sábado, 18 de mayo de 2013

Las pequeñas virtudes. Natalia Ginzburg

                                            


Conjunto de ensayos y relatos de la escritora italiana (1916-1991) que sorprenden por su sencillez y profundo sentido humano. Destaco tres ideas que me han llamado especialmente la atención, para invitar a la lectura íntegra del libro. Se refieren a tres de los vicios a los que puede arrastrarnos la cultura dominante, si no estamos en guardia.


El primero es el silencio, entendido en su sentido peyorativo, de aislamiento de los demás como consecuencia del individualismo egoísta. El segundo la pérdida del sentido de culpa, a la que incita la cultura del placer. Y el tercero, el afán de dominio posesión sobre cosas y personas, propio de la cultura materialista, que ignora que Dios es el único que merece ser poseído, y que nuestra mirada sobre los demás ha de ser, como la suya, una mirada de misericordia.

  

El silencio, en su sentido de aislamiento e incomunicación, es uno de los vicios más graves y extraños de nuestra época. Los que tenemos algunos años podemos dar fe del contraste entre la pronta y amigable conversación de hace pocas décadas, y la difícil comunicación actual, con gente ensimismada, “a la suya”, refractaria al diálogo enriquecedor. Mucho tiene que ver esto con la pérdida del sentido cristiano, abierto a los demás por naturaleza. Sin olvidar que el silencio tiene también un sentido positivo: ese silencio interior que necesitamos para el encuentro con uno mismo y con Dios.  El silencio que se requiere para tomar conciencia de nuestro yo, y así ser capaces de entregarlo con más plenitud. El silencio que los artistas han llamado creador.

  

Un profundo silencio, el de la incomunicación, prosigue Natalia Ginzburg, se ha ido acumulando poco a poco en nuestro interior, quizá desde pequeños, y llega un momento en que no sabemos cómo relacionarnos con los demás, cómo manifestarles nuestros sentimientos. El silencio (lo que se expresa cuando decimos “Se ha perdido el gusto por la conversación”) es falta de relación libre y normal entre los hombres, y es una enfermedad mortal. El silencio puede llegar a alcanzar una forma de infelicidad cerrada, monstruosa; optar por el silencio, encerrarse, puede llegar a ser optar por ser diabólicamente infelices, y eso lo podemos evitar, es preciso evitarlo. El silencio es un pecado, como la apatía o la lujuria.


Natalia Ginzburg

 

Para librarnos del sentimiento de culpa algunos nos proponen hacer de nuestra vida pura elección del placer: pero eso es un gran error, es vivir contra natura, porque al hombre no le es dado elegir siempre. La mayor parte de las cosas de nuestra vida no las podemos elegir: ni la cara, ni los padres, ni la hora de la muerte… La única elección que se nos permite es la elección moral: entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, entre la verdad y la mentira. 

 

Desprendimiento: somos adultos por aquel breve momento que un día nos tocó vivir, cuando miramos como por última vez todas las cosas de la tierra, y renunciamos a poseerlas, las restituimos a la voluntad de Dios. Y de pronto las cosas de la tierra se nos han aparecido en su justo lugar bajo el cielo, y también los seres humanos, y nosotros mismos, mirando desde el único lugar justo que nos es dado.

 

En ese breve momento hemos encontrado un equilibrio en nuestra vida oscilante, y nos parece que podremos encontrar siempre ese momento secreto, buscar en él las palabras para el propio oficio, nuestras palabras para el prójimo. Mirar al prójimo con la mirada adecuada y libre, no con la temerosa o despreciativa del que siempre se pregunta, en presencia del prójimo, si será su amo o su siervo.

 

En ese momento secreto nuestro hemos descubierto que en la tierra no existe verdadero dominio ni verdadera servidumbre. Y ahora buscaremos en los otros si ya les ha tocado vivir un momento idéntico, o si todavía están lejos: eso es lo que importa saber, porque en la vida de una persona ese es el momento más alto. Y es necesario que estemos con los demás teniendo los ojos puestos en el momento más alto de su destino.

 

Descubrimos que seguimos siendo tímidos, pero no nos importa, porque desde ese momento secreto encontramos facilidad para hallar las palabras adecuadas en nuestras relaciones humanas. Pero debemos recordar siempre que toda clase de encuentro con el prójimo es una acción humana, y por lo tanto, es siempre mal o bien, verdad o mentira, caridad o pecado.

 

Sufrimos ante las miradas duras que nos dirigen otros, incluso a veces nuestros propios hijos; aunque sepamos demasiado bien (por propia experiencia) el largo camino que se necesita recorrer hasta llegar a tener un poco de misericordia.

 





 










viernes, 17 de mayo de 2013

Razones para creer. André Leonard



Razones para creerAndré Leonard. Ed. Herder


Estamos ante un valioso tratado sobre la fe cristiana, fruto de largos años de  experiencia de André Leonard como profesor de metafísica y filosofía moral en la Universidad de Lovaina. Leonard muestra que, ante las exigencias de la inteligencia humana, la fe se manifiesta plenamente razonable, puede dar razón de sí misma. Y no solamente es racional, sino creíble. Creer no excluye el acto de inteligencia, sino que lo supone. 

