Historia
de la Iglesia (I). Joseph Lortz
Para
un hombre de fe, la historia de la Iglesia es la historia de la acción de Dios
entre los hombres. Por eso, estudiarla tiene algo de sobrecogedor. Hay que
acercarse a los hechos históricos con veneración, una veneración que acentúa el
deseo de rigor y conocimiento de la verdad tal y como fue, libre de prejuicios
y lugares comunes.
Es
lo que logra Joseph Lortz en este trabajo histórico, en el que se percibe tanto su amor a la Iglesia
fundada por Jesucristo como un rigor científico indudable. Su análisis de los
sucesos viene acompañado de datos relevantes para la comprensión de la
historia.
Anoto
algunas ideas y comentarios que me ha sugerido la lectura de este primer tomo
de su trabajo, que me ha parecido muy recomendable para quien desee conocer
mejor la historia de la Iglesia.
Una
misión encargada por Dios mismo
Durante
3 años, Jesucristo formó a sus doce apóstoles para que fueran capaces de
realizar una misión: “Id por todas partes y anunciad el Evangelio a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”
Esa
misión superaba con creces la capacidad humana de aquellos Doce. Por eso les
envía el Espíritu Santo, que conducirá a su Iglesia. Pero, parafraseando a
Benedicto XVI, lo único que el Espíritu Santo garantiza es que el daño que
ocasionemos los hombres a su Iglesia no sea irreversible.
Debe
dar mucha serenidad al cristiano, en medio de las deficiencias propias y ajenas,
contemplar ese empeño de Dios: la Iglesia no es un invento humano. Late en ella
el corazón omnipotente y misericordioso de Dios, que ha depositado en su
Iglesia todo lo que el hombre necesita saber sobre el sentido de su vida, sobre
cómo ser feliz en la tierra y para siempre en el cielo.
La
historia de la Iglesia es la historia de lo divino en la tierra
Mediante
la Encarnación de Jesucristo, Dios mismo ha querido participar en la historia
humana. Por eso la Iglesia no cesará de extenderse, generación tras generación.
Se mueve guiada por la voluntad salvífica de Dios, que gobierna el mundo y hace
que incluso el error de los hombres sea útil para su designio salvador. “Donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia.”
Lo
mejor de la historia de Occidente se debe a la Iglesia
Tal
vez la prueba más palpable de la divinidad de la Iglesia estriba en que todos
los pecados e infidelidades de sus propios jefes y miembros no han conseguido
destruirla. De todo don de Dios se puede abusar. Incluso el papado puede abusar de su poder
espiritual por afán de dominio o de placer. Pero el papado está amparado por
una promesa de asistencia, y aun cuando cometiese errores no se verá afectado
en su esencia.
El
reconocimiento de esos errores en la historia –donde hay personas se cometen
errores- no debe impedir reconocer también un hecho patente: lo más óptimo de
la cultura actual de Occidente ha surgido de la Iglesia, ha crecido alimentada
por sus raíces cristianas en un terreno fecundado por el Evangelio. Aunque en
ocasiones esa misma cultura se haya vuelto hostil a la Iglesia, que la ha hecho
posible.
De
la Iglesia procede el sentimiento fraterno entre los hombres, la igualdad del
hombre y la mujer, el deber de cuidar a
los más débiles y desfavorecidos (¡son el mismo Jesucristo!), la separación del
poder civil y religioso (“dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es
de Dios”), la igualdad ante la ley y la justicia, el derecho de gentes, la
conciencia progresiva de la libertad humana, porque es un don de Dios que el mismo
Dios respeta…
Son
sentimientos que no quedaron en deseos teóricos, sino que a lo largo de la
historia fueron cuajando en obras
concretas: asilos, hospitales, universidades, centros de enseñanza y
alfabetización, dispensarios, instituciones para viudas y huérfanos, gremios
profesionales, garantías procesales,...
El
Evangelio actuó como un gran dinamismo civilizador, porque dotaba a los hombres
de sentido para sus vidas, de confianza en un Dios providente y amoroso que
invitaba a construir relaciones fraternas con los demás hombres, a perdonar y
así hacer posible la paz, a confiar en
su propia capacidad de conocer el mundo y de mejorarlo…
Poder
transformador del cristianismo
Constantino
(272-337) conocía la descomposición interna del Estado en el Imperio Romano.
