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martes, 13 de agosto de 2019

Hablar de Dios hoy


 Cómo hablar de Dios hoy. Fabrice Hadjadj. Ed Nuevo Inicio




Fabrice Hadjadj es ensayista y dramaturgo. De padres de ascendencia judía e ideología maoísta, se convirtió al catolicismo en 1998.  Casado y padre de familia numerosa, es director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos Philanthropos, de Friburgo.
Este libro (ya publiqué una reseña anterior, que ahora actualizo y amplío) es una valiosa reflexión sobre la presencia de la palabra Dios en la conversación humana. “¿Puede ser Dios un tema de conversación? ¿Se le puede mencionar entre los resultados de la Champions y la predicción meteorológica? ¿La misma boca que acaba de decir “¡Pásame la sal!”, podría decir algo acerca de la divinidad?”
Quienes pretenden exaltar a Dios, ¿no lo rebajan hablando de Él con imprecisión, sin apenas comprenderlo? Y por el contrario, ¿no lo honran, mencionándolo constantemente,  quienes parecen desear liberarse de su presencia?
Hadjadj observa que el fundamentalista y el ateo tienen en común que hablan mucho de Dios. Y quizá por eso provocan otros dos tipos de personas: el agnóstico y el cristiano vergonzante. El agnóstico se ahorra tener que intentar demostrar hasta la obsesión que Dios no existe, como hace el ateo. El cristiano vergonzante no quiere complicaciones. Y ambos deciden no hablar de Dios para nada.
Y luego están aquellos que no se encuentran en ninguna de estas cuatro facciones. Aquellos que se dan cuenta  de que no saben hablar de Dios, pero saben que menos aún pueden callar. Lo experimentó san Pablo: “¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! Es un deber que me incumbe.” (1 Cor 9, 16) Tartamudean, balbucean, “como payasos que han de dar testimonio de algo que los supera…” Son llamados “la luz del mundo”, y apenas saben explicarse. Se saben hijos del Dios infinito, y sin embargo extremadamente finitos…
Es a esas personas especialmente a las que se dirige este ensayo: a quienes saben que deberían hablar de Dios pero dudan de cómo hacerlo. Quizá piensan que les falta alguna estrategia de comunicación. 
Hadjahj nos recuerda que lo esencial no es “qué tengo que hacer” ni “qué tengo que decir”. La clave está en  “qué tengo que ser”. 
O, mejor aún, ¿con Quién estoy llamado a identificarme? 


La clave es el encuentro personal con Jesús
Quien desee encontrar a Jesús, puede buscarle en el Evangelio, que es Palabra viva de Dios, que contiene lo esencial de cuanto hizo y enseñó, y ha quedado escrito porque Él quiere decírnoslo hoy y ahora a cada uno de nosotros.
Dios no ha querido el Evangelio simplemente para promover valores, sino para  que podamos encontrarnos con Él, con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto hombre.
Tendré palabras para hablar de Dios si me identifico con la Palabra, que es Dios. Precisamente así comienza el Evangelio de san Juan: “En el principio era el Verbo”.  Verbo, Palabra, es el nombre del Hijo que revela al Padre en el Espíritu Santo.
Hablar de Dios es hablar de la Palabra, y sobre todo ponerse a la escucha de la Palabra en el seno de la Iglesia, que a pesar de las deficiencias de sus hombres es, por voluntad de Dios, Cuerpo y Esposa de la Palabra hecha Carne.
Desde luego que hay un infinito entre la Palabra de Dios y la palabra humana. Pero incluso ese infinito supone también relación: la Palabra ha creado a su imagen nuestra palabra, finita pero participación de la Palabra creadora.
“En su fuente más original y más silenciosa la palabra humana no cesa de beber de la Palabra divina.” Y es precisamente por eso que remontar el curso de nuestra palabra humana no puede hacer otra cosa que llevarnos a Dios.
Teresa de Jesús, como tantos santos que han sido íntimos de Dios, usó con tal maestría la palabra para describir su relación con Dios, que la lectura de sus escritos ha movido a conversiones como la de Edith Stein.
Fadjahj cita a la santa de Ávila: “Parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro.” Dios no es “otra cosa”, que esté ahí fuera, lejos. Aprender cómo hablar de Dios es llegar adonde ya tenemos su morada, intensificar nuestra presencia en lo que ya está presente.