  

Las cuatro partes en que divide el libro explican bien su contenido. Primera, la importancia de una justificación racional de la fe, que aleja tanto del riesgo de fideísmo como del seco y corto racionalismo. Segunda, las razones que podemos alcanzar con nuestra inteligencia para descubrir Dios. Tercera, las razones para creer en Jesucristo, sólidamente apoyadas en hechos históricos que la fundamentan, en contraste con otras religiones que se presentan como mitos intemporales. En el cristianismo lo definitivo no son las ideas, sino el encuentro personal con Jesucristo, que afirma ser a la vez verdadero Dios y verdadero hombre. Y cuarta, la respuesta de la fe cristiana al problema del mal.

  

La presencia masiva del mal físico en el mundo es un enigma incomprensible e incluso escandaloso, al que sólo el cristianismo da respuesta: Dios ha creado un mundo bueno y ha destinado al hombre a la felicidad, pero nos ha hecho libres porque estamos destinados a amar, y no es posible amar sin libertad. De ahí el claroscuro de la fe: Dios se nos presenta de un modo suficientemente convincente, pero no apremiante, porque quiere ser amado libremente. También los amantes se dan a conocer poco a poco, con pudor, suavemente, sin coacción. Si Dios se nos mostrara de pronto en toda su Belleza y Poder dejaríamos de ser libres.

 

Pero la libertad lleva consigo el riesgo de usarla mal, de rechazar el bien y adherirse al mal.  La rebelión angélica y humana debió ser de tal calibre que tuvo repercusión cósmica: el mal entró en el mundo como consecuencia del pecado, del rechazo de Dios, Sumo Bien.

 

Pero Dios es Amor, y no se cansa de buscarnos. Para rescatarnos del pecado ha enviado a su Hijo, que nos ha salvado mediante la Cruz. Ahora podemos descubrir -con Él y en Él- el sentido del dolor, que ya no es motivo de rebelión, sino camino de reencuentro con el Padre.

  

Dios ha iluminado el misterio del mal en Jesucristo: por eso no puede haber fe sólida en Dios si no hay fe sólida en Jesucristo. Sólo si Dios existe el problema del mal se plantea de modo agudo. Desde una perspectiva atea, ¿no es normal que el hombre, surgido evolutivamente de la jungla animal, esté poseído de un temible egoísmo?

 

Como dice san Josemaría Escrivá: “Esta es la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y con ella conquistamos la eternidad” (Surco, 887)

 

Anoto alguna otra idea que he subrayado, sin ánimo de exhaustividad:

 

La fe es transracional, se mueve en un plano que supera la capacidad de nuestra inteligencia.  Pero es razonable. Sólo así es digna tanto del sujeto de la fe (el hombre, ser inteligente que rechaza lo absurdo e irracional), como de su objeto (Dios, un Ser que supera infinitamente nuestro entendimiento, pero ha creado un mundo inteligible para nuestra inteligencia). 

 

En realidad, toda comunicación humana es transracional: hay que creer en el otro; y sin embargo es enriquecedora. Sólo es comprobable por la razón lo insignificante, sólo se puede demostrar con el método de las ciencias naturales lo que se mueve en el terreno puramente material.

 

Pero el hombre, lo sabemos bien, es más que materia, tiene una dimensión espiritual (los afectos, los sentimientos, la confianza, la sed de infinitud, de felicidad y permanencia…) Y el espíritu es imposible de reducir a comprobaciones y medidas propias del método científico, que se muestra incapaz ante lo espiritual.

 

Una prueba de que el hombre transciende la naturaleza es el lenguaje: el hombre es esencialmente metafísico. También lo prueba la autoconciencia, la percepción del yo, que transciende el dato físico. 

 

Somos libres por naturaleza, pero a la vez sabemos que no nos hemos dado esa libertad. El hombre, al contrario que los animales, es esencialmente histórico, porque la libertad forma parte de su naturaleza y es la fuente de una incesante creatividad cultural.

 

Tres rasgos hacen que Jesucristo sea un personaje único en la historia: 1) afirma que es Dios; 2) es condenado a muerte infamante por hacerse Dios; 3) unos testigos afirman, al precio de su vida, que ha resucitado de entre los muertos. 

 

1                 


   

 

A propósito del orden del universo, que deslumbra a los científicos y permite al hombre intuir a Dios, Inteligencia Creadora, Leonard comenta la carta de Einstein a Maurice Solovine, en 1952, en la que se refiere  al “milagro” del orden cósmico y  expresa su asombro metafísico ante la admirable inteligibilidad del mundo:     

 

 

“Encuentra usted curioso que yo considere la comprensibilidad del mundo como un milagro o misterio eterno. Pues bien, a priori cabría esperar un mundo caótico, que no puede en modo alguno ser aprehendido por el pensamiento. Se podría, e incluso se debería, esperar que el mundo estuviera sometido a la ley sólo en la medida en que nosotros intervenimos con nuestra inteligencia ordenadora. Se trataría de una especie de orden como el orden alfabético de las palabras de una lengua. Al contrario, la especie de orden creada, por ejemplo, por la teoría de la gravedad de Newton, es de carácter totalmente distinto. 

Porque si los axiomas de la teoría son planteados por el hombre, el éxito de una empresa de esta clase supone un orden de alto grado del mundo, objetivo que a priori nadie estaba autorizado a esperar.  Este es el milagro que se fortalece más y más con el desarrollo de nuestros conocimientos. Aquí se encuentra el punto débil de los positivistas y de los ateos profesionales, que se sienten felices porque tienen la conciencia no sólo de haber privado con todo éxito al mundo de sus dioses, sino también de haberlo despojado de sus milagros.”

