Algunos creen que el silencio ante el Altísimo puede desconcertar a los fieles, que sería mejor llenarlo de cosas inteligibles, horizontales, humanas: palabras, explicaciones o cosas banales, canciones más o menos baratas… y acaban reduciendo el misterio sagrado a mero sentimentalismo. Y no se dan cuenta de que la fuerza de la liturgia es la acción del Espíritu Santo, que es quien mueve los corazones de quienes le buscan. Dios habla a las personas que le escuchan (Benedicto XVI), que saben recogerse en una oración sin ruido de palabras y adorar. Jesús puede actuar como quiera, pero nos ha enseñado a rezar como Él mismo reza: “Se levantaba temprano y permanecía en oración, en diálogo íntimo con su Padre Dios.” 

    Dios habla a las personas que saben recogerse en oración. Como canta el fervor popular: “Estaba la Virgen María sola en su aposento haciendo oración, y bajaron ángeles del cielo y la saludaron con mucho fervor…” Ella es la que “consideraba todas las cosas en su corazón.”

    Cardenal Sarah: “Dios es silencio, y el demonio es ruidoso. Desde el inicio Satanás ha buscado enmascarar sus mentiras bajo una agitación falaz, resonante.”

Silencio y recogimiento ante la Eucaristía

    La Misa requiere un clima interior de silencio, porque el alma está a solas con su Dios. Y es Dios quien está ahí. Lo esencial de la Misa no es el aspecto festivo ni la dimensión fraternal, sino el Sacrificio de Cristo en la Cruz, al que necesitamos acudir con el corazón convertido y purificado en la Confesión, con la disposición de unirnos a Su Sacrificio. Y eso requiere silencio interior. 

    Algunos sacerdotes deslucen el sentido de la Misa queriendo hablar mucho, añadiendo cosas de su cosecha como para hacerla más entretenida. Pero en la Misa lo esencial son las palabras de Cristo, que se está ofreciendo al Padre, y también nosotros estamos inmersos en ese ofrecimiento con Él, inmersos en su Sacrificio y Muerte, inmersos en Él: todo recogimiento y sobriedad en los gestos es poco, porque la Misa es la muerte de Dios por amor a nosotros, y eso está más allá de toda manifestación cultural. 

    La ligereza en algunas celebraciones litúrgicas (por ejemplo, cuando son muy numerosas, pero también en otras con pocos asistentes) nos pone en riesgo de perder el sentido de lo que se está haciendo. La Misa debe celebrarse con sobriedad y recogimiento, pues también nosotros estamos inmersos en el Sacrificio y Muerte de Cristo, nos estamos ofreciendo con Él y en Él al Padre. 

    La liturgia bien cuidada puede y debe ser bella, una belleza que ha atraído a tanta gente a la fe cuando se ha procurado. Pero requiere silencio y recogimiento, manifestado también en la postura, porque la muerte de Dios por amor a nosotros está más allá de toda manifestación cultural. 

    Las iglesias fueron diseñadas para la oración, no para representaciones ni espectáculos. Se orientaban hacia Oriente, que representa al Señor, y con esa manifestación exterior se manifestaba nuestra disposición interior de orientarnos a Dios. “Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor.”

    Por eso, cuando no es posible celebrar la Misa hacia el Oriente, se manda poner una cruz sobre el altar, bien a la vista, como punto de referencia para todos. Cristo en la Cruz es el Oriente cristiano al que todos nos volvemos. Mirar al Señor promueve el silencio. Es absurdo que algunos pongan el centro, el podio, en el micrófono al que se aferra el sacerdote, en lugar de la Cruz.

Recuperar el gran silencio de la liturgia   

    Es preciso entrar en el gran silencio de la liturgia, dejarse enriquecer por todas las formas litúrgicas aprobadas por la Iglesia que privilegian el silencio, porque necesitamos espíritu contemplativo para mirar al Señor. Eso es lo que el Concilio quiso legar: facilitar la comprensión de los misterios sagrados para participar mejor en ellos, no convertirlos en meros actos sociales más o menos aburridos que provocan lo contrario de lo que se deseaba: profundizar el misterio con la actitud interior que lo facilita.    

    Recuperar el sentido del silencio es una prioridad y necesidad urgente. La verdadera revolución viene del silencio, nos dirige a Dios y a los demás para ponernos a su servicio. El ruido nos atolondra y nos separa.