Hablar con Dios y escucharle en el silencio
Más que hablar de Dios, conviene hablar a Dios en la oración y convertir en acciones prácticas su Voluntad, que desde luego incluye la de hablar de Él, porque Él desea hacerse presente entre los hombres.
Un cristiano no puede no hablar de Él, porque forma parte de su ser esencial. “No se esconde la lámpara debajo de la cama, sino sobre el candelero, para que alumbre la estancia. Vosotros sois la luz del mundo…

La palabra es el acto más profundo del hombre
Para un ser como el hombre, que se caracteriza por la palabra, la palabra es su acto más profundo. Se puede decir que el lenguaje define y construye la personalidad del que habla. “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús, porque habla con la autoridad del que vive lo que dice y dice lo que es.
En contraste, ¡qué vulgar personalidad se construyen tantos personajes públicos con su palabrería hueca, sucia, agresiva, mentirosa…!
La eficacia de nuestra palabra no se encuentra esencialmente en el poder de inducir a los demás a un comportamiento que nos sea favorable: reside en el poder de dar vía libre a su propia vocación, que consiste en designar las cosas tal como ellas son, más allá de lo que nos resulta útil. Esa es la eficacia del Evangelio: la de llamar a las cosas por su nombre, sin malabarismos.
Nombrar es llamar por el nombre: vocare. Es llamada, vocación. La palabra llama, prepara una morada adonde las cosas puedan ir. La palabra revela la vocación de cada ser. “Un niño, sin las llamadas de sus padres por encima de su cuna, acabaría muriendo o sin poder acceder a su propia humanidad. Esas palabras le preparan la morada donde él podrá llegar a abrirse al mundo.”
Esas palabras que empleamos para calificar las cosas de verdaderas, buenas, o sencillamente para expresar que son, nos remiten a nociones puras que se aplican menos propiamente a las criaturas que a Aquel que es la Verdad, La Bondad, la Belleza y el Ipsum esse subsistens (el mismo Ser subsistente).
La palabra no cesa de remitir a lo inefable: “Sólo Dios es absolutamente bueno (Lc 18, 19). Incluso cuando decimos de unos macarrones que están buenos, eso nos remite a Dios, que es la Bondad. Pero las cosas prometen menos de lo que dan, no salvan, no pueden nada contra el mal y la muerte. Dios sí.


Oración y canto, donde mejor se expresa lo inefable
De un modo poético, pero no exento de realismo, Hadjahj señala dos ámbitos donde propiamente “se habla bien”: la oración y el canto. Son los ámbitos “del balbuceo supremo, de la palabra quebrada por lo indecible, boquiabierta ante lo inefable: la palabra que aflora el espíritu”.
Hablar sin tender al canto no es llamar a las cosas de un modo que delimite el misterio de su presencia. Y hablar sin tender a la oración no llega a ser hablar, porque sólo en la oración se arranca a las cosas de la amenaza de la nada.
La oración y el canto no son adornos: florecen desde la palabra misma. Basta decir que algo es, que es bueno, bello y verdadero, para que la palabra nos hable ya de lo que sólo se realiza absolutamente en Dios, y cuya causa es Dios. Basta que llamemos a alguien por su nombre, de corazón, para que le oigamos decir “presente”, y para que “su nombre esté escrito en los cielos” (Lc X, 17).
La vieja tentación sofista
Cuando tantos emplean la palabra para engañar, o dándole un sentido distinto del que tiene, son proféticas estas palabras de Louis de Massignon a Paul Claudel, en 1912: “Me pregunto si el suplicio de las generaciones venideras no consistirá en ser torturadas con palabras que mienten a su sentido original, con ideas vueltas contra Dios.”
No es algo nuevo. Ya el Salmo 11, 5 pone en boca de los impíos, que se jactan: “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro  amo?” Es la vieja perversión sofística, en que la palabra se entiende como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio del ser.
Pero la palabra dice lo que es, aunque saliera de una boca impía, aunque no queramos oírla, aunque la queramos reducir a un significado distinto del que ella quiere decir.



Ideologías inhumanas
Frente a ideologías sin Dios, que proponen que desertemos de nuestra condición humana, la Palabra de Dios nos ofrece una transformación de la persona que preserva lo humano.
Hadjahj advierte cuatro ideologías que van contra el hombre: nihilismo (no hay nada que podamos esperar);  tecnocracia (el hombre es mera química); ecologismo (el hombre es un animal que desestabiliza la naturaleza); fundamentalismo (el hombre sometido a un dios agobiante, a un libro que hay que recitar, o a una flor de loto que meditar.) Son ideologías que, al abandonar a Dios, destruyen nuestra condición humana.
Tenemos tristes recuerdos de adónde nos conduce la creencia en el Progreso continuo, en el hombre que se salva por sí mismo: liberalismo y totalitarismo son intentos de construir un mundo sin Dios.
Los totalitarismos no han sido fruto de la barbarie, sino de una planificación ideal y bien estudiada, basada en la utopía del Progreso continuo, que desembocaron en imperios del terror. Nazismo y comunismo crearon los Auschwitz y los Gulags, en los que se destruía al hombre en nombre del bien de la humanidad.
Tampoco el  liberalismo ha salvado al hombre, con su vía libre a una jungla feroz, en la que sufren los más débiles, y acaba provocando el ascenso de los  totalitarismos.
El cristiano está llamado por vocación a llevarse bien con todos, pero Hadjajh pone en guardia frente a ciertos ateísmos que para afirmar la laicidad instauran un clero laico encargado de excomulgar al clero religioso. “El ateo consecuente debería tener cuidado de no divinizar el ateísmo, y por tanto de aceptar que no tiene la última palabra, y reconocer por tanto que debe haber una última palabra que se nos escapa.”
No hay que dejarse imponer esa nueva religión dogmática fabricada desde el ateísmo.