 

Pero el final de la carta decepciona. Einstein renuncia a sacar las últimas consecuencias de la existencia de este “milagro”, como si esa inteligibilidad pudiera subsistir sin una inteligencia que la haya concebido y realizado: 

“Lo curioso es que hemos de contentarnos con reconocer el milagro, sin un camino legítimo para ir más allá. Me veo forzado a añadir esto expresamente, a fin de que no vaya usted a creer que, debilitado por los años, me he convertido en presa de los curas…” 

 

Pero el tema no tiene nada que ver con los curas. Es un problema de razonamiento intelectual. ¿Puede darse un inteligible sin inteligencia? En verdad las verdades científicas comprometen, y además de ver, el científico ha de querer comprometerse con las consecuencias de lo que ve. Y ahí entra en juego el gran riesgo de la libertad del hombre, que actúa libremente, pero se espera de él rectitud moral: la ciencia compromete… si uno quiere.

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El libro supone un valioso elenco de razones ante las críticas que con frecuencia se hacen en nuestros días a la fe de la Iglesia. Quizá no explica bien, a mi juicio, algunas tesis poco claras de Rhaner respecto al mal y los novísimos, y ciertas críticas suarecianas a las pruebas de santo Tomás. 

 

Una lectura muy recomendable en el Año de la Fe que está viviendo la Iglesia católica. Como ha señalado Benedicto XVI “El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia”.

 

 


viernes, 10 de mayo de 2013

Encarnación Ortega, una mujer bandera en el mundo de la moda






Páginas de amistad. Relatos en torno a Encarnita Ortega
Maite del Riego. Ed. RIALP


   Encarnación Ortega Pardo
fue una de las primeras mujeres del Opus Dei. Su vida es el relato de la forja de virtudes humanas y cristianas, con las que Dios la fue preparando desde su infancia. Sufrió las terribles consecuencias de la guerra civil, que pasó en Teruel con su familia. Durante el asedio, con sólo 16 años, sirvió como enfermera militar. 

   En 1941 asistió en Alaquàs (Valencia) a un curso de retiro que predicó el fundador del Opus Dei, san Josemaría. En esos días de intensa oración escuchó la llamada a la que Dios la venía preparando, y solicitó ser admitida en el Opus Dei. Desde entonces se entregó con pasión de enamorada a su vocación de servicio a Dios en el trabajo y en las circunstancias ordinarias de la vida. 

   En 1946 marchó a Roma, donde trabajó intensamente junto al fundador durante 15 años, ayudándole con eficacia y fidelidad en el gobierno y expansión apostólica del Opus Dei por todo el mundo. Era una mujer de temple, firme y a la vez suave, ecuánime, sin arrogancia. Inspiraba confianza. Sabía escuchar y comprender, desdramatizar y echarle humor a la vida cuando surgían complicaciones. 

   Desde 1961, de vuelta en España, su fina sensibilidad le impulsó a dedicarse a actividades relacionadas con la imagen y la moda femenina. Una actividad en la que por su buen gusto y elegancia se encontraba como pez en el agua. Deseaba también secundar el deseo de san Josemaría, que hablaba con frecuencia de la necesidad de profesionales que promovieran una moda bella, atractiva, elegante, que resaltara la dignidad de la persona

   Encarnita, como la llamaban familiarmente, estaba dotada de un gran sentido de la amistad. Este libro recoge testimonios de algunas de las numerosas personas que la recuerdan con agradecimiento por haber tenido el privilegio de tratarla, y relatan la honda huella que su trato ha dejado en ellas. A través de recuerdos de personas que la conocieron de cerca, sobre todo en los últimos años de su vida, vamos descubriendo el secreto del temple y del rico mundo interior de Encarnita. Reseño aquí sólo algunas pinceladas. 

   Elegancia, arte, belleza,…están relacionados con el respeto a los demás, con la dignidad propia y ajena. Manifestaba que hay una honda relación entre el arreglo personal, “ir bien” y el respeto a los demás. Su delicadeza y su forma de arreglarse no eran simple forma exterior, manifestaban respeto y un afecto verdadero hacia las personas. Y en el fondo de todo esto había mucho más. Su figura, su compostura, siendo naturales, tenían fuerza y contenido. Su estar llevaba a Dios

   Juanto a su amor a la belleza, Encarnita tenía el don de piedad, que nos relaciona con Dios. Y como dice Richard Harries en su libro El arte y la belleza de Dios:Cuando el amor a la belleza y el amor a Dios se combinan, el resultado puede ser de verdad intenso”. 

   Encarnita recordaba con frecuencia lo que Juan Pablo II, en la carta a los artistas, ha dejado escrito:“la belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente”. La huella de Dios está impresa en los valores estéticos verdaderos: una poesía, una buena película, una composición musical, la elegancia de una persona, la grandeza de un paisaje… 

   La ropa puede ser un elemento educativo también para los pequeños: a través de la ropa pueden aprender virtudes: buen gusto, sobriedad, orden,… 

  La importancia de arreglarse cuando se es menos joven, o en la enfermedad: Encarnita hasta el último momento trató de estar bien arreglada y presentable, hasta el punto de que los médicos se sorprendían. Con su fino sentido del humor les decía: “Una cosa es que yo esté mal, y otra que dé pena”. 

