El manifiesto Negro.
Frederick Forsyth. Ed de Bolsillo.
Interesante y larga novela de acción y espionaje, publicada
en 1996, que el autor sitúa en una futura Rusia de finales del siglo XX y
comienzos del XXI. Campan a sus anchas por todo el país bandas mafiosas, casi
siempre dirigidas por ex miembros del KGB, con auténticos ejércitos
paramilitares a su servicio.
En esa situación caótica ha surgido un partido de
corte ultranacionalista e ideología nazi, que tiene planes secretos para convertir
de nuevo a Rusia en un totalitarismo de partido único. El plan incluye resucitar
los gulags de Stalin y del comunismo soviético, para encerrar y silenciar a
todo el que se atreva a disentir. Y ese partido está a punto de ganar las elecciones
democráticamente.
Monk, agente de la CIA retirado del servicio, y sir
Irvine, antiguo jefe del espionaje británico, ya jubilado pero bien
relacionado, actúan extraoficialmente para impedir que el líder de ese partido,
Komarov, y su cruel jefe de seguridad, el coronel Grighin, lleven a cabo sus
propósitos.
La primera parte de la novela es bastante verosímil,
la segunda menos creíble. Sin embargo, me parece sugerente la puesta en escena
del terrible poder de las técnicas de desinformación, capaces de arruinar el
genuino valor democrático de unas elecciones, porque falsean la verdad sobre
los contendientes, sus programas y sus verdaderos propósitos. Sin información veraz
no hay democracia posible.
Forsyth
dedica buena parte de la trama a esa perversión de la democracia, empleada con
ignominiosa y desvergonzada normalidad por tantos políticos y directores de
comunicación o de campaña en la vida real. Cuando se confunde la capacidad de
persuasión con la mentira, y la política con el arte de pronunciar palabras
embaucadoras y falsas, el resultado es toda una floración de personajes que hacen
del engaño la herramienta más útil para su negocio particular, y convierten el
bien común en una palabra tan vacía como mentirosa.
En ese ambiente es difícil encontrar hombres de
palabra, que dicen verdad y hacen lo que dicen, y por eso se convierten en personas dignas de confianza. Ya solo hay “hombres de palabras”, sofistas especializados
en decir muchas palabras que suenen bien a sabiendas de que no piensan cumplirlas. “El director de
comunicación del presidente Komarov –escribe Forsyth- era, como muchos políticos
y abogados, un hombre de palabras, porque
estaba convencido de que no había problemas que estas no pudieran resolver.”
Pero esa corrupción de la sofística no sucedía sólo
en Rusia. Si el sistema de propaganda comunista era especialista en engañar y envenenarla convivencia con sus tácticas, de una manera sutil la desinformación florecía
también en Occidente, como describe Forsyth: “Las relaciones públicas, que en
Rusia se llamaban propaganda, en USA constituían una industria multimillonaria,
capaz de convertir en celebridad al más lerdo, en sabio al más tonto.”
La realidad actual, como se ve, no es muy diferente
de la que el autor situaba en su novela en el entonces futuro año 2000. Y mueve
al lector a abrir los ojos para no dejarse embaucar, y a trabajar para cambiar
esos vicios perversos en el mundo de la comunicación, que es el de todos. Porque
sin aprecio a la verdad no hay democracia que dure largo tiempo. Un aprecio a la verdad que los
ciudadanos deberían hacer valer cada día.
Sin
raíces: Europa. Relativismo. Cristianismo. Islam. Marcello Pera. Joseph
Ratzinger. Ed Atalaya.
El
senador italiano Marcelo Pera -que fue presidente del Senado de su país- y el
cardenal Ratzinger –más tarde Benedicto XVI- analizaron en este libro, desde
sus distintas perspectivas, la preocupante situación de Europa, un continente
cuyos líderes parecen perdidos al haber renegado de sus raíces cristianas.
Un
amplio número de gobernantes europeos niega la existencia de valores
universales, y se somete al imperio de un lenguaje tan “políticamente correcto”
que les impide conocer la realidad, con el consiguiente perjuicio para los
ciudadanos.
El
oscurecimiento de la realidad lleva por ejemplo a autodenominar “legislaciones laicas”
a leyes agresiva y dogmáticamente laicistas. El “Dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios” termina por convertirse en un rechazo frontal
incluso a la simple mención de Dios en la vida pública.