Humanismo teocéntrico
Ante esas deserciones de lo humano del “humanismo ateo”,  lo que el Evangelio ofrece es precisamente preservar lo humano: nos dice que valemos mucho porque hemos sido creados por Dios, somos fruto cada uno de un pensamiento amoroso y eterno de Dios (Benedicto XVI).      
El Evangelio nos propone predicar la esperanza, en vez de fabricar una nueva moral;  anunciar la misericordia, en vez de denunciar al miserable; encontrar para lo humano una legitimidad no temporal, sino eterna.
Nos ofrece la salida para superar todas las crisis del hombre: un humanismo teocéntrico. En realidad, el gran problema de la humanidad es éste: si está dispuesta o no a hacer presente a Dios, ¡al Dios que le da la vida!
 “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance… sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica.”


Poner la palabra en el corazón
Es una cuestión de amor, de poner en el corazón esa palabra y desear que sea: amar es, antes incluso que querer el bien del otro, querer que el otro sea.
Por eso hablar de Dios no es importar unas palabras del exterior. Esa palabra ya está siempre ahí, en nuestra boca, implícita en nuestras palabras más cotidianas porque hemos sido creados por la Palabra de Dios, y antes incluso de hablar de ella, nuestro mismo ser es una proclamación suya.
Hablar de Dios requiere amar como Dios
Hablar de Dios es indisociablemente amar a aquel con el que conversamos, porque es reverberar la palabra que le da la existencia, y por tanto desea infinitamente que él exista. Porque la Palabra de Dios confiere el ser a todo hombre, incluso al que me es hostil. Es el amor de Dios quien lo extrae de la nada. Quizá él no lo sepa, pero un apóstol de Cristo no puede ignorarlo, y tiene que pasar por encima de sus antipatías.
No se trata de una estrategia de comunicación, sino que está en juego la verdad de la identidad cristiana. Además, de todos podemos aprender algo: sabio es quien encuentra algo que aprender en cada hombre.


Experimentar la presencia de Dios en el otro para hablar de Él
Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar (…) por más que Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech 17, 23-28).
En realidad, sólo se puede hablar a alguien de Dios si primeramente el que habla ha experimentado la maravilla de la presencia del otro en Dios. Sólo se puede llamar a adorar en la luz si el que llama es capaz de reconocer cómo el otro adora ya en la oscuridad.
Dios está presente hasta en el más anticristiano, con su presencia de creación y de inmensidad. Cuando hable con él de Dios, debo ser consciente de que Dios lo ha creado y lo mantiene en la existencia con amor. 
La capacidad de maravillarme ante la bondad de origen de quien me trata como enemigo, que pasa por encima de nuestra antipatía inicial, es la que permite “dominar hasta el corazón del enemigo” (Salmo 109). Porque ni la violencia, que sólo puede dominar el cuerpo, ni la seducción, son capaces de atraer las profundidades de la inteligencia y de la voluntad.
El corazón del peor enemigo de Dios ha sido hecho por Dios y para Dios. Por eso es un gran aliado. El hecho de que mi interlocutor se oponga a mí no significa que se oponga a Dios. Incluso el más hostil podría estar más cerca de Dios que yo. Su corazón, a pesar de sus muecas externas, sigue siendo amigo del apóstol.
Si nuestra palabra no brota de ese maravillarse ante el corazón naturalmente fraternal de nuestro peor adversario, no hablamos de Dios, sino de una ideología intrusiva.


La soberbia es el problema
Pero tampoco llegar al corazón  basta. La Palabra de Dios, “que penetra hasta la médula” (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia, que se cree autosuficiente; o puede hacerse odiosa si quien la transmite es un soberbio que piensa que ya no tiene lecciones evangélicas que aprender de nadie.
El cristiano que tiene que hablar de Dios ha de sentir la desproporción entre aquello de lo que habla y lo que es él. Su boca es demasiado pequeña para lo infinito, su corazón demasiado estrecho para el amor sin medida.
Y tiene que hablar de Alguien a quien los demás no ven: Jesucristo, muerto y resucitado. Y afirmar el encuentro con una persona divina, un encuentro cuya iniciativa no depende de nosotros.
Por eso, ha de recordar que la tarea no es de imagen, ni consiste en seducir (que significa conducir hacia sí mismo), sino hacerse volver hacia ese Otro, que es el mismo que nos hace balbucear, y que es la Sabiduría. ¿Cómo hablar de la Sabiduría, si apenas alcanzamos a balbucearla? Sabiduría y balbuceo: ¿no es excesivo el contraste?
Lo sería, si lo determinante fuera la comprensión de una doctrina, o la adquisición de una práctica, o recitar magistralmente un Libro, o promocionar la propia imagen. Pero lo determinante es el encuentro personal con Cristo. Hablar bien de Dios es completamente insuficiente para la conversión, que sólo se produce en el encuentro libre del que oye con Cristo.