   En sus últimos años, comentaba que se arreglaba porque era ya mayor y por su enfermedad no podía ayudar con trabajos físicos. Por eso, su aportación a la familia consistía en intentar estar agradable y alegre, para que los demás no se preocuparan y se sintieran mejor…

   Este deseo de agradar le dio vitalidad hasta la muerte, aunque le costara esfuerzo. En la enfermedad hay que pensar en los demás, decía. No quería que se dijera a los que llamaban por teléfono que no se podía poner, porque era una forma de alarmar y de hacer pasar malos ratos innecesarios; se sobreponía aunque estuviese muy mal, y daba ánimos a los demás. 

   Tenía siempre esa atención constante por los demás, que le salía del fondo, como algo profundamente querido y adquirido, con la ayuda de Dios. En los ratos que pasaba en familia, nunca se quejaba de nada, ni interrumpía las conversaciones. A pesar de que tenía tanto que decir, casi siempre callaba. Hablaba si veía que el ambiente decaía, salvando la situación con oportunidad. 

   Felicidad, alegría. Decía, y lo vivía, que la gente que es feliz, pase lo que pase, es la que mueve a otros a buscar la felicidad, a imitar ese carácter y ese modo de afrontar las situaciones sencillas o complicadas. Lo deseable es que cada uno sea ese punto de referencia para los demás, porque lo necesitan tanto como nosotros mismos. 

   Comunicaba bien. Aunque llevaba guiones bien preparados a sus conferencias y charlas,  jamás los leía y utilizaba pocas citas literales. Se dirigía a la gente en un diálogo directo, adaptándose a las características del público. Procuraba introducir el tema contando una anécdota o algo que en aquellos días era tema de conversación: así captaba la atención desde el primer momento, se la seguía con interés y el contenido resultaba actual y atractivo. 

   El cielo. El cristiano no tiene miedo a pensar en el más allá, y Encarnita pensaba en el cielo. Un día detalló a una de sus amigas cómo veía su encuentro con Jesús en el Cielo: “Allí te mostrará dos imágenes, una será la de los planes que tenía para ti y la otra lo que en efecto has hecho en tu vida. Si las dos coinciden has cumplido la voluntad de Dios y recibirás el premio eterno”. Y también añadía: “Piensa qué feliz serás cuando llegues al Cielo y digas: mira, todos éstos –y ahí hizo un amplio gesto con la mano-, todas estas almas he traído para Ti”. 

   Estaba siempre disponible, dispuesta a servir. Cuando alguien le preguntó por qué nunca decía que no y siempre estaba disponible para lo que le pedían, respondió: “Es que no hay que decir que no, si se puede hacer, porque el que pide espera una respuesta afirmativa y eso es lo que agrada a Dios”. 



Opus Dei -   Fallecida en 1996 sin perder su serena sonrisa, la fama de su vida santa se ha extendido por el mundo y son muchos los que se encomiendan a su intercesión y le piden favores de todo tipo. El rico contenido de este libro ayuda a entender por qué.

sábado, 4 de mayo de 2013

Tomás de Aquino: la razón al servicio de la fe


Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrina. 
James A. Weisheilpl EUNSA 1994 



Thomas Aquinas (Sandro Botticelli, Abegg Stiftung, Riggisberg)


Este libro del dominico  canadiense James Weisheilp es quizá la mejor biografía de santo Tomás de Aquino.  Traza un cuadro detallado y riguroso de cuanto sabemos hasta la fecha sobre la vida y evolución intelectual de una de las mentes más poderosas de la historia de Occidente, con un  método histórico-crítico de gran precisión en el análisis de las fuentes.  


Tomás de Aquino (1223/4-1274)  vivió en una época que, a semejanza de la nuestra, estuvo sometida a profundas tensiones y cambios culturales. Fue un hombre santo que desde su juventud –casi desde su niñez- puso la inteligencia al servicio de la fe cristiana, mostrando  no sólo que creer es razonable, sino que a la luz de la fe nuestra mente puede avanzar segura en el  conocimiento de Dios. La Iglesia sigue viendo en santo Tomás un guía seguro para adentrarse en el conocimiento teológico sin perder el norte de la fe revelada.


Nació  en fecha incierta entre 1223 y 1224, en el castillo de Roccasecca (Italia). Con apenas 8 años, en 1231, su familia le envió para formarse a la abadía benedictina de Montecasino. En 1239, con unos 15 años, el abad convenció a sus padres para que lo enviasen a estudiar artes liberales a la universidad de Nápoles. Allí dedicó 5 años intensos al estudio, dirigido por profesores universitarios. 






Sabemos del joven Tomás que era más alto que la media en aquella época, de cierta corpulencia, tranquilo y serio para su edad, de pocas palabras, reflexivo, muy dado a la oración.


En Nápoles se formó en el aristotelismo con el maestro Pedro de Hibernia. La corte de Federico II era  un importante centro de traductores, que vertieron al latín las obras de griegos aristotélicos, Averroes y otros autores árabes. Estas obras influyeron en la formación aristotélica de Tomás antes de que conociera a san Alberto Magno, quien se había nutrido más bien de autores neoplatónicos.


Un factor decisivo para su vocación como dominico fue la relación y amistad en Nápoles con los frailes predicadores de la Orden de Santo Domingo,  que se habían establecido allí poco antes, en 1227. Su estilo de vida, el celo por las almas y la pobreza que vivían le removieron. Tomás  eligió ser dominico, y con eso frustró los planes de su familia, que esperaban verlo como benedictino prominente en la abadía de Montecasino.