    En la liturgia el silencio es una disposición radical y esencial, que expresa la comunión del corazón. Con ruido permanecemos en una dimensión humana superficial y horizontal, que nos impide penetrar en lo sagrado.

    Dañar la liturgia es dañar nuestra relación con Dios, es dañar la expresión concreta de nuestra fe cristiana. No se puede estar ante la Eucaristía como si fuera una cosa, un mero símbolo: ¡es Dios! He de hacer muy bien la genuflexión, con un acto interior y exterior de adoración. He de ir lo primero al Sagrario para saludarle, cuando entro en un templo. No puedo estar charlando con los demás como si estuviera en un bar, o con las piernas cruzadas como si estuviera en el sofá. No puedo ir en chanclas, aunque haga calor. La Iglesia no es un club, ni un centro cultural, donde se vaya a debatir temas intelectuales: quizá por eso se han vaciado muchos templos y permanecen largas horas cerrados. Es un lugar de oración y adoración.

    Papa Francisco: el celebrante no es el presentador de un espectáculo, no debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como su interlocutor principal. El concilio Vaticano II invita a todo lo contrario: cancelarse a sí mismo, renunciar a ser el punto focal, para que todos juntos se dirijan hacia Cristo, que es el Oriente a donde todos debemos mirar durante la liturgia.




Renovar el estupor ante Dios

    Concilio Vaticano II: la liturgia es principalmente culto de la majestad divina. Tiene valor pedagógico si está ordenada a dar culto a Dios. Participar de la liturgia significa renovar el estupor ante Dios, un temor alegre que requiere silencio frente a la majestad divina. Todo, también las palabras del celebrante, debe ser una invitación a entrar en el Misterio (y no saludos ni comentarios superficiales). La comprensión de los misterios sagrados no es obra solo de la razón humana, sino de algo más importante: el sentido de la fe (sensus fidei) que conoce por sintonía más que por concepto, y que requiere acercarse con humildad.


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sábado, 6 de septiembre de 2025

El arte de escuchar

 


Sugerente entrevista al filósofo Francesc Torralba sobre el arte de escuchar. Escuchar es una forma de amar, de dignificar al otro, de decirle que nos interesa. Pocas cosas más crueles que la indiferencia de no querer escuchar. Anoto algunas ideas.

Para saber escuchar hay que ser humilde. El humilde reconoce que de todos puede aprender algo, y por eso escucha. Entre arrogantes no hay diálogo posible.

Los prejuicios impiden el diálogo, porque descalifican al otro sin escucharle. 

Hay que saber escuchar también a los que quizá no tienen nada nuevo que decirnos, pero necesitan ser escuchados para liberarse. La escucha puede curar heridas, si sabemos mantener una atención y un diálogo curativos, que manifiestan al otro lo mucho que vale como persona.

Escuchar no significa estar de acuerdo. Este es uno de los grandes errores promovidos en la sociedad por muchos políticos, periodistas y comunicadores, que sólo escuchan a "los suyos", y gritan a los que opinan distinto, sin saber dialogar.

El diálogo es un acto de confianza, requiere un clima de confianza. No hay diálogo cuando se se imponen con coacción los dogmas del pensamiento dominante, de lo políticamente correcto, lo que genera desconfianza e impide expresar con libertad el propio pensamiento. 

El diálogo es el medio para acercarse juntos a la verdad: escuchar con atención, valorar lo que hay de verdad en las palabras del otro. 

Es posible recuperar el arte de la verdadera conversación, del auténtico diálogo. Y para eso hay que mantener una sabia distancia de los malos políticos, de los sicarios de la comunicación, que con su griterío corrompen el diálogo social. Y saber distanciarse también del estilo de "diálogo" que predomina en muchas redes sociales, que es un insulto a la verdadera conversación. 

¿Consejos para aprender a escuchar? Darse tiempo; liberarse de prejuicios; reconocer que no se sabe todo; buscar a quienes nos pueden aportar más y escucharles; evitar interferencias de la tecnología y las redes sociales, que nos distraen la atención y por eso nos dificultan la escucha; entrenarse, dedicar tiempo a la sana conversación, un placer al alcance de todos. Y por supuesto, seleccionar a quién leo y escucho. Nos interesan cada persona, pero no tenemos tiempo vital para escuchar a todas.