Marcelo
Pera, además de político y hombre de Estado, es un pensador, profesor de filosofía de la
ciencia. Joseph Ratzinger, por su parte, es teólogo, y una de las mentes más
preclaras de nuestro tiempo. Parten de esas dos ópticas distintas, pero la
poderosa categoría intelectual de ambos les lleva a identificar las mismas
causas y posibles remedios a la triste situación de Europa, a la que juzgan en
irremisible decadencia si no corrige su rumbo.
Esa
Europa que ahora parece una gran Babilonia, sin norte y caótica en sus
directrices, sólo sobrevivirá, afirman, si no pierde la conciencia de los valores
morales compartidos e intangibles, que hicieron posible el surgimiento de nuestra
civilización. Renunciar a esos principios para sumergirse en el relativismo supondría
la autodestrucción de la conciencia europea y el vaciamiento de su identidad.
Entre
las propuestas que tanto Ratzinger como Marcelo Pera consideran que la
Constitución de Europa debería recoger con nitidez destaco estas tres:
1.Presentación
clara y sin condiciones de la dignidad
de la persona y los derechos humanos como valores que preceden a cualquier
jurisdicción estatal. No son derechos creados por el legislador ni
otorgados a los ciudadanos, sino que existen por derecho propio, el legislador
ha de respetarlos siempre, son valores de orden superior. Existen amenazas muy
reales contra este principio hoy en día, especialmente en el campo de la medicina: manipulación genética, clonación, conservación de fetos humanos con fines de
investigación, eutanasia y eugenesia…
2.Definición clara de matrimonio y
familia: matrimonio monogámico, de un hombre con una mujer,
célula en la formación de la comunidad estatal.Matrimonio y familia forman parte de la identidad europea, le han dado
su rostro particular y su humanidad. Si esa célula básica cambiase
esencialmente, Europa dejaría de ser Europa. Sabemos que tanto el matrimonio
como la familia están siendo atacados brutalmente en su base. Políticas
fiscales que penalizan la unión matrimonial y desalientan la natalidad; dificultad
de acceso a la vivienda de los más jóvenes; facilidad del divorcio; pretensión
de un reconocimiento de las uniones homosexuales como equiparables al
matrimonio: esto, afirman, nos saca de la historia moral de la humanidad, que hasta
ahora nunca ha olvidado que matrimonio esencialmente es la unión de un hombre
con una mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de
discriminación, sino de lo que es la persona humana en cuanto hombre y en
cuanto mujer, y qué unión puede recibir la forma jurídica llamada matrimonio.
Equiparar la unión homosexual al matrimonio es disolver la imagen del hombre, y
tiene unas consecuencias morales y sociales graves.
3.La cuestión religiosa:
es preciso reconocer el respeto a lo que para el otro es sagrado en el sentido
más alto: o sea, el respeto a Dios. Ese respeto es lícito suponerlo también en
el que no está dispuesto a creer en Dios. De hecho, se respeta la fe de Israel,
y se multa a quienes la ofenden. También se multa a quien ofende al Islam. Pero
cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, parece que
cambia el enfoque: ahí el bien supremo es la libertad de opinión, y limitarla
sería amenazar la tolerancia y la libertad.Pero la libertad de opinión tiene justo ese límite: no puede destruir la
dignidad y el honor del otro. No es libertad para mentir o destruir los
derechos humanos.
Al
no reconocer estos y otros principios esenciales, el llamado Tratado
constitucional ha quedado en un texto poco claro, que suscita controversias, y
que decaerá si no se corrige: no podrá sostenerse mucho tiempo sobre terreno incierto y desenraizado.
Como
esperanza, Marcelo Pera y Ratzinger coinciden en que el destino de una sociedad depende
siempre de minorías creativas que sepan asumir sus responsabilidades. Minorías
que actúen como fermento en Europa y en cada una de las naciones que la componen,
mostrando los puntos inconsistentes, la razonabilidad de sus propuestas para hacer viable el entendimiento y mejorar la convivencia, y no dejándose someter a las imposiciones -tan dogmáticas como inhumanas-
del relativismo y del laicismo ateo.
En las afueras de Jericó. Recuerdos
de los años con san Josemaría y san Juan Pablo II.