Los dominicos (Orden de Frailes Predicadores) habían sido fundados en 1215 por el sacerdote español Domingo de Guzmán. Éste, en viaje con su obispo Diego de Acebes hacia Dinamarca, descubrió en el sur de Francia la devastación causada por la herejía albigense.  Los jefes de la secta, cátaros, convencían a la gente poniendo mucho interés e ingenio intelectual, y mostrando una vida pobre.  Domingo y su obispo se dieron cuenta de que los herejes sólo serían convertidos por la práctica de la pobreza evangélica, profundos conocimientos teológicos y gran celo por las almas. Así nació la Orden de Frailes Predicadores.



Aunque no se sabe con exactitud, Aquino pudo recibir el hábito dominicano en 1244, a los 19 años. Ese mismo año, en mayo, marchó de Nápoles camino de París. Probablemente los superiores dominicos veían conveniente que pusiera distancia de su poderosa familia, y por otra parte en la universidad de París podría recibir una preparación acorde con su capacidad.



Las universidades habían surgido en Europa en 1179, con el Papa Alejandro III, y a raíz del Concilio III Laterano, que declaró que toda iglesia catedral debe tener una escuela anexa y un maestro que enseñe teología y gramática al clero secular y a los estudiantes pobres.



Thomas de Aquino a Velázquez depictus (Temptatio Sancti Thomae, Museo Diocesano, Orihuela [España])


En el camino hacia París tuvo lugar el incidente del secuestro.  No hay detalles precisos.  Parece que la familia de Tomás no veía bien que entrara en una Orden que vivía de la limosna, y la madre encargó a uno de los hermanos, Reinaldo, que servía en el ejército, que se lo trajera.    Antes de llegar al castillo familiar de Rocassecca,  tuvo  lugar el episodio de la prostituta, provocado por Reinaldo y los soldados que le acompañaban, para tentar a Tomás. Es imposible que el suceso ocurriera en Roccasecca: doña Teodora, su madre, no lo hubiera tolerado. El relato del “cíngulo angélico” podría ser un recurso  simbólico de los hagiógrafos para resaltar la castidad de Tomás, que supo vencer esa prueba y toda su vida, según testimonió su confesor, vivió fielmente la virtud de la  pureza.


En Roccasecca estuvo retenido entre uno y dos años, quizá hasta el verano de 1245. No era tratado propiamente como prisionero: tenía tiempo para el estudio, la oración y hablar con su familia. También recibía la visita de otros dominicos. En ese tiempo se dedicó al estudio de la Biblia y de las Sentencias de Pedro Lombardo.  


El encierro no sólo no tuvo éxito, sino que después de muchas discusiones, Tomás convenció a su madre de que se hiciera monja: llegó a ser priora benedictina en Santa María de Capua en 1252. No parece cierta la leyenda de la fuga de Tomás, huyendo del castillo descolgándose con una soga. Lo más probable es que marchara honorablemente, con la bendición de su madre. 


Marchó finalmente a París, donde estuvo tres años. De allí fue enviado a  Colonia, para formarse con san Alberto Magno, que había creado en 1248  el Studium Generale de la Orden. Cuando Tomás descubrió la maravillosa sabiduría de san Alberto, que estaba haciendo la compilación de la enciclopedia aristotélica y dominaba todos los saberes, se dio cuenta de la gran oportunidad que se le brindaba –poder escucharle- y comenzó a ser más silencioso que nunca, más asiduo al estudio y más devoto en la oración.


En 1252 regresó a París, y  en 1256 accedió al grado de maestro en Teología, en un ambiente de grandes tensiones en la universidad por el derecho a la dotación de una segunda cátedra de los dominicos y la polémica antimendicante.  Intentó excusarse por su escasa edad y falta de preparación, pero le insistieron en someterse a la prueba de acceso.  


En medio de sus grandes temores, tuvo lugar el episodio del sueño (¿o visión?): un anciano se le aparece en sueños y le dice que no tema, porque Dios le ayudará a llevar la carga de ser maestro, y que escoja como tema de la lección el Salmo 103, 13, sobre la sabiduría divina: “Rigans montes de superioribus”: “Tu regaste las colinas desde tus altas moradas: la tierra se llenará con el fruto de tus obras”. Del mismo modo que la lluvia riega las montañas desde lo alto y forma ríos, que fluyen hacia los valles y fecundan el suelo, así también la sabiduría espiritual fluye de Dios a la mente de los oyentes por mediación de los profesores. (A esa imagen acudía también san Josemaría, al comentar la tarea que deben asumir los intelectuales: ver por ejemplo aquí ).


Tomás puso en ejercicio sus extraordinarias cualidades para el trabajo intelectual. De poderosa memoria, retenía cuanto hubiera leído una sola vez. Tenía gran capacidad de abstracción.  Cuando se concentraba en una idea o buscaba la solución a un dilema,  lo hacía con tal intensidad que perdía la noción  de cuanto sucedía a su alrededor. Para acelerar el trabajo de preparación de textos, y también por su letra poco legible, disponía de secretarios,  y era capaz de dictar simultáneamente hasta a cuatro de ellos,  sobre temas distintos y sin perder el hilo de cada dictado.