sábado, 23 de agosto de 2025

Descodificando el Apocalipsis




Manuel de supervivencia para los últimos tiempos. Descodificando el Apocalipsis

Valentín Aparicio Lara. Ed Palabra


    El Apocalipsis tiene fama de ser un escrito críptico, que narra cosas terribles sobre el fin del mundo. El sacerdote y especialista en Sagrada Escritura Vicente Aparicio nos hace ver con esta obra lo equivocado de ese prejuicio. Basta entender las claves que emplea san Juan, para darse cuenta de que, lejos de ser un libro indescifrable o terrible, el Apocalipsis es un libro inspirado, el último de la Biblia, que logra su propósito:  encender la esperanza en los cristianos de todos los siglos, confiar en la promesa que Dios ha hecho a los que le son fieles, vigilar para que no se dejen arrastrar por las insidias de la bestia y del demonio, ni por el desánimo, aun en esos momentos convulsos que nos pueden parecer insuperables y próximos al fin: “Satanás será soltado de la prisión y saldrá para engañar a las naciones de los cuatro lados de la tierra.” (Ap 20, 7). 

    Hay que reconocer que no faltan motivos para identificar nuestros días con los que describe san Pablo en su segunda epístola a Timoteo, 3, 1-9: “En los últimos días se presentarán tiempos difíciles, pues los hombres serán egoístas, avariciosos, fanfarrones, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, irreligiosos, despiadados, desleales, calumniadores, desenfrenados...” Pero no hay que temer. Las palabras de Jesús más repetidas en el Evangelio, hasta 25 veces, son: “No tengáis miedo” y “Vigilad”: un buen resumen del sentido y mensaje del Apocalipsis: el bien prevalece siempre, aun cuando parezca que todo está perdido. No debemos asustarnos por las huellas del mal, ni dejarnos arrastrar por sus seducciones.

    El Apocalipsis, para un lector de hoy, es una llamada a descubrir la batalla espiritual que subyace a las convulsiones y enfrentamientos sociales y políticos, a darnos cuenta de que lo decisivo es la fiera lucha entre el bien y el mal que está en el trasfondo de todo. Hay que optar por el bien, sin temor, porque el triunfo del demonio es sólo aparente, y el bien prevalece siempre: porque Dios es el Señor de la Historia, y está con los que le aman.

    Y no sólo está cerca: está en nosotros y con nosotros. Es sugestivo descubrir que el Apocalipsis está describiendo la Misa católica tal y como era celebrada por los primeros cristianos, reunidos en torno a los Apóstoles, y la infinita riqueza de sentido que expresa. Porque, desde la Primera Misa en el Cenáculo y en la Cruz, cada Misa es una ventana abierta al cielo, en la que la liturgia de la tierra se une a la del cielo. 

    El Apocalipsis no es sólo el plan de Dios para el final de la historia, es el plan que ya ahora desea realizar en cada uno de nosotros, mediante la vida de la gracia y de los sacramentos: por eso es tan importante y decisivo cada sacramento. En cada Misa, por ejemplo, se nos da un anticipo del cielo, de la nueva creación que Dios está obrando: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

    La Sagrada Escritura es muy clara: “Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5, 17). El plan de Dios es un nuevo recomienzo, transformarnos en su Nueva Creación. Nos revestirá de luz, “porque el Señor será tu luz perpetua” (Is 60, 19). Lejos de ser un mensaje triste y que pretenda meter miedo, el final de la historia será luminoso. Los finales tristes –como escribe Valentín Aparicio- son anticristianos.

    Por tanto, el Apocalipsis no es sólo para esperarlo, sino para vivirlo. Es un manual para los últimos tiempos. Una luz que marca el Norte en la confusión actual que nos rodea. No es un libro de futuro, sino actual, que nos concierne ahora, aquí. No infunde pánico, sino que anima garantizando la victoria del bien. 

    Muy sugerentes los comentarios del autor al texto de Génesis 2, 15: “Lo colocó en el jardín para que lo guardara y cultivara.” Cultivar en hebreo significa también “servir en la liturgia”. “Guardar” no es sólo proteger un lugar para que no entren intrusos, es también “observar unos mandamientos.” Así, esa frase de Génesis que Dios dirige a Adán y Eva contiene lo que los sacerdotes han de realizar en el templo de Jerusalén: dar culto a Dios, y observar los mandamientos (Nm 3, 6-7; 18, 7). Es el sacerdocio común de los fieles, que en el desempeño de sus actividades profesionales en medio del mundo, mediante las que cuidan y mejoran la creación, transforman su trabajo en un verdadero culto a Dios, haciendo que resplandezca su gloria, como predicó el fundador del Opus Dei