Dios necesita testigos, no oradores
¿Cómo hablar de la experiencia de Jesús? Quizá es bueno recordar que la Revelación no es una tesis filosófica, sino un hecho histórico. Las ideas no dependen esencialmente de la historia. Las personas sólo se encuentran en la historia. El misterio de Jesús no puede deducirse a partir de ningún  razonamiento: se transmite a través de una cadena ininterrumpida de personas: sus testigos. El testigo está obligado a hablar del encuentro con alguien singular. Ese encuentro es suyo, a diferencia del razonamiento de los sabios, que es para todos.
Lo que Dios necesita son testigos, no oradores. En el fondo, el desfallecimiento de Moisés (Ex 4, 10) no provenía de sus problemas de dicción, sino de que con su palabra debía testimoniar un exceso, algo enviado por Otro que le había salido al encuentro y que le desbordaba: sufría una logopatía sobrenatural.
También la joven Bernardette ha de transmitir un mensaje tras su encuentro con la Señora. Bernardette no poseía ningún talento retórico, pero conmueve al abbé Peyramale con su balbuceo, con la palabra que le ha dado la Virgen, una palabra que le supera: “Yo soy la Inmaculada Concepción.” Bernadette no es una especialista en comunicación, pero es el perfecto testigo.
Aristóteles lo intuía con su saber filosófico: la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del discurso. El arte del orador es menos prominente que su vida. (Algo que han olvidado tantos comunicadores y políticos, cuyos índices de credibilidad están en mínimos.)



Dios es familia, no un amasijo de razonamientos
Es bueno también descubrir que Dios no habla para fulminar a un adversario, sino para establecer una alianza. Hablar de Dios es, más que transmitir un mensaje, remitir a Alguien que quiere establecer comunión. Más, Alguien que es Comunión de Personas distintas y nos llama a esa Comunión.
Esto implica que quien habla es preciso que se sienta realmente participante de una comunión viva, alegre, hospitalaria, capaz de conmover a las almas y no solo de hacer pensar a los cerebros.
Este tiempo es perfecto para hablar de Dios
A veces vivir con sensación de crisis frena la palabra sobre Dios. Pero la humanidad siempre ha estado en crisis. Ya David, diez siglos antes de Cristo, escribió: “Terror por todos lados” (sal 30, 14). Y Teresa de Ávila, en el siglo XVII: “Se está ardiendo el mundo, no es tiempo de tratar con dios negocios de poca importancia.”
No hay que dejar que esa sensación de crisis nos paralice. Vivimos tiempos muy buenos, porque son los nuestros. Tenemos una gran luz, siempre presente en el magisterio pero sólo hoy difundida: la llamada universal a la santidad (predicada desde 1928 por el fundador del Opus Dei y recogida luego por el concilio Vaticano II).
Esa llamada ha abierto inmensos horizontes a la misión apostólica de los laicos, a la espiritualidad conyugal, que ya no es una mera espiritualidad monástica rebajada, a la santificación de la vida ordinaria, como lugar de encuentro con Dios.



La misión precede a la comprensión
Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.” (Lc 21, 15).
Jesús envía a los discípulos de dos en dos para que anuncien que “el Reino de Dios está cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús, y hemos estado con Él. La misión precede a la comprensión. El apóstol va, como cordero en medio de lobos, cuando quizá ni él mismo comprende mucho. Pero lo importante es Él, que envía.
Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro.  Más que tener una palabra sobre Dios, se trata de ser una palabra de Dios. Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría.
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 “La palabra Dios, cuando la entendemos bien, nos deja boquiabiertos, nos abre, nos sorprende, nos dispone al Encuentro. Nos dice que no tenemos la última palabra.”
Quizá esta larga reseña es una demostración más de que efectivamente, balbuceamos cuando queremos hablar de ese buen Dios que “está junto a nosotros de continuo.” (san Josemaría, Camino 267)



jueves, 12 de marzo de 2020

Se hace tarde y anochece. Cardenal Robert Sarah




La crisis de fe en amplios sectores de la Iglesia, y el patente declive moral de Occidente, han movido al cardenal Robert Sarah en repetidas ocasiones a elevar su voz de pastor y hombre de fe para dar un toque de atención a quien quiera escucharle.

Éste es el tercero de los libros que publica  con esa finalidad: tres llamadas fuertes a las conciencias de creyentes y no creyentes. El primero fue Dios o nada, en 2015. Le siguió en 2016 La fuerza del silencio.