Entre 1252 y 1273 realizó prácticamente toda su monumental obra escrita.  Tan poco tiempo  (21 años, de los 49 que vivió), indica una intensa laboriosidad, sobre todo teniendo en cuenta los escasos medios de la época. Especialmente desde 1269 fue consciente de un modo más profundo de la urgencia de intensificar el apostolado de la doctrina. Se volcó de tal manera que “estaba continuamente ocupado en enseñar,  en escribir, o en predicar o en la oración, consagrando el menor tiempo posible a comer o a dormir”. Fue opinión común de quienes le conocieron que “apenas había desperdiciado un solo momento de su vida”.


Esa titánica intensidad, mantenida especialmente en los últimos cinco años, le llevó probablemente a la extenuación. Algo sucedió el 6 de diciembre de 1273  que cambió su vida. Durante la Misa se sintió súbita e intensamente mente conmovido.  Después de la Misa ya nunca más escribió ni dictó. “Todo lo que he escrito, me parece como paja comparado a lo que ahora se me ha revelado”, dijo a su secretario y confesor, Reginaldo. Poco después, el 7 de marzo de 1274, fallecía. 


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Weisheilp realiza un extraordinario trabajo de contextualización del momento histórico. Tanto las ideas como las personalidades de la historia sólo pueden ser comprendidas dentro del contexto de los tiempos en que se desarrollaron. Muchas tergiversaciones y manipulaciones ideológicas de nuestro tiempo, especialmente las relacionadas con la historia de la Iglesia,  tienen su origen en la falta de contextualización, intencionada o perezosamente omitida.


Por ejemplo, es sabido que en el siglo XIII la Cristiandad estuvo sumergida en una confusión entre los planos político y espiritual. Tomás respondió con claridad a esa confusión, en un doble plano:

                a) doctrinal: el papa, en virtud de su ministerio apostólico, es la cabeza espiritual de la Iglesia, y nada más. Cualquier otra función política o mundana es un mero accidente histórico, que puede faltar sin disminuir la naturaleza espiritual de la Iglesia.

                b) personal: rechazó cualquier beneficio que le mezclase en cuestiones de tipo temporal, que papas y eclesiásticos de la época consideraban tarea ordinaria y propia de su ministerio.


 Weisheilp realiza también un gran trabajo  de objetivación de las fuentes, ajustando con  realismo los hechos a su grado de verosimilitud. No duda en dejar  como interpretaciones simbólicas, o hechos poco probables, algunos de los relatos de tono extraordinario que han llegado hasta nosotros, si las fuentes no son suficientemente cercanas o fiables, al margen de su buena fe.


La lectura de esta biografía ayuda a repasar cuestiones filosóficas y metafísicas que están en la base de la teología, que resultan imprescindibles para avanzar sobre terreno sólido en el saber teológico.  


La gran aportación de Tomás es la metafísica. Hay algo en el universo que no es material. Si podemos decir esto, o sea, si podemos decir que “no todos los seres son materiales”, entonces surge un nuevo sujeto que se debe estudiar, que no pueden estudiar ni las matemáticas (que abstraen la materia para estudiar la materia inteligible, esto es, una cantidad mental que solo existe en la mente) ni las ciencias naturales (que abstraen la naturaleza de una especie para hacer leyes sobre hechos universales y no sobre individuos concretos). Eso sucede con la felicidad, con el amor, con Dios…


Tomás insiste en la racionalidad de la fe. Aprender, estudiar y llegar a ser expertos en las ciencias sagradas, es el medio esencial para el apostolado que el cristiano debe hacer en servicio de la Iglesia y de las almas. El estudio asiduo de la Verdad divina es requisito del apostolado de la doctrina. Contemplar a Dios en la oración y en el estudio, para dar a otros los frutos de esa contemplación.


Para Tomás, siguiendo la costumbre de la época, la mejor forma de enseñar la Sagrada Escritura consiste en las tres etapas básicas: lección+disputa+sermón. Nada es plenamente comprendido y fielmente predicado si no es primero masticado por los dientes de la disputa. El maestro, y los alumnos, deben estar preparados para mantener un intercambio de argumentos razonables,  para extraer la mejor interpretación de los pasajes de la Escritura.


En De rationibus fidei explica que la meta del misionero no debe ser demostrar la fe, porque podría ridiculizarla, sino defenderla. El cristiano debe estar preparado para demostrar que la fe católica no puede ser racionalmente refutada. No se puede demostrar, porque sería menospreciar una fe que nos excede a nosotros y a los ángeles.


Sobre las 5 vías por las que afirma que puede demostrarse la existencia de Dios, Tomás está convencido de que sirven y han llevado incluso a Platón y Aristóteles y otros paganos a conocer la existencia del verdadero Dios. Otra cosa es que estas pruebas puedan convencer a todos, porque los sentimientos entorpecen fácilmente el camino de la lógica.


Es interesante cuanto afirma sobre la felicidad y el fin último del hombre. La persona, teniendo libre albedrío y dominio de sus actos, puede pensar que su último fin consiste en lo que no lo es: riquezas, honores, fama, poder, bienestar físico, sexo,  sabiduría o alguna otra realización personal, cuando en verdad sólo  Dios, la bondad increada, puede satisfacer los más altos deseos del hombre. Dios es el verdadero objeto de la felicidad del hombre. Aquí se puede recordar con San Agustín: “nos has hecho para Ti, oh Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en Ti”.