Había vivido en Asia Menor, que en su época era el país más cristiano del
mundo, y conocía la gran potencia transformadora del cristianismo, al que se
había adherido lo mejor de la intelectualidad del momento.
¿Qué
tenía la Iglesia, tan pobre en los primeros siglos de su existencia, que
atrajera a tantos? Desde luego la acción de la gracia de Dios y el fuego
apostólico de los primeros cristianos. Pero quizá la Iglesia pudo superar al
paganismo porque durante sus primeros siglos
se centró sobre todo en su íntimo núcleo, llenándose así de poder de
irradiación.
Precisamente
porque sentía la necesidad de distanciarse de costumbres paganas que chocaban
con las enseñanzas de Jesús, la Iglesia “creció para adentro”, en santidad de
sus miembros. Y la santidad, si es auténtica, irradia.
Separación
de política y religión: logro histórico y problemática evolución
Con
el Edicto de Milán (313) el emperador Constantino reconoce la libertad para
elegir religión, y por primera vez los cristianos gozan de libertad
para practicar su fe. El Estado reconoce que en la vida social existen dos
esferas autónomas: política y religión, Estado e Iglesia. Es lo que Jesús había
enseñado: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” (Mt
22, 21).
Ese
decreto, que por primera vez en la historia declara la libertad de conciencia,
tendrá enormes repercusiones históricas. El edicto no significó que ya
estuvieran garantizadas ni la libertad de conciencia ni la plena separación de
poderes, pero abrió la puerta a una tarea que a lo largo de los siglos se ha
ido abriendo paso. Aun hoy sufre tensiones en su realización práctica.
Con
su arriesgada decisión, el emperador Constantino se puso del lado del futuro, aunque
seguramente no preveía el gran impacto que supondría esa libertad, que en breve
dio lugar a situaciones impensables en tiempos antiguos.
Por
ejemplo, en el 494, el papa Gelasio I escribe al emperador Anastasio para
decirle taxativamente que el poder espiritual es completamente independiente
del poder temporal. Esto al hombre
antiguo no se le habría ocurrido ni pensarlo, porque desde siempre el poder
espiritual estaba plenamente sometido al poder civil, que reclamaba para sí la
máxima autoridad espiritual.
San Ambrosio impide al emperador entrar en la iglesia
Cuando
san Ambrosio, en el año 390, excomulga al emperador Teodosio por haber ordenado
una matanza en Tesalónica, y se atreve a prohibirle la entrada en una iglesia,
y le impone una humillante penitencia, descubrimos la enorme potencia
espiritual de la sacralidad cristiana, impensable en época pagana.
Primado
del obispo de Roma y poder temporal
El
primado del obispo de Roma actuó como garantía de libertad espiritual para la
Iglesia. Mientras el Patriarca de Constantinopla estaba cada vez más
aterrorizado por el poder del emperador, el primado del obispo de Roma sobre
los demás obispos significaba la preservación de la libertad de la Iglesia.
Sin
Roma, desde el punto de vista histórico, no se hubiese dado a la larga un
gobierno autónomo espiritual de la Iglesia. Esa
autonomía fue posible gracias a que en Roma se había introducido la separación
del poder político y del religioso, dos esferas de la vida que deben avanzar en armonía y colaboración,
pero sin intromisiones.
Mientras
hubo colaboración, el Occidente cristiano estuvo lleno de vigor. Cuando desde
el siglo XIII esa conjunción se vio amenazada, comenzó a desordenarse el
cimiento del Medioevo.
Todas
las anomalías de la Edad Media (simonía, dependencia de la Iglesia del Estado,
secularización de los obispos, injerencias del emperador en la vida canónica…)
fueron en su mayoría consecuencia de la mezcla de poderes, sin la suficiente
separación ni coordinación de ambas partes para un servicio recíproco efectivo.
Más bien, cada una trató de imponer su hegemonía sobre la otra, preparando las
bases de lo que fue después una separación hostil.
Juicios
ahistóricos
Pero
incluso en esas circunstancias de confusión no hay que ser demasiado rápidos
para emitir juicios sobre lo acertado de las decisiones que se tomaban, porque
los juicios pueden ser ahistóricos si se
prescinde del contexto.
Por
ejemplo, es el caso de las críticas al poder temporal del papado. Hoy nos
parecen altamente razonables, pero sin el poder político de los papas, incluso
cuando detrás de ese poder hubiera intereses personales, los continuos ataques
de los ambiciosos poderes nacionales (como Francia, Inglaterra o Alemania)
hubiesen quebrantado la unidad de la Iglesia en esos países.