Nacido en Guinea Conakry en 1945, la profunda piedad de unos misioneros franceses dejó una huella imborrable en su vida. Tras muchas penurias y dificultades, fue ordenado sacerdote en 1969, y arzobispo diez años después. Sufrió la persecución del régimen marxista de Sekou Touré. 

En 2001 Juan Pablo II le llamó a Roma, y desde entonces ha ocupado cargos de responsabilidad en la Iglesia católica. En la actualidad es Prefecto de la Congregación del Culto Divino y de los Sacramentos.

Con ocasión de la presentación de este libro, el cardenal Sarah ha concedido numerosas entrevistas, intentando aportar luz en momentos a su juicio de gran oscuridad. No le importa ir contracorriente. Alude con frecuencia a la presión mediática, movida por intereses financieros, que silencia o desprestigia a las voces disidentes.

Selecciono algunas de las ideas que me han parecido más sugerentes, tanto del libro como de algunas de sus entrevistas con los medios. Desde luego recomiendo la lectura íntegra y pausada del libro. Ayuda a pensar.


Quédate con nosotros

Ya desde el título Sarah nos da a conocer su intención: una llamada a orientar nuestra mente a lo fundamental, que es Dios. Es la frase que los discípulos de Emaús dirigen a Jesús: “Quédate con nosotros, que se hace tarde y anoche.”

Han abandonado Jerusalén, desanimados tras la cruel muerte de su Maestro, y regresan abatidos y sin esperanza a su pueblo. Pero por el camino Jesús les sale al encuentro. No le reconocen al principio, porque es Jesús glorioso. Pero algo cautivador perciben en Él, y cuando se despide, le suplican: “Quédate con nosotros, pues está cayendo la tarde y se termina el día.” Anochece, resta con noi. (Lc 24, 29). Tu presencia y tu palabra nos devuelve la esperanza.

Es la oración que en este tiempo deberíamos pronunciar todos: no nos dejes, porque cae la noche sobre el mundo, y tu Presencia es la única capaz de iluminar y dar esperanza a nuestros corazones.


Diagnóstico, pronóstico y remedio

A preguntas de Nicolas Diat, ensayista y editor, que se limita a intentar que el libro no se convierta en un largo monólogo, el cardenal Sarah hilvana una reflexión sobre la salud de dos enfermos: Occidente y la Iglesia. Ambos sumidos en una crisis grave e interrelacionada.

Occidente ha abandonado a Dios. Se empeña en construir una sociedad en la que Dios no tenga lugar. El pronóstico es terrible, porque sin Dios el amor y la solidaridad, que están en la raíz de nuestra civilización, no son sostenibles largo tiempo. Europa camina hacia el abismo, sin identidad, despreciada por otras religiones que la acabarán invadiendo y borrarán todo lo bueno que hemos construido durante siglos. El remedio es volver a poner a Dios en el centro de la vida personal y social.

Paralelamente examina la situación de la Iglesia, sumergida en una crisis en estrecha relación con la de Occidente. Y con un diagnóstico similar: la ausencia de Dios, el desprecio de la liturgia y de los sacramentos, que son la Presencia de Dios entre nosotros.

La Iglesia no morirá, porque tiene promesas de vida eterna y siempre quedará un resto, por pequeño que sea, que transmitirá la herencia recibida. Pero lo que conocemos como Occidente cristiano  desaparecerá si no corrige su rumbo, porque a ninguna civilización se le ha prometida vida eterna.




El cristianismo no es una ideología

La Iglesia –afirma el cardenal Sarah- atraviesa un Viernes Santo. Ese día muchos discípulos abandonaron a Jesús y le traicionaron. Judas le traicionó porque aspiraba a un Cristo ocupado en la política. Así andan hechizados muchos sacerdotes y obispos –afirma Sarah- metidos en cuestiones terrenales. Olvidan que sin Cristo la caridad no será nunca sólida, que Cristo es la única luz capaz de iluminar el mundo. Olvidan que existe el pecado original, y que el hombre no es bueno por naturaleza: necesita la ayuda divina.

Algunos reniegan de la capacidad de enseñar de la Iglesia, y limitan su misión a la de escuchar lamentos. Claro que una madre escucha a sus hijos, pero su papel primordial es el de enseñar, orientar y dirigir, porque conoce el camino que hay que seguir. La Iglesia es madre, pero es también maestra.

Con el pretexto de abrirse al mundo, algunos adoptan ideologías actuales, para parecer a los ojos del mundo “modernos”. Pero  es el mundo el que debe abrirse a Dios, fuente de nuestra existencia.


Recuperar el sentido del pecado

Dios es misericordioso, pero ese no puede ser el único aspecto de la doctrina que enseña la Iglesia. Para que Dios pueda ejercer su misericordia es preciso que antes nos reconozcamos pecadores, y que volvamos a Él, como regresó el hijo pródigo de la parábola de Jesús: primero reconoce su pecado, y sólo entonces puede caminar de regreso al Padre, confiado en su misericordia. 