Julián Herranz. Ed. Rialp
El cardenal Julián Herranz nació en Baena (Córdoba)
en 1930, se licenció en Medicina, y desde 1953 se formó en Roma junto al
fundador del Opus Dei. Después de realizar los estudios teológicos, en 1955
recibió la ordenación sacerdotal y pasó a formar parte del clero de la
prelatura. Durante más de veinte años colaboró con san Josemaría Escrivá en la
sede central del Opus Dei.
Doctorado en Derecho Canónico, en 1960 fue llamado para
trabajar al servicio de la Santa Sede. Intervino en el Concilio Vaticano II
como experto para la reforma legislativa de la Iglesia. Ha colaborado con todos
los papas desde san Juan XXIII hasta Francisco. Desde 1994 fue Presidente del
Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y de la Comisión disciplinar de
la Curia romana.
El cardenal Herranz ha tenido el privilegio poco
común de conocer y tratar a seis grandes papas, tres de ellos canonizados y
otro, Juan Pablo I, declarado Venerable por Francisco. De ellos, trató con
especial intensidad a san Juan Pablo II, a quien conoció ya desde los trabajos
conciliares del Vaticano II y fue quien le hizo cardenal. Conoce de cerca las enormes
dificultades que pesan sobre los hombros del Obispo de Roma, y cómo han vivido
todos ellos entregados a su ministerio, guiados por el deseo de servir
fielmente a la Iglesia.
Ese mismo deseo lo vio hecho vida en san Josemaría,
de quien aprendió a manifestar “con obras y de verdad” el amor a la Iglesia.
Por eso, como señala en el prólogo, más que un libro autobiográfico, esta obra
es “un testimonio de gratitud hacia dos hombres santos –san Josemaría y san
Juan Pablo II- cuya cercanía espiritual me ha proporcionado luz y fuerza para
contemplar serenamente las vicisitudes narradas.”
En sus recuerdos nos ofrece un emocionado y lúcido repaso
a las experiencias vividas en esos intensos años de historia de la Iglesia, y a
sus encuentros con sus principales protagonistas, junto a los que sin duda el
mismo Herranz ha tenido también un papel significativo. Testigo tanto de la
intensa vida de la Iglesia como del desarrollo apostólico del Opus Dei, sus
puntuales recuerdos dan luz sobre sucesos de la vida eclesiástica en torno a los
que existían versiones controvertidas.
En el libro destacan a mi juicio tres aspectos. El
primero, el sentido sobrenatural con que enfoca situaciones que se prestarían a
interpretaciones demasiado humanas. Herranz tiene la conciencia clara de que es
el Espíritu Santo quien rige los destinos de la Iglesia. Ese sentido
sobrenatural le lleva a salvar las intenciones de las personas y pasar por
encima de diferencias de criterio de unos y otros: toda mirada humana es limitada,
y una misma realidad a unos les puede parecer cóncava y a otros convexa, según
la posición desde la que observen. El sentido sobrenatural lleva a Herranz a
aplicar la máxima de san Agustín: “En lo esencial unidad, en lo dudoso
libertad, en todo caridad.”
El segundo aspecto destacable pienso que es su
discreción, la ausencia de protagonismo, propia de quien intenta hacer suyo el
lema de “servir al Señor en su Iglesia sin hacer ruido.” Herranz deja caer la
frase del poeta francés Paul Verlaine: “Dadme el silencio y el amor al misterio.”
Esa ausencia de afán de protagonismo, tan relacionada con la humildad, se
percibe en una contenida narración de los sucesos, que –siendo precisa y
transparente- no va más allá de lo que estima prudente para el bien de las
personas. Mantiene lejos el funesto morbo presente en algunas desinformaciones
sobre la vida de la Iglesia, que tanto engaño produce en quienes lo dejan crecer en
su apreciación de la realidad.
Y un tercer aspecto es el alma de poeta del autor.
El cardenal Herranz es aficionado al montañismo, y en la contemplación de los grandes
paisajes naturales encuentra inspiración para su actitud ante la vida. Esa alma
de poeta, que se recrea en la contemplación, aflora también en muchos pasajes
de sus recuerdos, que se convierten en sutiles invitaciones a la contemplación
de la belleza en cuanto nos rodea, porque ese es el camino para elevar la mente
y el espíritu a la Belleza Suprema: “De la belleza de Dios deriva toda belleza
creada: se ha de contemplar y amar la belleza de los cuerpos, del arte, de la
música, de la poesía, de la naturaleza, pero también y sobre todo la belleza
eterna de Dios.”