Esos
poderes nacionales con frecuencia pusieron al servicio de sus intereses y contra la Iglesia
toda su capacidad jurídica, publicista e incluso teológica. Ellos dieron origen
a muchas leyendas negras que falseaban la realidad y beneficiaban a sus
intereses, aunque para ello tuviesen que atentar contra la unidad de la
doctrina católica.
La
Edad Media
En
medio de todas las tormentas que provocaron las invasiones bárbaras, que en
sucesivas oleadas destrozaron la antigua y ya decadente civilización romana
(entre el año 375 y el 700), la Iglesia fue la salvadora de la cultura y el
refugio de los pobres.
El Papa León I el Magno logra frenar a Atila
Fueron
los obispos quienes permanecieron en sus puestos cuando todos huían. Los
obispos conseguían y repartían el grano, cuidaban a los más débiles y abatidos,
infundían ánimo a quienes se vieron abandonados a su suerte, hacían frente a la
desesperanza, y tendían la mano civilizadora a los bárbaros invasores,
jugándose la vida.
El
efecto final de las invasiones fue la ruina de la antigua civilización romana,
ya en vías de descomposición desde hacía tiempo por hastío vital y por un
fuerte descenso de la población. Y fue entonces cuando apareció el aspecto
“medieval” en Europa, que era el aspecto que traían los invasores bárbaros,
incultos y de costumbres salvajes.
Sobre
esa ruina física y cultural bárbara de los primeros siglos del medioevo es
sobre la que los hombres de Iglesia comenzarían a edificar las bases de lo que
llegaría a ser la civilización de Occidente, la más grande que jamás haya
existido sobre la tierra, de la que aún somos deudores.
La
Edad Media fue una Edad luminosa
“Edad
Media”, afirma Lortz, es un término
despectivo inventado siglos después por humanistas presuntuosos, para descalificar
el período de la Antigüedad clásica hasta el Renacimiento, en que habría
reaparecido la cultura, según ellos.
Pero
esa época medieval, que llegó a entenderse a sí misma como el “orbe cristiano”,
no sólo realizó una gran obra cultural, sino que sin ella no habría surgido el
Renacimiento.
Quizá
uno de los más grandes logros espirituales y sociales de la Iglesia en la
Primera Edad Media fue la erección de parroquias rurales. Hoy no nos damos
cuenta de lo que aquello significó para culturizar y cohesionar al pueblo.
El
párroco era un hombre instruído espiritualmente, preparado para predicar la
revelación cristiana, y estaba en continuo contacto con las gentes del campo, que no tenían instrucción ninguna:
fueron entre ellos un foco de luz y calor para esa naciente cultura occidental,
en la que se empezaban a sentir no como salvajes aislados, sino pertenecientes
a una familia: la de los hijos de Dios, hermanos entre sí por tanto.
Con
muchas deficiencias y costumbres bárbaras aún, por supuesto, pero la Iglesia
depositaba en sus mentes y en sus almas la semilla civilizadora del Evangelio.
Promotora
de civilización
Cuando
Benito de Nursia (480-547) estableció su regla, incluyó el voto de stabilitas
loci: compromiso de permanecer en el mismo monasterio. Esto, junto al lema de
ora et labora, que llevaba consigo el trabajo manual y el intelectual,
convirtió a los monasterios en promotores de civilización en terrenos hasta
entonces no cultivados, generadores de economía y de ciencia, y por supuesto de
religiosidad.
Los
monasterios configuraron el mundo no sólo para la Iglesia, sino también para el
Estado y para la ciencia, y fueron tomados como ejemplo por los pueblos
bárbaros germanos.
Es
significativa una constante en la historia de la Iglesia: en los momentos de
mayor oscuridad espiritual o moral, siempre han surgido movimientos
renovadores, que han crecido lenta y firmemente, arrancando desde el silencioso
trabajo de pequeños círculos de personas.
Cluny, en el siglo X, es un claro
ejemplo, entre muchos otros a lo largo de la historia y hasta nuestros días.
Conversiones
masivas de los pueblos germánicos
Pueblos
enteros germánicos se convirtieron al cristianismo, en masa, siguiendo a sus
reyes. Desde luego, raras veces eran capaces de darse cuenta teológica del
contenido de la fe que abrazaban.
