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domingo, 4 de junio de 2023

Amabilidad, esencia de la cultura

Escena de El festín de Babette


Tras el esteticismo de algunas personas refinadas, que se tienen por artistas y creadores de cultura, se esconde muchas veces el vacío y el hielo, la falta de la experiencia de un contacto noble y abierto con personas sencillas, normales.

 

Ese esteticismo es incapaz de alcanzar la altura de los valores humanos que emergen en la simpática charla familiar de una madre con sus hijos, en la amable tertulia de amigos que comparten experiencias, en el foro público cuando sirve para un intercambio razonado y respetuoso de puntos de vista. En ese diario encuentro entre personas normales es donde verdaderamente se crea la cultura.

 

Woody Allen decía a propósito de una de sus películas: “Un hombre ordinario, no brillante, un no intelectual, tal vez sin la apariencia de la distinción, si se abre con sencillez a los seres humanos, toca más de cerca que el artista a la fuente, a la esencia de la vida.”

 

Si el corazón y los sentimientos están helados, cerrados a dar y compartir con las personas reales que nos rodean, de poco sirve refugiarse en el arte o en las abstracciones políticas. De ahí no puede emerger ninguna cultura auténtica, esa que nos hace mejores y es por tanto la verdadera cultura de progreso.  

 

Sólo cuando uno vive con realismo, abierto a encontrarse con quienes le rodean, dispuesto a dar y compartir, a escuchar y dialogar amablemente, libre de imposiciones y rencores, cuando lleva a la práctica que la vida está por encima de la cultura, empieza a nacer la verdadera cultura que hace grandes a los pueblos. 


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El festín de Babette


 

martes, 16 de agosto de 2016

Elegancia, belleza, dignidad

Elegancia y dignidad humana





        “La elegancia, algo más que buenas maneras”, es el título de un sugerente artículo que publicó en la revista “Nuestro Tiempo” el joven filósofo Ricardo Yepes Stork, fallecido prematuramente. Acabo de releerlo, y lo resumo aquí, con algún añadido.


De la mano de los clásicos, Yepes aporta reflexiones sustanciosas sobre uno de los frentes desde los que se acosa hoy la dignidad humana: el feísmo y la vulgaridad en las relaciones, que parecen negar la infinita capacidad del ser humano de alcanzar el  bien y la belleza, de convivir en armonía.



No se trata de un aspecto marginal. La estrecha relación entre elegancia y dignidad exige una serie de actitudes que resaltan  la dignidad humana. Yepes destaca tres: la vergüenza, el pudor y la elegancia. Con ellas, la persona es capaz de elevarse desde la fealdad a la belleza.



Son actitudes diversas, pero inseparables. Unas sin las otras se caen. No son conceptos reservados a las élites. Personas muy humildes las poseen, y resplandece en ellas esa belleza de la dignidad preservada. Quien no las posee está manifestando que tiene en poca estima su dignidad, y no será capaz de remontar el vuelo de lo zafio a lo bello.




Vergüenza

        Se siente vergüenza de lo feo presente en la persona. Sentir vergüenza es sentirse feo por algo que aparece como indigno del propio valor. Lo indigno es vergonzoso, incluso ofensivo, porque es irrespetuoso hacia uno mismo o hacia los demás. 

     
     Sentimos vergüenza cuando nos vemos, o somos vistos,  de un modo dolorosamente inferior a nuestro valor,  o con la intimidad tan  indebidamente expuesta a miradas extrañas que sentimos la necesidad de ponernos a cubierto, que es la actitud propia del pudor.




Pudor


   El pudor, virtud poco conocida y muy maltratada, es una actitud profundamente humana que sirve para preservar la dignidad. Es el amor a la propia intimidad. Es la expresión corporal del derecho a la intimidad y a la propia dignidad. El pudor precede a la vergüenza, porque reserva la intimidad, no la comparte con cualquiera, y por eso permite ser intensamente dueño de uno mismo.


