La columna de hierro. Taylor Caldwell. Ed. Maeva
Biografía novelada de
Marco Tulio Cicerón. Nacido en el año
106 y muerto en el 46 antes de Cristo, vivió en momentos de esplendor del Imperio Romano, cuando mentes lúcidas como la
suya ya intuían su inevitable declive, a
causa de la ambición y corrupción de la clase dirigente.
Antes de comenzar a redactar el libro, Taylor Caldwell
realizó junto a su marido un gran trabajo de documentación, que comenzó en 1947
con la traducción de todas las obras y correspondencia de Cicerón, conservadas
en el Archivo Vaticano. Empleó después un total de siete años en la redacción del
libro, que iba acompañada de un arduo trabajo de investigación
para recrear con detalle la vida y costumbres de la época.
Taylor ve un terrible paralelismo entre la historia de la República Romana y la de los Estados
Unidos de América (y de todo el Occidente
contemporáneo, podríamos añadir). El
menosprecio de las naciones a las normas
establecidas en la Pax Romana, que
pretendía un gobierno mundial conciliador, le parece muy
similar al desprecio actual a la letra
de la Carta de las Naciones Unidas.
Cicerón lo advirtió, con frase de Aristóteles: “Las naciones que ignoran la Historia están condenadas a repetir sus
tragedias”.
Fue el mejor jurista y abogado de Roma. Sus dotes oratorias, bien cultivadas durante años, eran espectaculares,
con un enorme poder de seducción. Sus famosos discursos contra Catilina,
verdaderas arengas a favor de la libertad,
están construidos con tal perfección que podría
repetirlos un político actual. “La libertad no significa aprovecharse de las
leyes con intención de destruirlas. No es libertad la que permite que el
caballo de Troya sea metido dentro de nuestras murallas y que los que vienen
dentro sean oídos con el pretexto de la tolerancia”.
Destacó además como escritor, poeta, filósofo, moralista y
político. Introdujo en Roma la savia de la filosofía griega. En un mundo en que
no estaba de moda la moral, trató
siempre de interrogarse acerca de la
bondad o maldad de los actos humanos, y especialmente de los actos de los
políticos, que deberían trabajar a favor del pueblo y tantas veces lo utilizan
para su propio provecho personal, con una retórica manipuladora y disfrazada de
palabras de democracia.
Defendió que los derechos
de los hombres están por encima de los del Estado, que la libertad nunca
debería ser amenazada por leyes perversas. Denunció y desafió a los dictadores
y el ansia de poder de los hombres malvados que se hacen con los recursos del
Estado. Murió asesinado precisamente por
orden del Estado, durante el triunvirato
de Marco Antonio, Octavio y Lépido. Los poderosos no
soportaban sus alegatos acerca de la necesidad de que el poder respete la ley:
“El poder y la ley no son sinónimos. La
verdad es que con frecuencia se encuentran en irreductible oposición”.
El diálogo con la pragmática Terencia, su mujer, refleja el dilema de todo hombre honrado, que
prefiere mantenerse alejado de una política en la que sólo suelen triunfar los
más astutos o los que compran cargos: “La virtud, las dotes de mando o la
capacidad son cualidades que no cuentan para nada. Si sólo se hubiera de elegir
a hombres virtuosos y capaces, seguro que la mitad o más de los cargos de Roma
quedarían vacantes” (505). Denunció a los “políticos que retuercen la verdad
sobre sus adversarios y trabajan por difundir falsedades acusatorias hasta
convertir al inocente en culpable a los ojos del pueblo” (714): nihil novum sub sole!
Pero una frase de Pericles
pone el dilema en su punto justo: “No decimos que el hombre que no se interesa por la política se ocupa tan sólo de sus
propios asuntos. Lo que afirmamos es que no
tiene nada que hacer en este mundo”. (148) La política precisa de personas
honradas, dispuestas a sufrir si llega el caso el odio y la ingratitud de las
masas, manipuladas con tesón y constancia precisamente por quienes sólo buscan
en la política su propio provecho. (703)
Sus tratados sobre los deberes para con Dios y para con la
patria, especialmente De Republica,
continúan siendo citados dos mil años después de ser escritos. Igualmente
famosas son sus cartas a Ático, su
editor, quien supo valorar la calidad de sus textos: “edades aún por nacer serán las receptoras de tu
sabiduría y todo lo que has dicho y escrito
será una advertencia para naciones aún desconocidas”.
