Elegancia
y dignidad humana
“La elegancia, algo más que buenas maneras”,
es el título de un sugerente artículo que publicó en la revista “Nuestro Tiempo”
el joven filósofo Ricardo Yepes Stork, fallecido prematuramente. Acabo de releerlo, y lo resumo aquí, con algún añadido.
De la mano de los
clásicos, Yepes aporta reflexiones sustanciosas sobre uno de los frentes desde los
que se acosa hoy la dignidad humana: el feísmo y la vulgaridad en las
relaciones, que parecen negar la infinita capacidad del ser humano de alcanzar
el bien y la belleza, de convivir en armonía.
No se trata de un aspecto marginal. La estrecha relación entre elegancia y dignidad exige una serie de actitudes
que resaltan
la dignidad humana. Yepes destaca tres: la vergüenza, el pudor y la elegancia.
Con ellas, la persona es capaz de elevarse desde la fealdad a la belleza.
Son actitudes diversas,
pero inseparables. Unas sin las otras se caen. No son conceptos reservados a
las élites. Personas muy humildes las poseen, y resplandece en ellas esa belleza de la dignidad preservada.
Quien no las posee está manifestando que tiene en poca estima su dignidad, y no
será capaz de remontar el vuelo de lo zafio a lo bello.
Vergüenza
Se
siente vergüenza de lo feo presente en la persona. Sentir vergüenza es sentirse
feo por algo que aparece como indigno del propio valor. Lo indigno es
vergonzoso, incluso ofensivo, porque es irrespetuoso hacia uno mismo o hacia
los demás.
Sentimos vergüenza cuando nos vemos, o somos vistos, de un modo dolorosamente inferior a nuestro
valor, o con la intimidad tan indebidamente expuesta a miradas extrañas que
sentimos la necesidad de ponernos a cubierto, que es la actitud propia del
pudor.
Pudor
El
pudor, virtud poco conocida y muy maltratada, es una actitud profundamente
humana que sirve para preservar la dignidad. Es el amor a la propia intimidad. Es la expresión corporal del
derecho a la intimidad y a la propia dignidad. El pudor precede a la vergüenza,
porque reserva la intimidad, no la comparte con cualquiera, y por eso permite
ser intensamente dueño de uno mismo.
El pudor es la inclinación
a mantener latente lo que no debe ser mostrado, a callar lo que no debe ser
dicho, a reservar a su verdadero dueño el don que no debe ser comunicado más
que a la persona a la que se ama. Porque amar es donar la propia intimidad.
Sólo ante la persona amada somos transparentes, porque amar es darse. Si no
poseemos la intimidad no tendremos nada que dar al amado. El pudor es la
actitud, presente en gestos, vestimentas y palabras, que permite vislumbrar que
aún queda algo oculto y silenciado: la persona misma, en todo su valor.
Desnudez
Como
el cuerpo es parte de nuestra intimidad, el pudor es también resistencia a la
desnudez. Es una invitación a buscar a la persona más allá del cuerpo. Es la
resistencia a que el cuerpo sea tomado sin la persona que lo posee, como una
simple cosa. El acto de pudor es una petición de reconocimiento, como si el mirado dijera: “no me tomes por lo que
de mí ves descubierto; tómame a mí como persona”.
El
carácter sexuado del cuerpo da a la desnudez cierto carácter erótico, una
realidad natural de atracción que no se puede obviar en las relaciones humanas,
y que es origen de pautas de comportamiento entre varón y mujer: es la conducta
pudorosa, que sabe distinguir lo
oportuno de lo inoportuno, y busca
preservar la interioridad a miradas extrañas para darla sólo a quien se ama.
No
se puede ofrecer la intimidad que ya no existe porque se ha expuesto como
mercancía en venta. Lo “decente”, que significa “lo que dice bien” de la
persona, es preservar la íntima desnudez para el ser amado. Considerar esto
algo anticuado es un grave error, y
causa de no pocas crisis personales y sociales.
Elegancia y cortesía
Elegancia es la presencia de lo bello en la figura, en los
actos y movimientos, el mantenimiento de esa compostura que hace a la persona no solo digna y decente, sino
bella y hermosa ante sí y los demás.
Compostura
es ausencia de fealdad en la figura y conducta. Es la clásica “modestia”, que es la cualidad de lo
humilde, de lo no engreído, de lo que se presenta con escasez de medios. La
hermosura de lo sencillo. Es la ciencia de lo “decente” (“lo que dice bien”) en
el movimiento y costumbres de la persona. Ausencia de lo sucio y presencia de
lo limpio. Orden, saber estar, saber moverse, en el momento y con los gestos
adecuados. Quien pierde la compostura en cierto modo pierde la dignidad.
Parte de la compostura es la
cortesía, que significa tratar correcta y educadamente a
las personas (lo que implica un reconocimiento de que son dignas de buen trato). Cortesía es –dice Octavio Paz- una
escuela de sensibilidad y desinterés, que nos exige cultivar la mente y los
sentidos, aprender a sentir y hablar, y
en ciertos momentos a callar. Es cortesía omitir todo detalle que resulte
molesto, invasor, vergonzoso o irrespetuoso. El Papa Francisco alude a esto en
su carta sobre la alegría del amor.