El pudor es la inclinación a mantener latente lo que no debe ser mostrado, a callar lo que no debe ser dicho, a reservar a su verdadero dueño el don que no debe ser comunicado más que a la persona a la que se ama. Porque amar es donar la propia intimidad. 


Sólo ante la persona amada somos transparentes, porque amar es darse. Si no poseemos la intimidad no tendremos nada que dar al amado. El pudor es la actitud, presente en gestos, vestimentas y palabras, que permite vislumbrar que aún queda algo oculto y silenciado: la persona misma, en todo su valor.



Desnudez


    Como el cuerpo es parte de nuestra intimidad, el pudor es también resistencia a la desnudez. Es una invitación a buscar a la persona más allá del cuerpo. Es la resistencia a que el cuerpo sea tomado sin la persona que lo posee, como una simple cosa. El acto de pudor es una petición de reconocimiento, como si el mirado dijera: “no me tomes por lo que de mí ves descubierto; tómame a mí como persona”.


       El carácter sexuado del cuerpo da a la desnudez cierto carácter erótico, una realidad natural de atracción que no se puede obviar en las relaciones humanas, y que es origen de pautas de comportamiento entre varón y mujer: es la conducta pudorosa, que  sabe distinguir lo oportuno de lo inoportuno,  y busca preservar la interioridad a miradas extrañas para darla sólo a quien se ama. 


      No se puede ofrecer la intimidad que ya no existe porque se ha expuesto como mercancía en venta. Lo “decente”, que significa “lo que dice bien” de la persona, es preservar la íntima desnudez para el ser amado. Considerar esto algo anticuado es un grave error,  y causa de no pocas crisis personales y sociales.




Elegancia y cortesía


    Elegancia es la presencia de lo bello en la figura, en los actos y movimientos, el mantenimiento de esa compostura que hace a la persona no solo digna y decente, sino bella y hermosa ante sí y los demás.


Compostura es ausencia de fealdad en la figura y conducta. Es la clásica “modestia”, que es la cualidad de lo humilde, de lo no engreído, de lo que se presenta con escasez de medios. La hermosura de lo sencillo. Es la ciencia de lo “decente” (“lo que dice bien”) en el movimiento y costumbres de la persona. Ausencia de lo sucio y presencia de lo limpio. Orden, saber estar, saber moverse, en el momento y con los gestos adecuados. Quien pierde la compostura en cierto modo  pierde la dignidad.


Parte de la compostura es la cortesía,  que significa tratar correcta y educadamente a las personas (lo que implica un reconocimiento de que son dignas de buen trato). Cortesía es –dice Octavio Paz- una escuela de sensibilidad y desinterés, que nos exige cultivar la mente y los sentidos, aprender a sentir  y hablar, y en ciertos momentos a callar. Es cortesía omitir todo detalle que resulte molesto, invasor, vergonzoso o irrespetuoso. El Papa Francisco alude a esto en su carta sobre la alegría del amor.


      Compostura y cortesía exigen “arreglo”: ocuparse de uno mismo, de la propia apariencia, cuidar la exterioridad. No se trata de artificios hipócritas, sino de un aprendizaje humano que civiliza los instintos. Son aspectos básicos que están en la base de la educación de la elegancia.


Tomás de Aquino es aún más rotundo: la amabilidad es una exigencia irrenunciable del amor, y por eso “todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean”.  Las buenas maneras transforman la animalidad en humanidad.




Gusto y estilo


      La compostura nos lleva a no desentonar. Pero la elegancia va más allá: además es atractiva. Ser elegante requiere desarrollar el gusto y el estilo para llegar a ser atractivo, adquirir la capacidad de sobrevolar por encima de lo zafio y vulgar.




       


       
       Ser elegante es tener buen gusto, saber reconocer lo bello, y eso requiere tener la mirada puesta en un todo con el que se debe contrastar cuanto se mira. Es tener la capacidad de reconocer las cosas bonitas o feas porque se tiene la referencia a un todo que ilumina como adecuado o inadecuado cada cosa que miro. 