Otro de sus libros, Atajos de silencio, está
inspirado en sus paseos por el monte y lo ha dedicado expresamente al valor de
la contemplación. Cuando nos detenemos sorprendidos en la contemplación de un
paisaje nos estamos preparando también para elevar el espíritu a la
contemplación de Dios. Porque Dios se nos manifiesta de mil modos: en una bella
puesta de sol, en un gesto de bondad, en una sonrisa agradecida…
Del mismo modo, Dios se nos manifiesta singularmente
en la vida de los santos:“Cum Maria contemplemur Cristi vultum! En los santos,
Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro (Lumen
Gentium, 50).”
Por eso los recuerdos de Herranz se detienen sobre
todo en los dos personajes que más huella han dejado en su vida: san Josemaría
y san Juan Pablo II. Es consciente de que Dios le pedirá cuenta del privilegio
de haber tratado con tan estrecha cercanía a dos personas en cuyas vidas era
posible reconocer el rostro amable del Padre.
Herranz aporta significativas reflexiones al hilo de
acontecimientos y anécdotas. Así, cuando constata el gran problema de la cultura
actual, la ausencia de Dios, recuerda lo aprendido de san Josemaría: “Vivir
como si Dios no existiese es una subcultura paganizante: hay un quid divinum
escondido en las situaciones más comunes, que cada uno debe descubrir, mantener
y enseñar.”
No podemos vivir como si no hubiese sucedido la
portentosa Encarnación del Hijo de Dios: “La irrupción de Dios hecho hombre en
el tiempo y en el espacio ha partido en dos la historia de lo creado: “Et
Verbum caro factum est, et habitabit in nobis”. Esa asombrosa inserción del
eterno en lo temporal puede dinamizar, hasta santificarla por completo, mi
propia vida: eso es lo que san Josemaría nos hace comprender.”
Reflexiona también sobre la enseñanza del fundador del Opus Dei acerca del espíritu de santificación del trabajo, que ve providencial
para el mundo actual y el futuro de la construcción social: “Santificar el trabajo, santificarse en él y
santificar con él a los demás, es el
medio con el que el hombre será capaz de plasmar en la faz de la tierra su
rostro espiritual.”
Es significativo el comentario que san Juan Pablo II
hizo a Herranz cuando le nombró Presidente de su Consejo Legislativo: “Yo
espero que usted trabaje con el espíritu de Escrivá.”
El título del libro -En las afueras de Jericó- evoca la
curación del ciego Bartimeo por Jesús (Mc, 10, 46-52). “¡Señor, que vea!”. Un
pasaje muchas veces predicado por san Josemaría, que lo empleaba en su diálogo
personal con Dios: “Señor, que yo vea lo que Tú quieres de mí!”
Sin
duda Herranz ha hecho suya también muchas veces esa plegaria, pidiendo ver en
el ajetreado y a veces oscuro marco de tiempo que abarca el libro: “Luces y
sombras, momentos opacos de ceguera humana y otros radiantes, iluminados por la
presencia y la palabra de Cristo. Como aquel día en las afueras de Jericó.”
Jesús
a veces parece que no oye, y además muchos intentan acallar la voz del que reza
“¡Cállate, no des voces…!” Pero Bartimeo insiste con más energía… y Jesús
realiza el milagro: “Ve, tu fe te ha salvado.” Y lo primero que vio fue “el
rostro sonriente de Jesús”.
Quizá
esa sea una buena conclusión para el lector: más allá de sabrosas anécdotas,
más allá de claroscuros eclesiales, te queda la íntima convicción de que Dios
rige los destinos de su Iglesia y del mundo, y siempre envía personas santas,
dispuestas a escucharle y hacer su Voluntad en la tierra.
El imperio de los
dragones. Valerio Massimo Manfredi. Ed Grijalbo.
Novela histórica basada en la leyenda de la legión
perdida, que supuestamente escapó a la gran matanza de romanos a manos de los
persas, en Cade, en el año 53 a.C. Según dicha leyenda, los restos de la legión
habrían llegado hasta los confines del imperio chino durante la dinastía Han, y
se establecerían en aquella región.