Conversión de los bárbaros
Si
convertirse, según el Evangelio, significa ante todo metanoia, cambio del modo
de pensar, es claro que en una conversión masiva ese cambio corre el peligro de
ser insuficiente. Y lo confirma la historia de la vida religiosa en los
primeros siglos cristianos del medioevo.
Pero
igual de malo, o peor, fueron otras conversiones “ilustradas” cuando se guiaban
por falsas interpretaciones del cristianismo, como las judaicas o gnósticas,
muchas veces causadas por malas traducciones del Evangelio.
Las
conversiones en masa requirieron un proceso lento y paciente de asimilación
auténtica de la fe hasta que se hiciera vida, tarea que por otra parte todo
cristiano sabe, o debería saber, que no terminará nunca.
Pero
esas conversiones masivas tenían la ventaja de poner de manifiesto la unidad de
la comunidad. La fidelidad del séquito a su rey, siguiéndole incluso en la fe
que abrazaba, era imagen de algo mucho más fuerte: la comunión de los santos.
Y
es bueno recordar, según la enseñanza de Jesús, que la aceptación del reino de
Dios no está reservada a los sabios, antes bien a los sencillos y humildes.
Unidad
de la verdad y valores objetivos
Quizá
pocos como san Agustín (354-430) han encarnado el espíritu cristiano. El obispo
de Hipona une una piedad personalísima (la piedad de una mente genial y
poderosa) con la fidelidad a la Iglesia (a su principio vital, que es
Jesucristo, e inseparablemente al primado de Pedro, garantía de la unidad de
doctrina).
Agustín de Hipona
San
Agustín es modelo de la síntesis católica, que une a la conmoción personal y
subjetiva la aceptación de unos valores objetivos. Nada tiene valor si tras
ello no está el hombre interior que lo hace suyo. Pero el hombre interior no es
la medida de sí mismo y de las cosas, sino que frente a él está
indefectiblemente la única Iglesia fundada por Jesús.
Abusos
Frecuentemente
encontramos en la historia de la Iglesia anomalías religiosas y morales. Pero son
menos de lo que han querido hacernos creer las leyendas negras y otras
manipulaciones históricas de quienes tienen a la Iglesia por enemigo a batir.
La
mejor apologética, la única verdadera, es la verdad. Y eso exige constatar la
realidad como es, con el esfuerzo de rigor técnico que merece el objeto de investigación.
Sombras las ha habido, porque intervenimos personas. Pero la verdad exige que
se tome en consideración todo el curso de las cosas, y no solo las sombras. Y
tener en cuenta que lo malo hace más ruido que lo bueno. El mal es agresivo y
chillón, y por eso permanece en la memoria de los pueblos. El bien es más
discreto.
Lo
más importante es que las anomalías siempre han sido vencidas y superadas por
la Iglesia, y de ello se deduce que la santidad de la Iglesia es sustancial y
no depende de la debilidad de sus miembros. La Iglesia es iglesia de pecadores,
y en el curso de la historia a veces lo ha sido de forma trágica. Pero ¿en qué otra
institución formada por hombres no ha habido errores? Y ninguna como la
Iglesia ha estado dispuesta a reconocerlos y pedir perdón siempre que ha sido
necesario.
Incluso
en los tiempos más oscuros, Dios siempre ha regalado a su Iglesia santos para
hacerla resurgir de nuevo. Santos en los que verdaderamente se instaura el
reino de Dios en la tierra, que no consiste en un reinado humano, sino en la
plenitud de la fe en los miembros de la Iglesia.
“El
Reino de Dios está dentro de vosotros”: ahí es donde Dios quiere reinar. Y
después… pax Christi in regno Christi! En la medida en que Dios reine en cada
corazón humano, reinará en el mundo.