       Elegancia es un modo de conocer, un sentido de la belleza o fealdad de las cosas, que se aplica no solo a la naturaleza o el arte, sino a las costumbres, la convivencia, la conducta, las obras humanas, o a las personas mismas. Y no es innato: depende del cultivo espiritual que cada uno adquiera. 




Belleza



        Belleza es armonía y proporción de las partes en el todo. Pero el todo de  la persona es mucho más que cuerpo y vestido. La persona que cuida su apariencia exterior con arreglo al buen gusto está bella. Pero ser bella,  toda la persona y no sólo su exterior, requiere que todo el ser  posea la armonía y plenitud propia de lo íntegro y proporcionado. 


       Una persona es bella si lo es su lenguaje, su conducta, su conversación, sus gestos; si sabe estar y relacionarse, si sabe convivir, si es capaz de poner en juego con constancia ese conjunto de hábitos operativos buenos que llamamos virtudes,  que nos convierten en personas agradables y atractivas


        Hay belleza en la persona que posee perfección, porque tiende a lo que le perfecciona, a lo bueno. Bien y belleza se identifican. No todo perfecciona al hombre, no todo le conviene. Quien sabe dominarse, quien busca lo mejor y se esfuerza por alcanzar lo más elevado, aunque sea arduo, deja atrás lo feo y vulgar para recorrer el camino de la verdadera elegancia, que lleva a la belleza buena, esa belleza que radica en el alma y embellece a la persona entera.



        Elegancia es la presencia de lo bello en la persona. Hay belleza en una acción generosa, y fealdad en el egoísmo. Es fea la persona avara, insolidaria, chismosa, envidiosa, lujuriosa, mentirosa, despilfarradora… por mucho que domine los colores o sepa gesticular con las manos. 


         La íntima unión de cuerpo y espíritu  no permite que engañe por mucho tiempo la aparente armonía exterior de quien tiene el alma ennegrecida por un vicio. La belleza moral es raíz de la verdadera belleza, porque radica en lo más profundo del ser humano. Se manifiesta en un rostro noble y atrayente, incluso en las personas físicamente menos agraciadas. El rostro es una gran epifanía de la persona (Levinas).



        El Papa Francisco, en La alegría del amor, dedica un tierno recuerdo a la belleza del gesto del personaje central de la película El festín de Babette. La generosa cocinera, al término de la magnífica cena en la que ha gastado todo lo suyo, con la que ha conseguido hermanar y llenar de alegría a una comunidad antes gélida y dividida, recibe un abrazo agradecido y un elogio: “¡Cómo deleitarás a los ángeles!”. Los ángeles (y también nosotros) se deleitan con la belleza de los gestos de amor desinteresado y alegre. 






       Es la belleza de quien sabe alegrar la vida a los demás con lo que tiene a su alcance. Esa clase de belleza que comienza en el corazón y se irradia al exterior a través de una sonrisa sencilla y perfecta.  Una belleza que contemplamos cada día en tanta gente buena, que se deleita en hacer el bien a los demás desinteresadamente. Y que no está en la vanidad de quien se mira a sí mismo, que sólo piensa en ser amado, y no en amar.



Naturalidad


       Elegancia es la naturalidad de quien actúa espontáneamente, con mesura, con un gusto y estilo personal que muestran una belleza poseída desde lo más hondo de la persona. La elegancia no es mera imitación exterior de un modelo. No es enajenarse tratando de seguir al fetiche icónico del momento. Es expresión de un mundo auténticamente personal, propio, poseído.


***


     Quien ama su dignidad cuidará su elegancia, y con ello añadirá a su persona ese punto de belleza que la hace más amable y atractiva. No es narcisismo: es una preparación para el encuentro con los demás, una búsqueda de la nobleza humana en el convivir.