La acción transcurre tres siglos después. Un alto
mando del ejército romano, Metelo, con apenas 12 soldados más de la guardia del
emperador, sobrevive a un ataque a traición de Sapor I de Persia al emperador
Valeriano, que es hecho prisionero cuando se dirigía a una entrevista pactada
con Sapor. Llevados al interior de Persia y condenados a trabajos forzados en
condiciones miserables, muere Valeriano, pero los demás consiguen escapar. Un
misterioso personaje les sigue a distancia.
Con la ayuda providencial de Daruma, un comerciante
indio que hace la ruta de la seda entre Oriente y Occidente, que esperaba al
personaje misterioso, consiguen cruzar fronteras y llegar hasta China. Allí les
espera una formidable aventura, pues el misterioso acompañante es un príncipe
de la dinastía Han a quien intentan arrebatar el trono. Los romanos le ayudarán
a rescatarlo.
El valor de la novela a mi juicio son las recreaciones
de lo que debió ser la vida y la cultura en los lugares por los que trascurre
la acción: forma de viajar, uso de las armas, costumbres y tradiciones,… tanto entre
los romanos como entre persas y chinos. Se nota la condición de arqueólogo del
autor, y también su dominio de la topografía del mundo antiguo, materia en la
que es especialista.
Manfredi recuerda, en nota al final del libro, que
toda la trama es fruto de su imaginación, y que la llegada de soldados romanos
a un lugar tan lejano, aunque no puede excluirse a priori, debería basarse en
documentación más consistente.
Sin embargo, nos informa también de que sí existen
documentos fehacientes respecto al viaje que emprendió un mariscal chino en el
año 97 y 98 después de Cristo, para restablecer el orden y la seguridad en la Ruta de la Seda. Llegó hasta el mar Caspio, y desde allí envió a su ayudante
para entrevistarse con el emperador romano, pues los chinos tenían noticias del
Imperio mítico de occidente al que llamaban Gan Ying.
Cuando ya estaban muy cerca de la frontera, sus
guías persas, temerosos de un pacto directo entre China y Roma, que haría
perder el papel de intermediarios a los persas, engañaron al emisario chino con
las distancias, asegurándole que aún faltaban semanas e incluso meses hasta la
frontera. Esto desanimó al enviado, que decidió regresar a su tierra.
Quién sabe el impacto histórico que hubiera tenido
ese encuentro entre las dos civilizaciones más grandes del momento. Al parecer
tanto China como Roma tenían muchas cosas en común: la organización de las
fuerzas armadas, las colonias militares, el sistema de comunicaciones, la
manera de medir y dividir la tierra, la idea de frontera y amurallamiento.
Quizá incluso tenían los mismos enemigos en ese momento: los hunos, llamados
asípor los romanos, que bien podrían
ser aquellos a quienes los chinos llamaban Xiong Un, bárbaros que les atacaban
por el norte.
Manfredi resalta que China, al contrario que Roma,
ha sobrevivido cuatro milenios con su tradición, su civilización y su cohesión
estatal. Pero quizá olvida que Roma, aunque desapareció como Estado, fue la
cuna que meció los primeros respiros del cristianismo, y ha brindado a
Occidente y a todo el mundo una base sobre la que construir y desarrollar la
más lograda civilización que nunca vieron los siglos, a pesar de los pesares.
La novela del matrimonio.
Leon Tolstoi. Ed. Del Bronce.
Con el sugerente título original de Felicidad
conyugal, se trata de una novela corta sobre la historia de amor entre una
joven huérfana, María Alexandrovna, y Serguei Mijailovic, un amigo de su
difunto padre, encargado por éste de cuidar del patrimonio familiar.
Pronto surge entre ellos un sentimiento que va más
allá de la amistad, del agradecimiento por la protección cuasi paternal y del
desvelo protector hacia la niña tutelada. Y contraen matrimonio con un futuro
prometedor de felicidad y paz.
Pero la ingenuidad de la joven María Alexandrovna y su desconocimiento del mundo –nunca ha salido de la aldea natal-
no podían dejar de provocar dificultades e incomprensiones con la actitud ante
la vida de Serguei Mijailovic, un hombre de mundo ya maduro que aspira a que
nada turbe la paz familiar y la confianza mutua.