    Porque el jardín del Edén era un templo, un espacio sagrado donde la humanidad vivía en Alianza o comunión con Dios. El pecado nos desterró a un mundo herido, lejos de Dios. Y desde entonces el sentimiento de la humanidad es de nostalgia: porque ya a nada de este mundo podíamos llamar casa

    Pero el Apocalipsis, última página de la Biblia, nos muestra la Nueva Creación: ahora se nos ha devuelto, con creces, el paraíso perdido. Se nos introduce de nuevo en el jardín del Edén, que es Templo. Hemos recuperado la función sacerdotal de Adán y Eva en el Paraíso. Allí hay un río de agua viva, que brota del trono de Dios y del Cordero. Y un árbol de vida y de Inmortalidad, la misma vida divina, desbordante, que Dios nos desea comunicar. Se nos muestra que la vocación originaria del hombre es la liturgia. Y que la Santa Misa nos une a la liturgia eterna del cielo, y por eso es el centro de la vida del cristiano. 

    Muy sugerentes también sus recomendaciones para vigilar: cree en el infierno; evita el pecado (porque supone pactar con la bestia); no te dejes seducir (“surgirán falsos testigos y embaucadores…”); ama a Dios con todo tu corazón (y demuéstralo con hechos); cuida la liturgia, verdadera alabanza a Dios en la que nos unimos a la liturgia celeste; vigila en lo concreto, en lo pequeño y en lo grande(aquí se ve la necesidad de buscar un buen acompañamiento espiritual en amigos fiables); persevera, sin desánimo por la extensión del mal: al final se trata sencillamente de eso: de morir cristianamente; evangeliza: los cristianos somos sal de la tierra y luz del mundo, y eso requiere hablar. 

    Como señala el autor, el Apocalipsis no es sólo para esperarlo, sino para vivirlo. Es un manual para los últimos tiempos. Una luz en la confusión que nos rodea. No es un libro sobre el futuro, sino actual. No infunde pánico, sino que anima, porque garantiza la victoria del bien. Nos enseña que paciencia y fe son las dos armas para vencer a la bestia. 

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martes, 22 de abril de 2025

El Papa de la misericordia y la esperanza


 

El Papa Francisco durante el Viernes Santo de la pandemia Covid

    Una ventaja de ser católico es la seguridad de que no estamos en el mundo por azar. Hay un Dios que nos quiere como Padre, y nos ha creado para que vivamos felices como hijos suyos. Para que esa seguridad no sea evanescente, ha fundado la Iglesia, su familia en la tierra. Como en toda familia, en la Iglesia hay una cabeza, el Papa, representante de Jesucristo, de quien recibe asistencia firme y perpetua: “Yo estaré con vosotros siempre”.

 

    De ahí la razón del cariño de los católicos al Papa, sea quien sea. Sabemos que es un hombre normal, con aciertos y errores. Pero que la promesa de Dios se cumple, y por muchos errores que pueda tener un papa, la barca de la Iglesia no se hunde. También Francisco lo sabía, y por eso quizá su frase más repetida ha sido: “No se olviden de rezar por mí.” Conocía su vulnerabilidad, su necesidad de ayuda del cielo. Lo expresaba sabiamente Ratzinger: lo único que garantiza el Espíritu Santo es que el daño (el que causamos los hombres con nuestros errores) no sea irreparable.

 

    Pienso que Francisco, por sus cualidades humanas y espirituales, está en la línea de los papas santos que la divina providencia nos ha dado en los últimos tiempos: Pablo VI, Juan XXIII, Juan Pablo II… No quedan atrás Pío XII ni Benedicto XVI.

 

    Cada Papa resalta un aspecto del cristianismo más necesario en el momento. Francisco ha resaltado la misericordia: Dios es un Padre con entrañas de misericordia hacia los más vulnerables, y nos pide que le imitemos. Gestos como el de Lampedusa abrieron los ojos a muchos ante el drama de los inmigrantes.

 

    También ha resaltado la esperanza. Hay una íntima conexión entre misericordia y esperanza. Cada acto compasivo hacia el otro nos descubre que no somos piedras que giran al azar: somos hijos de Dios, llamados a tener un corazón entrañable como el suyo. La paz no vendrá del rearme –como proclamó el Domingo pasado- sino de nuestra capacidad de perdón y misericordia hacia los demás.


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