Comprensión
progresiva de la Revelación
Jesucristo
nos trajo una revelación divina que nuestro entendimiento nunca podría haber
encontrado por sí solo, y que incluso ahora no captamos en todo su pleno
sentido. Ya lo anunció el mismo Jesús: nuestra capacidad intelectual,
portentosa pero limitada, irá comprendiendo progresivamente las insondables
riquezas contenidas en el Evangelio, con ayuda del Espíritu Santo. Por eso nos
lo envía. “El Espíritu de verdad os
guiará hacia la verdad plena.” (Jn 16, 13)
Incluso
en esta tierra nunca conoceremos la plenitud de la verdad, aunque se nos dé
conocerla poco a poco más claramente: “Porque ahora vemos como en un espejo,
borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto,
entonces conoceré como soy conocido.” (1 Cor 13, 12)
El
crecimiento del reino de Dios obedece a grandes leyes fundamentales, que es lo
contrario de una fijación literal inicial de todos los detalles. Hay una
evolución en la Iglesia: la prometida conducción a la verdad completa por el
Espíritu Santo, que en el transcurso del tiempo llega a convertir en fórmulas
explícitas revelaciones contenidas implícitamente y como en germen en la
predicación de Jesús: son los dogmas.
Dogma
y controversias
Las
definiciones dogmáticas de la Iglesia (precedidas con frecuencia de duras
controversias doctrinales durante los siglos V al VII) salvaguardaban el núcleo
de la verdad cristiana, impidiendo la interpretación unilateral y herética, y
el consiguiente empobrecimiento del contenido de la revelación.
Concilio de Éfeso
Los
dogmas guardan íntegro para las sucesivas generaciones el depósito de la fe
revelada por Dios. No significan rigidez teórica del cristianismo, sino un gran
valor religioso, puesto que contienen la verdadera doctrina de salvación, que no
es invento humano.
Los
dogmas son garantía de unidad y fuente de confianza en los creyentes, y sólo se
entienden por la fe en la especial asistencia prometida por Dios a Pedro y a
sus sucesores.
Pero
si el Espíritu Santo garantiza la verdad de lo declarado como dogma (hay muy
pocos dogmas en la Iglesia, los justos e imprescindibles), no aprueba en cambio
los usos y modos de los debates doctrinales que a veces precedieron a esas
declaraciones dogmáticas, muy duros y con frecuencia mediatizados por la
política, el odio o el egoísmo.
Esas
controversias lesionaron el amor fraterno en nombre de la verdad, y por eso
debilitaron la fuerza evangelizadora del cristianismo, lo disgregaron, y
prepararon que el islam lo hiciera desaparecer en Asia Menor y otras zonas que
habían sido cristianas desde la primera hora.
Si
la historia está para enseñar lecciones, esta es una de ellas: el cristiano
nunca puede olvidar que toda afirmación y todo conocimiento debe estar
impregnado por el amor: “la verdad sea dicha con caridad.” (Ef 4, 15).
Herejías
y escisiones
La
base para valorar las escisiones que se han dado en la historia, y que aún
perviven, es la explícita Voluntad del único Señor: no debe haber más que una
única Iglesia y una doctrina, un único pastor y un único rebaño. Es la oración
de Jesús al Padre: “Ut omnes unum sint!” (Jn 17, 2) “¡Que todos sea uno!” Una
súplica de Quien conoce nuestra debilidad y nuestra soberbia, capaz de todas
las enemistades y rupturas.
La
unidad del cristianismo depende de la unidad de la verdad. Pero queda un atisbo
de esperanza. El cristianismo no es solo una doctrina. Es fundamentalmente una
Persona: Jesucristo. Por eso no hay separación absoluta cuando se mantienen la
fe en Jesucristo, Señor y Redentor, Dios y hombre.
Eso
explica que algunas de las ramas separadas por deformaciones de la verdad
cristiana hayan seguido dando frutos y hayan permanecido. Y que debamos seguir
rezando, con Jesús, por la plena unidad de su rebaño entorno al único Pastor.
La
herejía no debe identificarse con maldad u orgullo. Muchas veces procede de un
ardiente celo de personas con grandes dones naturales, que buscan personalmente
la verdad salvífica correcta.
Lo
que evidencian las herejías es la limitación cognitiva del hombre. Para
remediarlo estableció Jesús el primado de Pedro, y esa es la norma segura: ubi
Petrus, ibi Eclesia.
Escándalos
Escándalos
entre los cristianos hubo siempre, porque no siempre se guardaba el alto nivel
moral exigido por la doctrina cristiana. Esto ya lo anunció Jesús en la
parábola del trigo y la cizaña, y de los peces buenos y malos arrastrados por
la misma red, o del invitado a la boda sin traje nupcial.
La
Iglesia desde el principio tuvo en cuenta la mediocridad religiosa y moral de
los hombres, y afirmó que a pesar de sus miembros indignos pervivía la santidad
objetiva, ya que Dios mismo es su origen y protagonista.