La serenidad de los primeros meses de matrimonio se
ve turbada cuando María insiste en conocer la alta sociedad de San Petersburgo
y Moscú.Serguei accede, aunque sabe que
la frivolidad y superficialidad de ese ambiente harán daño a María.
La joven triunfa por su belleza y buen hacer en
todos los salones. Su éxito la llena de orgullo, y empieza a mirar de otro modo
a su marido, con cierta suficiencia que antes le era desconocida.
Serguei, fino escrutador, percibe ese cambio, que le
hiere, pero opta por el silencio y deja hacer libremente a su mujer, accediendo
a cuanto desea a sabiendas del daño que se puede hacer a sí misma.
Surge así el gran problema de todo matrimonio: la
incomprensión, los celos, el daño de las palabras no dichas, de las miradas de
reproche, de las peticiones de perdón que no llegan a efectuarse por la
cerrazón del otro. Pero esas decepciones y heridas son a veces el camino
necesario para que el amor llegue a ser verdadero.
Escrita en 1858, cuando tenía 30 años, se trata de
una de las novelas más bellas de Leon Tolstoi, aunque no tan conocida como las monumentales Ana
Karenina o Guerra y Paz. De estilo cuidado y calidad literaria, perfila con
acierto y verosimilitud la psicología de los personajes, probablemente con
acentos autobiográficos. Ayuda a reflexionar sobre la propia conducta en las
relaciones interpersonales en el matrimonio. Recomendable para intentar no caer
en errores frecuentes entre las parejas.
Pedro Casciaro. Hasta la última gota.
Ed. Rialp. Rafael Fiol
Pedro Casciaro
fue uno de los primeros jóvenes que siguieron a san Josemaría en el Opus Dei. Formado
junto a él en los durísimos años de la guerra civil y postguerra española, le
ayudó en la puesta en marcha de la primera obra corporativa en Madrid y en la primera expansión del Opus Dei. Fue el
primer director de la Residencia Universitaria Samaniego, de Valencia. Ordenado sacerdote en 1946, en 1948
marchó a México, para iniciar el trabajo apostólico de la Obra, extendiendo entre todo tipo de personas el mensaje de la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria.
Un ejemplo cercano
En este sugerente
libro, Rafael Fiol, que trabajó muchos años junto a Casciaro en México, nos
narra algunos de los hitos de su vida, pero sobre todo ahonda en su
personalidad, tratando de encontrar la raíz de su generosa respuesta a la
llamada de Dios. Su vida, asegura, fue un esfuerzo continuo por identificarse
con la Voluntad de Dios, desde el primer momento de su entrega en el Opus Dei.
El relato, repleto de sucesos y anécdotas entrañables, recoge
también testimonios de numerosas personas que trataron con Casciaro. Nos va
dibujando el temple humano y sobrenatural de una personalidad rica y singular,
que lucha para superar sus defectos y se va forjando bajo la orientación sabia
y santa de san Josemaría.
La narración nos
permite contemplar un ejemplo cercano de fe y audacia, y también de optimismo y
buen humor, con la humildad propia de quien no se considera importante y por
eso sabe reírse de sí mismo. Casciaro destacaba desde la adolescencia por su
espíritu de iniciativa, sabía asumir responsabilidades y tenía dotes de
gobierno, al parecer heredados especialmente de su abuelo. Dejó escrito en el
guión de una clase sobre el gobierno: “La capacidad de decisión está
íntimamente unida con el espíritu de sacrificio, porque escoger –con
conciencia- significa renunciar.”
Amar a Jesucristo con obras y de
verdad
Vemos también a un
hombre dispuesto a hacer locuras para llevar a Jesucristo a todos los rincones
del mundo, emprendiendo proyectos que con ojos humanos parecerían
imprudentes.
Es significativa
la anécdota con don Marcelino Olaechea, que fue arzobispo de Valencia y gran amigo
de san Josemaría. Casciaro le acompaña en el acto en que el papa san Pablo VI inaugura
un Centro de Formación para la Juventud Trabajadora en Roma, que el Opus Dei puso
en marcha en unos momentos en que todavía eran muy pocos los miembros de la
Obra en Italia: “¡Estáis locos!...