 Aunque la escuela franciscana explica que el fundamento de la felicidad es el amor, que es una actividad de la voluntad, Tomás insiste en que el amor deriva del conocimiento. Para que el amor no sea ciego, presupone conocimiento intelectual. Por lo tanto, la felicidad consiste en la contemplación, que desborda en amor y alegría. Contrasta el intelectualismo tomista con el voluntarismo franciscano. Para Tomás, la raíz de toda verdadera felicidad consiste en la contemplación de Dios: aquí, a través de la fe; y después por la visión facial. El hombre puede ser feliz en esta vida, pero sólo si pone su meta en el conocimiento y amor de Dios.


Sin embargo, no hay que pensar que la felicidad pertenece exclusivamente al conocimiento, que es una actividad de la inteligencia, y menos en esta vida. En esta vida el amor puede aventajar con mucho a nuestro conocimiento; pero sin algo de conocimiento el amor es ciego. Por tanto, el elemento primario de la felicidad eterna es la visión beatífica de Dios, que es una actividad intelectual.


La felicidad, dice Tomás,  sólo se alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo  que el hombre disfruta imperfecta y  esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.


La felicidad en esta vida requiere rectitud de la voluntad, esto es, una vida virtuosa; y además la salud del cuerpo, un mínimo de bienes temporales y la compañía de amigos. La amistad es un don de Dios, que no puede ser ni forzada, ni comprada, ni exigida. Debe ser acertada y atesorada, porque es parte de la felicidad del hombre sobre la tierra y en el cielo, donde disfrutaremos de la compañía de los santos.


Tomás sabía ser contundente cuando lo exigía la verdad. Por ejemplo, en Contra retrahentes se muestra implacable con “la enseñanza perniciosa y errónea” de algunos maestros que intentaban  disuadir a los jóvenes de la vida religiosa, alegando la corta edad. Muestra su admiración ante los padres que facilitan la vocación de sus hijos desde pequeños, “porque las cosas que aprendemos en la niñez se nos graban más firmemente en nuestro interior”. Pensaba seguramente en su propia experiencia. Usa palabras fuertes:   “Si alguien desea contradecir mis palabras… que no lo haga parloteando ante los muchachos, sino que escriba y publique sus escritos, para que personas inteligentes puedan juzgar lo que en ellos hay  de verdad, y puedan ser capaces de impugnar lo que es falso con la autoridad de la verdad”.


Para Tomás  los salmos recapitulan toda la teología. En sus comentarios al Salterio (Salmos 1 a 54), explica que los salmos alaban todas las obras de Dios, el opus dei: la creación, el gobierno, la reparación, la glorificación. Como todas las obras de Dios se refieren a Cristo, la materia de los salmos es Cristo y sus miembros. “Todo lo referente al fin de la Encarnación está expresado claramente en esta obra, de modo que casi parece ser un Evangelio y no una profecía”. “El salterio contiene la totalidad de la Sagrada Escritura”, porque la obra de glorificación y todas las otras obras de Dios se reconocen claramente en ellos.


Tomás admite que los salmos tienen un sentido literal, se refieren a la historia judía. Pero afirma que para el cristiano es más importante el sentido espiritual, en el que personas, cosas y sucesos significan a Cristo o a su Iglesia en la tierra o en el cielo. El sentido espiritual del Antiguo Testamento es más relevante para el culto y la vida personal del cristiano que el sentido literal.


Se desprende también de la lectura de esta biografía la importancia del conocimiento del latín. Gran parte de la teología consiste en saber qué se puede decir y qué no se puede decir para preservar la verdad de la Revelación. A veces los problemas que se plantean son de gramática latina al servicio de la fe. Por ejemplo, unus (uno) se dice de Cristo, pero no unum (neutro). De ahí la importancia que la Iglesia siempre ha dado al uso del latín, que permite expresar conceptos con un significado preciso e indistinto para todos, sea cual sea el idioma particular de cada uno


El libro incluye un catálogo breve de 101 obras auténticas de santo Tomás, sobre las que también realiza un importante esfuerzo de datación y verificación.  


Para saber más, consultar el blog del profesor Enrique Alarcón, de la Universidad de Navarra.  Es el  portal de internet más completo sobre el Aquinate. 




sábado, 27 de abril de 2013

El periodista como creador de sentido. Elementos del periodismo.





Los elementos del periodismo. Bill Kovach y Tom Rosenstiel. Ed Aguilar


                La aguda crisis de credibilidad que sufre el periodismo fue detectada ya hace años en Estado Unidos. Algunos de  los mejores profesionales del país crearon un Comité de Periodistas Preocupados, y  en 1997 celebraron un encuentro en la Universidad de Harvard para analizar la situación. Este sugerente libro recoge las  conclusiones de aquel encuentro.

Se trataba de descubrir las causas del desprestigio, y definir las líneas maestras de un proyecto para recuperar la calidad del periodismo: Project for Excellence in Journalism. Querían saber si era todavía posible  rescatar el periodismo  de la creciente marea de nuevas formas de comunicación que lo contaminaban,  y por momentos parecían ahogarlo definitivamente.

El gran mundo de las comunicaciones, que la tecnología ha desarrollado de manera exponencial e inusitada, es un complejo entramado de publicidad, propaganda, entretenimiento, intercambio, comercio electrónico… 

Una pequeña pero imprescindible parte de ese entramado lo constituye  el periodismo.  Sólo el periodismo, si cumple su función propia, es capaz de aportar a la sociedad algo único: la información independiente, veraz, exacta y ecuánime que todo ciudadano necesita para ser libre. Cuando al periodismo se le pide algo diferente, no sólo se desvirtúa, sino que llega a subvertir la cultura democrática.