Pero
fue precisamente la vida ejemplar de los primeros cristianos, que chocaba con
las conductas depravadas reinantes en el decadente imperio romano, lo que
atrajo a los gentiles hacia la Iglesia.
Más
que sus escritos y doctrinas, lo que atraía de los cristianos era su conducta y
sus costumbres, porque la profesión de fe implicaba inseparablemente una
renovación de la vida moral que se manifestaba en el estilo de vida: era un
verdadero cambio de la manera de pensar.
Turbio
origen de las leyendas negras
Una
de las fábulas contra la Iglesia consiste en asegurar que en uno de sus
concilios (el de Macon, en el año 585) se negó que las mujeres tuviesen alma.
La
realidad es más sencilla: uno de los participantes en el concilio pidió que no
se empleara el término “hominem” para designar a las mujeres, pues “homo”
significa varón, y no el genérico “hombre” que se solía usar para designar a
toda persona, varón o mujer.
La
falsa interpretación de esa precisión lingüística dio origen a una mentira
extendida aún hoy entre algunos ateos militantes.
Europa
se hizo peregrinando
Las
peregrinaciones piadosas tienen su origen en el ejemplo de Jesús y sus
apóstoles, en su predicación ambulante en busca de los hombres, y en la
tradición de acudir en peregrinación al templo, a los lugares santos.
Existe
una honda conciencia en la persona de que la vida es un viaje hacia nuestro
destino definitivo. Cada peregrinación es una imagen del viaje de la vida.
Caminar hacia un lugar santo nos trae a la mente el caminar de la vida hacia el
cielo, y la necesidad de implorar un buen camino.
Son
lugares santos los que han sido bendecidos por la huella de Jesucristo, de la
Virgen, de los Apóstoles o de los santos. Desde el momento en que Dios se
encarnó en un tiempo y en un lugar determinado, ya es lícito creer que Dios ha
querido santificar un lugar más que cualquier otro. El cristiano no sigue a unas
ideas o a una doctrina, sino a una Persona que ha pisado nuestra tierra.
Por
todo eso tienen sentido evangélico las peregrinaciones. Ya en el siglo IV
tenemos constancia de la emperatriz Elena y la monja Egeria peregrinando a
Tierra Santa.
Las
romerías tienen su origen en el deseo de ir a Roma para visitar la tumba de san
Pedro, y pronto pasaron a designar otras peregrinaciones, como a los lugares en
que de modo especial se venera a la Virgen, que siempre ha estado presente en
la vida de los cristianos.
Esas
peregrinaciones, que transcurrían por itinerarios que desde todo el orbe
cristiano conducían a Roma, a Santiago, a Loreto…, contribuyeron a hermanar
a gentes de todos los pueblos y naciones que profesaban la misma fe.
El
monacato y la renuncia al mundo
La
renuncia al mundo enseñada por Jesús fue tomada en sentido literal y dio origen
al monacato, que nació en Egipto en el siglo IV y de ahí pasó a Occidente. El
monacato fue considerado como refugio genuino de la renuncia al mundo, entendida
como expresión máxima del “sólo una cosa es necesaria” predicado por Jesús.
Cartuja de Porta Coeli, Valencia
Pero
si eso era “lo más”, fácilmente se debería haber previsto que quien no seguía
ese camino quedaba en un plano inferior en su coherencia cristiana. Tuvieron
que pasar muchos siglos hasta que, de manera práctica, se entendiese el sentido
de las palabras de Jesús, que a todos pide “sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto.”
Esa
máxima perfección a la que todo cristiano
debe aspirar, no podía significar que todos tuvieran que abandonar sus
familias y trabajos (“el mundo”) para alcanzarla. Pero en la práctica así se
entendió durante muchos siglos.
Santidad
en medio del mundo
Siempre
hará falta el precioso testimonio de monjes y religiosos, que con su renuncia
dan testimonio de qué es lo esencial y prioritario. Su presencia ha sido y será
determinante en la historia de la Iglesia.
Pero
forma parte del designio de Dios que la inmensa mayoría de sus fieles, que son
los laicos, descubran y asuman su misión en el mundo, sin salir de él, de sus familias,
de sus trabajos, de su contribución a la construcción de una sociedad más
justa. Los laicos tienen la misión de santificar el mundo desde dentro, para ordenarlo de
nuevo a Dios. Y de hacerse santos en el cumplimiento de esa tarea.