–le dice al oído con cariño el arzobispo- estáis
locos, pero de Amor de Dios, como vuestro fundador, que os ha pegado a todos su
locura divina.”
san Pablo VI y san Josemaría, el día de la inauguración del Centro ELIS en Roma
Esa locura le
llevará a iniciativas semejantes en México, como la puesta en marcha, sin
recursos humanos, de varios centros de formación para mujeres y hombres del
campo aprovechando las ruinas de Montefalco, una antigua finca incendiada y
abandonada durante la revolución mexicana.
Venciendo todo
tipo de dificultades, Montefalco se convirtió pronto en un foco de progreso
humano y cristiano, que ha logrado una transformación notable en la calidad
de vida de toda la comarca. Como ésta, muchas otras iniciativas apostólicas en
tierras mexicanas se deben a su impulso lleno de fe y valentía.
Finura de espíritu
Fiol destaca un
rasgo atractivo de la personalidad de Casciaro: la finura de espíritu, “una
actitud moral que consiste esencialmente en la atención al otro. Esta cualidad perfecciona el espíritu humano,
haciéndolo cada vez más delicado. Efectivamente, la persona fina
no solo es moralmente recta, sino que capta, percibe con delicadeza, los
detalles. Pedro tenía esta virtud, porque se volcaba en una
atención activa a los demás. Y sin duda el trato con Dios deja finura en el alma.”
Aprendió de san
Josemaría a formar a las personas que tenía al lado. “Tenía la virtud de sacar
el lado positivo y las virtudes de las personas que colaboraban con él.” La
conciencia de su responsabilidad para transmitir el espíritu que había
aprendido del fundador le llevaba a corregir con prontitud y firmeza, pero “decía las cosas con un entrañable estilo de
afecto y fino humor. Sabía crear a su alrededor un clima de paz, de
tranquilidad, de alegría, de buen humor, de espontaneidad, de cariño, de
afabilidad, de educación, de altura humana y sobrenatural, que hacía la
convivencia muy grata, y que transmitía a todos entusiasmo por la Obra y la
labor apostólica.”
Una personalidad liberal e
independiente
Pedro Casciaro
había nacido en Murcia en 1915, donde hizo sus primeros estudios. A los 10 años
su padre obtuvo la plaza de catedrático de instituto en Albacete, y se trasladó
allí con su familia. En 1931, con 16 años, se trasladó a Madrid para estudiar
Matemáticas y Arquitectura: una orientación profesional que cuadraba muy bien
con sus talentos y aficiones: tenía fina sensibilidad artística y genio
creativo. Era además muy independiente, y había sido educado por sus padres con
planteamientos liberales y una superficial formación religiosa.
En enero de 1935
conoció a san Josemaría, joven sacerdote de 33 años. Ese encuentro transformó
su vida: le cautivaron su trato sencillo y cordial, su cultura y su sincera
piedad. Al acabar la conversación le salió espontáneo pedirle que fuera su
director espiritual, a pesar de que nunca lo había tenido ni sabía muy bien en
qué consistía. En noviembre de ese mismo año pidió ser admitido en el Opus Dei.
Toda su vida, el desarrollo de su rica personalidad –en lo humano y en lo
sobrenatural- estaría marcada desde ese momento por la huella que dejó en su
alma joven el trato estrecho con el fundador.
Al estallar la
guerra civil española Pedro se encontraba pasando unos días con sus abuelos en
la finca que poseían en Torrevieja. Su padre, concejal republicano, fue
encarcelado en Albacete por los sublevados, pero al ser conquistada la ciudad
por tropas republicanas fue liberado y nombrado presidente del Frente Popular
de la provincia. Hombre recto, intentó detener la tremenda represión que se
desató contra la Iglesia, y logró salvar varias vidas de sacerdotes y
religiosas. Salvó también de la destrucción numerosas obras de arte religiosas,
entre otras la imagen de la Patrona de Albacete, la Virgen de los Llanos.
Destinado a
Valencia para servir al ejército republicano, el joven Casciaro desertó para
unirse a san Josemaría y otros miembros de la Obra en su huida hacia la libertad a través de los Pirineos. Una aventura fascinante, en la que se jugó
la vida con una desenvoltura y valentía solo explicables por la ayuda del
cielo.