Hay una visión falsa de la pastoral, que presenta a un Dios misericordioso que no exige nada. Pero no existe un padre que no exija nada a sus hijos. Dios, como buen padre, es exigente, porque ambiciona grandes cosas para nosotros: “Sed santos, porque Yo soy santo.”


Enseñar la doctrina que salva

El abandono de la fe en grandes sectores no es solo culpa del materialismo. Los sacerdotes deben reconocer la responsabilidad principal de ese derrumbe: porque no han enseñado la doctrina cristiana, sino lo que les gustaba, porque han menospreciado el sacramento de la confesión, porque han celebrado la Misa sin respetar las rúbricas... Han banalizado los sacramentos.


El luminoso misterio de la liturgia

La crisis de la liturgia, ha afirmado Benedicto XVI, ha provocado la crisis de la Iglesia. Algunos han querido “humanizar” la misa, reduciéndola a un espectáculo.  Pero la misa es un misterio que está más allá de nuestra comprensión.

Es preciso rendir justicia al misterio que rodea nuestra relación con Dios. Cuando el sacerdote celebra la Misa, o da la absolución en la confesión, capta el significado de las palabras, pero no puede comprender el misterio que estas palabras producen. Y eso es preciso mostrarlo al pueblo: Dios, que nos quiere tanto, está a la vez más allá de nuestra comprensión. Hemos de acercarnos a Él con la humildad de quien entiende que tanto amor nos sobrepasa.


Tecnología y silencio, comunicación y evangelización

Dios se manifiesta en el silencio, pero hoy el gran enemigo de nuestro silencio interior son los medios tecnológicos. Sin silencio ni siquiera la razón es capaz de desarrollarse.

Por ejemplo, sugiere Sarah, habría que instituir un gran ayuno mediático durante la cuaresma, que es un tiempo de silencio y oración. ¿Seríamos capaces de liberarnos durante 40 días de nuestras cadenas digitales?

La evangelización, antes que comunicación, es testimonio. Se lleva a cabo con el cuerpo, el cansancio y el sufrimiento. Los sacrificios de Cristo son nuestro modelo. Podemos hacer buen uso de la teconología, pero eso requiere mucha humildad, cualidad necesaria en periodistas y comunicadores.

Para introducirse en el misterio de la liturgia cristiana hay que comenzar por salir de las tablets y los móviles, de la incapacidad de vivir en silencio. No se trata de hacer que las misas sean más amenas. Lo importante no es si me aburro o no en Misa, sino si asisto o no. 

Lo importante en la liturgia no es el aspecto afectivo, ni siquiera entenderla, sino vivirla, porque Dios está allí. Dios es presencia real oculta en el Sagrario y en la Misa. Esa Presencia eucarística es insustituible por ninguna tecnología. Lo decisivo es experimentar Su Presencia.


Publicidad versus Felicidad

La publicidad alimenta una búsqueda ilusoria de la felicidad en el consumo y el confort, en el dinero y el lujo. Es una trampa que se convierte en esclavitud, fuente de envidias y de odios. Habría que limitarla como medida de salud pública.

Dios es humilde, es pobre. Cuando la búsqueda desordenada de confort penetra en el cristiano, se aburguesa, y el clero además se burocratiza.


Celibato apostólico

Destruir el celibato sería destruir una de las riquezas más grandes de la Iglesia. El sacerdote está llamado a ser Cristo mismo, pobre, humilde y célibe como Él.

Hay un proyecto estructurado de destrucción de la Iglesia mediante la decapitación de su cabeza: cardenales, obispos, sacerdotes… Ese proyecto presenta el celibato como algo imposible, contra-natura, para destruir el sacerdocio.


Persecución de la Iglesia y lo cristiano

Tampoco Jesucristo fue aceptado, porque murió en la Cruz. “Si a Mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros.”

No debemos escandalizarnos si vamos contracorriente. T.S. Eliot decía que “en el mundo de los fugitivos, el que toma la dirección opuesta será considerado un desertor.”


Escándalos en la Iglesia

El mal ejemplo de Judas no debe llevarnos a rechazar a todos los apóstoles. Jesucristo ha confiado su Iglesia a hombres sencillos y débiles, para demostrar que es Él quien actúa en medio de ellos.


Identidad europea

Europa está cegada por la disolución de su identidad, que le ha hecho orgullosa, irreligiosa y atea. La ruptura con Dios traerá graves consecuencias espirituales, morales y psicológicas. Se percibe una tremenda regresión en los valores. Lo feo se ha convertido en bello y lo inmoral en progreso.

La Comisión Europea, afirma Sarah, sólo piensa en la construcción de un mercado libre al servicio de los grandes poderes financieros. No protege a los pueblos ni a sus identidades, sólo protege a los bancos.