También se conserva una amplia correspondencia con Julio
César, gran amigo desde la infancia, aunque siempre hubo entre ellos una
relación de amor y odio. Cicerón conocía bien a César y no se fiaba de sus
intenciones. Sabía que era un trepador. César dijo de él con su cinismo
habitual: “Siempre querré a mi pobre
Marco (Tulio Cicerón), que jamás
cesó de buscar la virtud, sin comprender que no existe en este mundo”.
El ansia del Dios verdadero, patente en la obra de Cicerón, está muy bien reflejada en el libro. Cicerón
conoció el judaísmo y las profecías de la Sagrada
Escritura acerca de la venida del Redentor
del mundo. Sus escritos revelan que participó de la gran expectación universal que
estremeció en su época a hombres justos de
todas las naciones. Sentían próximo el Nacimiento
de un Salvador que devolvería al mundo su inocencia original, y rezaban al Dios desconocido que liberaría a la humanidad de la tiranía del mal y del pecado. “Ha sido prometido a todos los hombres que
tienen oídos para oír y alma para comprender” (725).
Conocía el texto de Sócrates:
“A los hombres les nacerá el Divino, el Perfecto, que curará nuestras heridas,
que elevará nuestras almas, que encaminará nuestros pies por el sendero
iluminado que conduce a Dios y a la sabiduría, que aliviará nuestras penas y
las compartirá con nosotros, que llorará con el hombre y conocerá al hombre en
su carne, que nos devolverá lo que hemos perdido y alzará nuestros párpados de
modo que podamos ver de nuevo la visión”. (420)
La lectura del libro de Job
le deslumbra. “El hombre no ha sido creado para que se compadezca de sí mismo
ante el Eterno y se describa como un ser débil. Fue creado para que él mismo
llegara a ser uno de los dioses. El hombre debería pasarse la vida agradeciendo
el don no merecido del alma y el cuerpo, de contemplar los tesoros que le
rodean aunque fuera solo mortal. Pero Dios nos ha prometido una vida inmortal”.
(473) No lo llegó a conocer, pero el gran acontecimiento, el Nacimiento del
Mesías esperado, sucedió al término de
sus días.
La obra de Taylor C. aporta conocimientos históricos muy de
agradecer por los no especialistas. La
contextualización y recreación de la vida en la Roma de la época está muy lograda.
Sorprende por ejemplo conocer que hace más de dos mil años Roma
ya disponía de periódicos diarios
(tres, rivales entre sí) y que eran utilizados para difundir propaganda,
también política. Julio César fue uno de sus columnistas más destacados.
Contiene elementos muy
válidos para aprender a juzgar sobre la
sinceridad de las palabras y gestos de quienes viven en o de la política. Sin
duda Caldwell escribe pensando en los males de nuestra
época, pero es respetuosa con el mensaje de Cicerón: “El político que promete puede estar seguro siempre de
contar con entusiastas seguidores”. Lacras de la vida pública como el recurso
al halago del pueblo y a la mentira no son de ahora. Y el riesgo que acecha siempre
al político honrado, que sufre incomprensión y es puesto bajo sospecha cuando sólo intenta hacer el bien: “Los hombres,
antes que creer la verdad, prefieren pensar mal de los otros hombres”. (697)
Junto a textos que hacen pensar, abundan también las ideas que cautivan y llenan de esperanza.
Así, el momento en que Cicerón recita una
poesía de Lucrecio a unos conocidos (“todo
fluye, nada permanece…”) y de pronto surge en su interior la visión de una
evidencia: no tiene sentido su angustia ante la lenta agonía de Roma. Puede
morir Roma, como han muerto otras muchas civilizaciones. Pero Dios permanece, permanecen sus planes
hacia la humanidad. Y por eso la irremediable ruina de Roma no debe ser motivo
para dejar de luchar contra el mal, porque los que luchan contra el mal son los
soldados de Dios, que permanece y vive siempre. Los impíos mueren, pero el
hombre persiste. (437)
Parece que Cicerón no acertó en sus dos matrimonios. Su
retrato de la mujer terrible refleja
una dura experiencia propia: “Meterá las narices en todos tus asuntos, te dará
consejos y te hará reconvenciones si no los sigues. Sabrá todo lo que haces. Es
dominante y tacaña y ella decidirá quiénes han de ser tus amigos. Vuestros
hijos serán de ella y no tuyos. Serás un verdadero esclavo de sus caprichos y
pronto te convencerá de que estás loco”. (485)
En suma: una obra valiosa, de lectura grata y enriquecedora. Vale
la pena.
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