Compostura
y cortesía exigen “arreglo”: ocuparse de uno mismo, de la propia apariencia,
cuidar la exterioridad. No se trata de artificios hipócritas, sino de un
aprendizaje humano que civiliza los instintos. Son aspectos básicos que están
en la base de la educación de la elegancia.
Tomás de Aquino es aún más
rotundo: la amabilidad es una
exigencia irrenunciable del amor, y por eso “todo ser humano está obligado a
ser afable con los que lo rodean”. Las buenas maneras transforman la
animalidad en humanidad.
Gusto y
estilo
La
compostura nos lleva a no desentonar. Pero la elegancia va más allá: además es atractiva. Ser elegante requiere
desarrollar el gusto y el estilo para llegar a ser atractivo,
adquirir la capacidad de sobrevolar por encima de lo zafio y vulgar.
Ser elegante es tener buen gusto, saber reconocer lo bello, y
eso requiere tener la mirada puesta en
un todo con el que se debe contrastar cuanto se mira. Es tener la capacidad
de reconocer las cosas bonitas o feas porque se tiene la referencia a un todo que ilumina como adecuado o
inadecuado cada cosa que miro.
Elegancia es un modo de conocer, un sentido de la belleza o fealdad de las
cosas, que se aplica no solo a la naturaleza o el arte, sino a las costumbres,
la convivencia, la conducta, las obras humanas, o a las personas mismas. Y no
es innato: depende del cultivo
espiritual que cada uno adquiera.
Belleza
Belleza
es armonía y proporción de las partes en el todo. Pero el todo de la persona es mucho
más que cuerpo y vestido. La persona que cuida su apariencia exterior con
arreglo al buen gusto está bella.
Pero ser bella, toda la persona y no sólo su exterior,
requiere que todo el ser posea la armonía y plenitud propia de lo
íntegro y proporcionado.
Una persona es bella si lo es su lenguaje, su
conducta, su conversación, sus gestos; si sabe estar y relacionarse, si sabe
convivir, si es capaz de poner en juego con constancia ese conjunto de hábitos
operativos buenos que llamamos virtudes, que nos convierten en personas agradables y atractivas.
Hay
belleza en la persona que posee perfección, porque tiende a lo que le
perfecciona, a lo bueno. Bien y belleza
se identifican. No todo perfecciona al hombre, no todo le conviene. Quien sabe
dominarse, quien busca lo mejor y se esfuerza por alcanzar lo más elevado,
aunque sea arduo, deja atrás lo feo y vulgar para recorrer el camino de la
verdadera elegancia, que lleva a la belleza
buena, esa belleza que radica en el alma y embellece a la persona entera.
Elegancia es la presencia de lo bello en la
persona. Hay belleza en una acción generosa, y fealdad en el egoísmo. Es
fea la persona avara, insolidaria, chismosa, envidiosa, lujuriosa, mentirosa,
despilfarradora… por mucho que domine los colores o sepa gesticular con las
manos.
La íntima unión de cuerpo y espíritu
no permite que engañe por mucho tiempo la aparente armonía exterior de
quien tiene el alma ennegrecida por un vicio. La belleza moral es raíz de la
verdadera belleza, porque radica en lo más profundo del ser humano. Se
manifiesta en un rostro noble y atrayente, incluso en las personas físicamente
menos agraciadas. El rostro es una gran epifanía de la persona (Levinas).
El Papa Francisco, en La alegría del amor,
dedica un tierno recuerdo a la belleza del gesto del personaje central de la
película El festín de Babette. La
generosa cocinera, al término de la magnífica cena en la que ha gastado todo lo
suyo, con la que ha conseguido hermanar y llenar de alegría a una comunidad antes
gélida y dividida, recibe un abrazo agradecido y un elogio: “¡Cómo deleitarás a
los ángeles!”. Los ángeles (y también nosotros) se deleitan con la belleza de los gestos de
amor desinteresado y alegre.
Es la belleza de quien sabe alegrar la vida a los
demás con lo que tiene a su alcance. Esa clase de belleza que comienza en el corazón y se irradia al exterior a través de una sonrisa sencilla y perfecta. Una belleza
que contemplamos cada día en tanta gente buena,
que se deleita en hacer el bien a los demás desinteresadamente. Y que no está en la vanidad de
quien se mira a sí mismo, que sólo piensa en ser amado, y no en amar.
Naturalidad
Elegancia
es la naturalidad de quien actúa
espontáneamente, con mesura, con un gusto y estilo personal que muestran una
belleza poseída desde lo más hondo de la persona. La elegancia no es mera
imitación exterior de un modelo. No es enajenarse tratando de seguir al fetiche
icónico del momento. Es expresión de un mundo auténticamente personal, propio,
poseído.
***
Quien
ama su dignidad cuidará su elegancia, y con ello añadirá a su
persona ese punto de belleza que la hace más amable y atractiva. No es
narcisismo: es una preparación para el encuentro
con los demás, una búsqueda de la nobleza humana en el convivir.
Elegancia es crear un
ámbito que está más allá de la pura utilidad: es presentación alegre y festiva de la persona, que sabe encontrar
siempre motivos para expresar alegría
por medio de la “buena presencia” y del adorno, y por eso se hace más
merecedora de la estima propia y ajena.