En Andorra junto al fundador tras lograr pasar a Francia en busca de la libertad
Mente y corazón universales
Casciaro
se sintió ya protagonista de una aventura sobrenatural, incluso antes de haber
solicitado ser de la Obra. Contaba que durante los días de vacaciones en Torrevieja
“la semilla de la
universalidad [de la Obra] ya estaba germinando, porque recuerdo que
contemplaba con rara nostalgia los vapores que zarpaban del puerto, cargados de
sal y con rumbo a países para mí desconocidos. Al mismo tiempo me preguntaba
cómo llegarían a ser compatibles las exigencias de la familia y de mi futura
profesión con el deseo de participar de alguna manera en la expansión de
aquella inquietud apostólica, que las conversaciones con el Padre habían
sembrado en mi alma (...).
En cuanto a la expansión del Opus Dei, no reflexioné entonces demasiado.
Era algo que formaba parte de la fe que sentía en las palabras del Padre. Quizá
consideraba al principio esa expansión geográfica como una serie de
realizaciones lejanas que apenas llegaría a ver en mi vida. Y sin embargo, ya
entonces el Padre nos decía: «Soñad y os quedaréis cortos». La realidad se
encargó de hacerme ver que, a pesar de haber sido bastante soñador en mi
juventud, mis sueños se quedaron verdaderamente cortos.” Con ese título -Soñad y
os quedaréis cortos- Casciaro publicó un apasionante libro de memorias.
don Pedro Casciaro en México
Guadalupano
Parte
del secreto de Casciaro para afrontar con valentía y magnanimidad retos y
dificultades de todo tipo está sin duda en su devoción a la Virgen, siguiendo la huella de san Josemaría. Se aplicaba
como dichas para sí las palabras de la Guadalupana al indio Juan Diego: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿Acaso
no estás bajo mi sombra y amparo? ¿No soy tu salud? (…) ¿Qué has menester?”
Del
trato filial y confiado con Dios y con la Virgen sacó las fuerzas para
entregarse generosamente a Él y al prójimo, “hasta la última gota.”
Una
novela policíaca que engancha, primera de la serie iniciada por Verdon con
David Gurney como protagonista. A esta siguieron otras, la última El ángel
negro, publicada en noviembre de 2020.
Un
detective jubilado atiende la petición de ayuda de un antiguo compañero de
estudios que está recibiendo unas misteriosas cartas amenazadoras. La pasión
por su trabajo de detective le lleva a aceptar ayudarle.
Bien
descritas las conductas psicológicas de los diversos personajes, especialmente
las relaciones del policía con Madeleine, su esposa, y sus hijos, a los que no
siempre ha sabido prestar la atención que hubiera sido necesaria. Madeleine es
una mujer fuerte, en la que el policía encuentra apoyo para su vulnerabilidad.
Y es una mujer inteligente, honesta e intuitiva, cualidades que la acaban
convirtiendo en coprotagonista de la narración.
Como
el propio Verdon ha explicado, en sus libros afronta cuestiones como la
empatía, la culpa, la responsabilidad de los padres, o el daño que producen en
las personas las “narrativas falsas”, es decir, el mentir con objeto de “tener
más”, que acaba convirtiéndose en un terrible “ser menos”.
Verdon,
que antes de jubilarse se había dedicado a la escritura publicitaria, comenzó a
interarse por la novela policíaca gracias a su afición a las obras de Conan
Doyle y otros clásicos de la novela negra y de misterio.
Las
historias de detectives, ha declarado, son su género favorito porque tienen una
orientación esencialmente moral: “no solo porque el bueno gana, sino porque la
estructura de la forma tiende a valorar la objetividad por encima de la
conveniencia, y la verdad por encima de la ganancia personal.”
Describe
a su personaje como “un detective cuyo apego a lo que es bueno crea toda la
emoción, todas las recompensas y la mayoría de los problemas de su vida. David
Gurney es un genio cuando se trata de lidiar con maníacos y asesinos, pero no
tan bueno cuando se trata de lidiar con su esposa e hijo. Es un policía fantástico
con una trágica sensación de su propia ineptitud como ser humano. Creo que este
tipo de personaje central ayuda a que la historia se convierta en muchas cosas
para muchas personas.”
Pienso
que ese contraste, efectivamente, convierte a la novela en algo más que un buen
entretenimiento. Tiene la facultad de despertar emociones y deseos de mejora en
nuestras relaciones con los demás.