En un reciente viaje a Polonia, el cardenal Sarah decía a los polacos: defended vuestra identidad: sois polacos católicos, y sólo después europeos. No sacrifiquéis las dos primeras identidades en el altar de una Europa tecnócrata y apátrida.

Dios ha dado una misión a Europa, que acogió el cristianismo, y desde aquí ha evangelizado el mundo. En Guinea Conakry, por ejemplo, los colonos franceses hicieron una colonización constructiva. Aportaron tradiciones ennoblecidas por el cristianismo, la noción de dignidad de la persona, de derechos humanos, y unos valores que para los africanos fueron liberadores. Llevaron un idioma maravilloso. Y la fe en el Dios verdadero.

Pero si Europa desaparece, sumida en la apostasía, y con ella desaparecen los valores del viejo continente, el islam invadirá el mundo, y nuestra cultura, antropología y moral desaparecerán, cambiarán radicalmente. Porque además ahora hay nuevos colonizadores occidentales que expanden valores falsos y delictivos.


Odio a Dios, común al materialismo capitalista y al marxista

En 1978 el disidente ruso Solzhenitsyn, que había sufrido el terror de los gulags del comunismo soviético, pronunció una conferencia en Harvard alertando a Occidente de su decadencia: la sociedad occidental ya no puede ser modelo para la transformación de Rusia, les decía, porque está agotada espiritualmente. Europa no tiene nada de atractivo para el pueblo ruso, que ha sufrido por décadas las consecuencias del odio a la fe del marxismo.

Para el sistema filosófico marxista aplicado por Lenin y Stalin, la principal fuerza motriz era el odio a Dios, más fundamental que sus pretensiones políticas o económicas. El ateísmo militante es el pivote central de todo comunismo. El empeño en construir un mundo en el que Dios no tenga cabida.

Es el engaño de Satanás cuando tienta a Jesús. Ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno puede pretender instaurar la justicia para siempre, la paz definitiva, el bienestar para todos. El reino humano permanece humano, como explica Josep Ratzinger en Jesús de Nazaret. ”El que afirme que puede edificar el mundo según el engaño de Satanás, hace caer el mundo en sus manos.”

Decenas de millones cristianos ortodoxos (obispos, sacerdotes, religiosos y laicos) fueron encarcelados, torturados y asesinados por no renunciar a su fe. Se prohibió a los laicos el acceso a la Iglesia y educar en la fe a sus hijos. Dios estaba prohibido y perseguido.

Para un pueblo que ha pasado por eso, el materialismo consumista y ateo de Occidente, tan parecido en el fondo al materialismo marxista, no tiene nada de atractivo.

Es clarificador, afirma Sarah, el absurdo odio de ciertas élites de Occidente hacia la Iglesia ortodoxa rusa, una Iglesia de santos y mártires.


Migraciones y globalización

El papa Francisco ha manifestado que la gestión de las políticas migratorias debe ser respetuosa tanto con los acogidos como con los que acogen. 

Dios nunca ha querido los desarraigos. Es una falsa exégesis utilizar la palabra de Dios para valorizar la migración. Cada uno de nosotros ha de vivir en su país, arraigar y crecer en su cultura. Más vale ayudarles a crecer en su cultura que animarles a venir a una Europa en plena decadencia, afirma Sarah.

Hay que preocuparse de los que dejan su tierra. Pero ¿por qué la dejan? Porque poderosos sin fe, para los que sólo cuenta el poder y el dinero, han desestabilizado esas naciones. Eso plantea enormes dificultades, pero lo que la Iglesia tiene que hacer es devolver a los hombres la capacidad de mirar a Cristo. Esa es su gran misión divina.

La globalización pretende separar al hombre de sus raíces, de su religión, su cultura y su historia. Y convierte al hombre en apátrida sin país ni tierra.

Dios no nos quiere uniformes.  Ha querido un mundo plural, una naturaleza multiforme, unas diferencias enriquecedoras entre los hombres. Si el planeta fuera un océano sin fronteras sería una pesadilla. Las naciones son grandes familias en las que los hombres echan raíces y establecen vínculos. No somos meros agentes económicos o consumidores.

Asistimos a una invasión programada, dirigida y admitida por los gobernantes de Occidente, cuyos entresijos clandestinos conocen perfectamente los servicios de información de los países europeos.

La única solución es el desarrollo de África, y no actitudes como el pacto de Marrakech, que se han negado a firmar países con sentido común como Italia o Polonia. Es una irresponsabilidad de los gobiernos acoger personas sin ofrecer garantías de una vida digna: techo, trabajo, vida familiar y religiosa estable.


Libertad y felicidad

Poderes mediáticos y financieros difunden en Occidente una noción falsa de libertad, vacía de contenido, y en su nombre una nueva moral que nos está convirtiendo en sus esclavos. En la nueva moral el mal se presenta como bien, y la verdad se sacrifica en el altar de la falsa libertad, que es la nueva idolatría de occidente.