El relato fidedigno de hechos notables es por tanto la esencia y objetivo en el que debe centrarse el periodismo. Cuando la tecnología satura de información al ciudadano, más que nunca la función del periodismo debe ser verificar qué información es fiable, y ordenarla a fin de que los ciudadanos la capten con eficacia.

Centrarse en la labor de verificación y síntesis,  en lo cierto y relevante de una noticia, eliminar lo superfluo e irrelevante. Sobran los rumores. El periodista ha de convertirse en  creador de sentido.

Para eso el periodista debe saber distinguir qué es informar (dar relevancia a un acontecimiento para que la gente sea consciente de él) de qué es informar de la verdad (iluminar hechos ocultos y relevantes, relacionarlos entre sí y esbozar una imagen de la realidad que permita a los hombres actuar en consecuencia).

Con frecuencia el periodista, más que defender sus métodos para averiguar la verdad, ha tendido a negar la existencia de la propia verdad. Se ha refugiado en un cierto cinismo al estilo Pilatos: “¿Y qué es la verdad?”. Como mucho alega su  “imparcialidad”, demasiado subjetiva para ser creíble. Con una supuesta equidad entre dos partes de distinto peso no se es fiel a la verdad. Esa “equidad” no sustituye a la desinteresada búsqueda de la verdad, primer  principio del periodismo.


Esa actitud de cierto cinismo indolente, por desgracia habitual en bastantes periodistas y hombres públicos de relieve, deja al ciudadano con la sospecha de que se le oculta algo. Todos sabemos que la verdad es un objeto esquivo, pero también sabemos distinguir quién se acerca  a ella de manera más exhaustiva, objetiva y honrada.

El periodista debe saber responder a la pregunta que se hace el ciudadano: “De lo que me cuentan, ¿qué puedo creer?”, y aportar los elementos para que el usuario pueda valorar la fiabilidad de su información.

Hay  prácticas éticas que se han generalizado en otros ámbitos. En los congresos médicos, por ejemplo, está establecido que los autores de las ponencias indiquen expresamente si han recibido  alguna ayuda, económica o de otro tipo, de los laboratorios que producen los fármacos y métodos de tratamiento que mencionan en su intervención.  Es una práctica que a veces se olvida en el periodismo.

El periodista debe tener claro a quién debe lealtad. Olvidar que su primera lealtad es al ciudadano es corromper el periodismo, y destruir su credibilidad. En 1995, todavía el 70 % de los periodistas USA seguían pensando que trabajan para el lector, y no para su empresario. Sería interesante una encuesta actualizada.

La crisis publicitaria afloraba ya en 1980.  Desde entonces los medios han recortado sistemáticamente sus presupuestos en informativos,  y han invertido cada vez más en mercadotecnia, introduciendo prácticas que poco tienen que ver con el periodismo: dar cobertura mediática positiva a los anunciantes,  otorgarles una notoriedad de la que carecen, convertir en noticia sus promociones comerciales,… son prácticas que han deteriorado la credibilidad de los medios. 

La única forma que tiene el lector de saber si está ante una información sesgada es la transparencia. Si un artículo comienza: “Según los expertos…”, el lector tiene derecho a saber de cuántos expertos está hablando el reportero. Si se está recomendando un lugar idílico para unas vacaciones, el lector debe saber si el medio ha recibido algún tipo de ayuda de organismos relacionados con ese lugar… Si una cadena de radio o televisión tiene como objetivo favorecer determinada ideología, sería aceptable,  siempre que lo reconocieran públicamente y no ocultaran su partidismo bajo el manto de una aparente independencia.

Otro elemento de pérdida de credibilidad, a juicio de los autores del estudio, es el incremento de un “periodismo de interpretación opinativa”, que ha acabado imponiéndose al periodismo de verificación, más costoso pero más auténtico. Argumentos baratos y polarizados, hechos a base de cifras parciales o falsas, o de meros prejuicios,  que sólo aportan  ruido y provocación,  dominan abrumadoramente sobre la información veraz y fidedigna. Es un fracaso de la profesión. Y la sociedad, que sabe elegir, responde alejándose de  los medios.

Resaltan los autores que hablamos mucho de la necesaria defensa de la libertad de prensa y de expresión,  pero se nos olvida hablar de la responsabilidad de los medios, que al fin y al cabo es hablar de la responsabilidad de quienes trabajan en ellos, periodistas y directivos. Es ahí donde radica el remedio de la crisis.

El  libro constituye un buen ejercicio de reflexión para el periodista que se pregunta por el sentido de su trabajo, y  quiera mejorar su calidad. Un intento no exento de riesgos, porque la verdad compromete, y hay momentos en que uno debe asumir su propia responsabilidad sin transferirla a otros. El profesor Carlos Soria ha publicado buenos estudios sobre los dilemas éticos que cada día se plantea el periodista responsable: recomiendo éste .

Debería interesar  especialmente a empresarios y directivos de medios. Ellos marcan el rumbo, y en sus manos está que se mantenga la nave del periodismo en la dirección correcta para dirigirse hacia el periodismo-periodismo, y no derive hacia puertos bien distintos.

Buen libro también para cualquier ciudadano responsable. Con su buen sentido tiene el poder de determinar de quién se fía, de reclamar cuando se le oculta o falsea la realidad. Él es el principal interesado en que los medios recuperen su credibilidad, porque necesita una información fiable y veraz para ser libre.
               

miércoles, 24 de abril de 2013