Elegancia es crear un ámbito que está más allá de la pura utilidad: es presentación alegre y festiva de la persona, que sabe encontrar siempre motivos para expresar alegría por medio de la “buena presencia” y del adorno, y por eso se hace más merecedora de la estima propia y ajena.






viernes, 5 de abril de 2013

El festín de Babette






Me ha encantado descubrir que una de las películas preferidas del papa Francisco es El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987, Óscar a la mejor película extranjera).  Coincidimos, también en esto.  Una película maravillosa sobre cómo una sociedad de ambiente gélido e individualista, donde  cada cual va a lo suyo y mira con desconfianza a los demás, puede ser transformada por una sola persona con capacidad de querer.


El festín de Babette es una  bella metáfora  de la fraternidad que debería reinar en la convivencia  social. Una metáfora en la que las diversas  sensibilidades pueden percibir diversos estratos de significado, cada vez más profundos.


El festín de Babette es, en el plano más superficial, un homenaje  al sentido social y humano que se esconde detrás de algo en apariencia tan material como la gastronomía, el noble oficio de cocinar.  Porque comer no es una mera necesidad biológica, propia de animales. El hombre es animal pero es también espiritual, y su dimensión espiritual es capaz de transformar la comida en un arte con el que agasajar a los demás, en una manifestación de cariño y afecto. Babette, en su festín, muestra cómo el trabajo abnegado en la cocina  es capaz de encender  y unir corazones antes gélidos y distantes. "Yo podía hacerles felices cuando daba lo mejor de mí misma". 



En un segundo plano más profundo, la película es también un bello canto a la generosidad, a la capacidad humana de dar sin esperar nada a cambio. En toda familia que funciona hay al menos uno o una que viven con ese espíritu generoso y desinteresado. Como explica magistralmente Higinio Marín en este artículo , es esa generosidad la que impulsa a decir a Babette a quienes les parecían una exageración su entrega: "Dejadme que lo haga tan bien como soy capaz"


En un tercer plano la película muestra, a mi juicio,  el contraste entre el calor de la fe católica de Babette, que afirma que el mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios, y  esa fría desviación del cristianismo que es el calvinismo puritano, dominante en el pueblo danés al que ha llegado la  cocinera  francesa Babette. La fe católica aporta alegría y ganas de vivir, nada que ver con la negación y amargura del puritanismo. Una alegría que se manifiesta desbordante cuando Babette prepara su magnífico festín, sin reparar en sacrificios ni gastos, dándolo todo. 


Y en ese festín se intuye el  cuarto plano, el más profundo: una gran  metáfora de la Eucaristía, el verdadero Festín, el Gran Derroche de generosidad que nos transforma y hermana.  La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia y de cada católico. Es la Mesa que nos hermana, el hogar familiar en torno al que todos y  cada uno encuentran calor y se sienten queridos. En la Eucaristía, ese gran festín en que la comida es el mismo Jesucristo, que se entrega en un exceso de generosidad, surge y crece la concordia y el hermanamiento entre los hombres. Ese es, quizá, el significado más hondo que ha querido expresar Gabriel Axel


El cardenal Bergoglio, cuando  Sergio Rubin y Francesca Ambroguetti le preguntan si la Iglesia no insiste demasiado en el dolor como camino de acercamiento a Dios, y poco en la alegría de la resurrección, contesta lo siguiente:


“Es cierto que en algún momento se exageró la cuestión del sufrimiento. Me viene a la mente una de mis películas predilectas, La fiesta de Babette, donde se ve un caso típico de exageración de los límites prohibitivos. Sus protagonistas son personas que viven un exagerado calvinismo puritano, a tal punto que la redención de Cristo se vive como una negación de las cosas de este mundo. Cuando llega la frescura de la libertad, del derroche en una cena, todos terminan transformados. En verdad, esa comunidad no sabía lo que era la felicidad. Vivía aplastada por el dolor. Estaba adherida a lo pálido de la vida. Le tenía miedo al amor.” (El Jesuita. Conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio. Ed Vergara).


      Sobre la Eucaristía, me ha parecido también muy sugerente esta explicación de Rainiero Cantalamesa. Y esta de san Josemaría . Ver también: Amabilidad, esencia de la cultura