Se podría decir que Occidente camina hacia la civilización del caos de los deseos satisfechos, del disfrute de placeres precarios que son incapaces de dar la felicidad. Lo reflejan datos como el terrible número de suicidios de adolescentes en Europa, o el enorme consumo de antidepresivos.

Eso es impensable en África, en las pequeñas comunidades donde se respetan las leyes de la naturaleza y en los que Dios sigue siendo el fundamento de la vida. En esas comunidades no hay marginados, ni el dinero tiene más importancia que la calidad de las relaciones humanas y de la relación con Dios. Allí los pobres son felices: se saben acompañados, unidos por vínculos firmes.

La libertad auténtica conduce a la virtud y al heroísmo. La falsa libertad que difunden los poderes mediáticos y financieros de occidente conduce al vacío, crea ciudadanos incapaces de sacrificarse ni comprometerse por la auténtica libertad, a la que desprecian.

Pero la verdadera libertad, la única que conduce a la felicidad, es la que reconoce que el hombre está herido por el pecado original, y que el ejercicio de la libertad pasa por apartarse del pecado.

El hombre no es naturalmente bueno, como pretenden hacernos creer. Tiene la triste capacidad de escoger el mal y hacerse daño a sí mismo y a los demás. Una triste capacidad que puede llevar al suicidio de sociedades enteras cuando no se tiene en cuenta. Esa es la verdad que la Iglesia debe repetir incansablemente, si quiere ser leal a su misión.


El remedio: cristianos fieles a Jesucristo

Nuestra misión no consiste en salvar a un mundo que muere. A ninguna civilización se le ha prometido vida eterna. Nuestra misión es vivir fielmente la fe recibida de Cristo. Así salvaremos la herencia de siglos, aunque seamos pocos, y la transmitiremos íntegra a las futuras generaciones.

No se trata de ganar elecciones ni de influir en opiniones. Se trata de vivir el Evangelio de modo concreto. La fe es como el fuego: para poder transmitirla tiene que arder. Hemos de cuidar ese fuego sagrado, para que sea nuestro calor y nuestra luz en medio del invierno de Occidente. 

Cuando un fuego ilumina una noche fría, los hombres poco a poco se acercan a él: fuera hace mucho frío y mucha oscuridad. Esa debe ser nuestra esperanza.


Rasgos de la misión de los Papas recientes

El cardenal Sarah muestra su plena sintonía con los papas recientes. 

De san Pablo VI resalta su que coraje de defender a contracorriente la vida y el amor verdadero en la encíclica Humanae Vitae. 

De san Juan Pablo II, que supo iluminar la verdadera visión de la persona uniendo la fe y la razón en una poderosa antropología. 

De Benedicto XVI, su capacidad de enseñar la fe con una profundidad sin igual. 

Y de Francisco, su esfuerzo por salvar el humanismo cristiano, y su condena de la explotación económica del hombre.

Algunos han querido ver una supuesta oposición entre los planteamientos del cardenal africano y las enseñanzas del papa Francisco, pero no hay tal. Un examen de los textos íntegros de Francisco permite ver que con palabras similares se refiere a los mismos temas, aunque con frecuencia los medios “mediatizan” sus palabras para resaltar sólo unos acentos, silenciando otros. A lo largo del libro, y en todas sus declaraciones, Sarah manifiesta esa plena unión y lealtad al magisterio del papa Francisco.


Unidad y fraternidad en el seno de la Iglesia

La experiencia de la fe es personal, y es también comunitaria. La Iglesia es familia. El cardenal Sarah glosa el relato de Hemingway, El viejo y el mar.

El anciano pescador se hace a la mar en solitario. Pesca un pez tan enorme  que no puede subirlo a bordo. A duras penas logra atarlo a un costado de la barca, e intenta remolcarlo a puerto. Pero los tiburones descubren la presa y la acometen. Cuando el anciano llega a puerto, contempla desolado que sólo queda la espina de su enorme pez. No ha tenido quien le ayudara a ponerlo a salvo de los tiburones.

Hoy –dice Sarah- el mar está infestado de tiburones que pretenden devorar nuestros valores cristianos y nuestra esperanza. Ir solos es exponerse a perder el gran tesoro de la fe.

Tenemos que apoyarnos mutuamente en la fe, caminar como una comunidad unida alrededor de Cristo. “Porque donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos.” Es de esa Presencia de Cristo de donde podemos sacar nuestra fuerza.  Resta con noi!

Son conceptos que el cardenal africano reitera una y otra vez, que a alguno pueden parecer alarmistas. Pero que manifiestan su convencimiento de que es preciso un giro urgente del rumbo para evitar el precipicio.

Sus palabras son similares a las que de un modo u otro nos dirigen el papa Francisco y los papas recientes. Cada cual debe sacar sus consecuencias.

Es sugerente también esta conferencia de Sarah, con sacerdotes en Ávila