Cuando ciencia y fe caminan juntas
Ya he anotado
aquí breves reseñas personales de varios
libros sobre la ciencia y la fe. La última, esta relectura de Creación y pecado, de Joseph Ratzinger. Una verdadera delicia
para la inteligencia, que he recomendado también a amigos que no tienen fe.
Otros
títulos en la misma línea han sido Razonespara creer, de André Leonard; Cienciay Fe: lo que sabemos del origen del Universo, de Diego Martínez Caro; Galileo y la Iglesia, de Walter
Brandmüller; Ciencia y fe: Nuevasperspectivas, de Mariano Artigas.
Y es que hay
preguntas que nos implican mucho. ¿Qué sabemos de nuestro origen, del universo
que nos rodea, de nuestro destino último? ¿Qué podemos saber con la luz de
nuestra inteligencia? ¿Qué nos dice la fe católica? ¿Hay alguna
incompatibilidad? Son cuestiones que atraen a cualquiera, siquiera sea por un mínimo de curiosidad intelectual.
Por otro
lado no son pocos los que se han dejado influir por esa idea poco razonable y en absoluto demostrada
de que la ciencia ha desbancado a la fe.
Y es preciso recordar lo obvio con frecuencia: ciencia y fe tienen
ámbitos distintos, y avanzan juntas por el camino de la verdad.
No sólo no
hay incompatibilidad entre ellas, sino que la ciencia ha nacido y se ha
desarrollado gracias a un sustrato cristiano, de hombres de ciencia que por su
fe cristiana creían en un universo racionalmente ordenado por su Creador, no
abandonado a fuerzas ciegas y arbitrarias.
La inmensa mayoría de los grandes científicos han sido y son creyentes.
Comentaba
ayer estas ideas con mi amigo Vicente
Miquel, catedrático de Matemáticas. Y
repasábamos la larga lista de científicos que las comparten. Recordamos por ejemplo el caso del científico
belga George Lemaître, a quien
debemos el descubrimiento de la teoría del átomo primitivo, o Big Bang, en 1927. Pocos saben que Lemaître no sólo era un
ferviente católico, sino que además era sacerdote. De él dijo Eddington que "da una respuesta asombrosamente completa a los diversos
problemas que plantean las cosmogonías de Einstein
y de De Sitter". Y
Einstein, que estuvo informado de los trabajos de Lemaître y asistió a alguna
de sus conferencias, afirmó que era el científico que mejor había comprendido
sus teorías de la relatividad.
Lemaître desde muy joven supo que había dos caminos
para llegar al conocimiento de la verdad. Uno era la ciencia. Y el otro la fe. Decidió recorrer con ímpetu los
dos. Estudió ingeniería, matemáticas, física y astronomía. Y estudió a fondo
filosofía y teología. Destacó en la ciencia. Su teoría del átomo primitivo, reconocida
y aplaudida por Einstein, fue acogida por el mundo científico tras superar algunas injustas
reticencias de quienes ponían en duda su valor científico por su condición de
hombre de fe. Lemaître destacó como
científico. Y destacó como hombre de fe. No hay incompatibilidad, sino apoyo
mutuo entre ambas.
Vicente Miquel me ha recomendado esta cita de Francis
Collins, genetista y director del National Human Genome Research Institute,
que investiga el genoma humano. En su
libro The language of God (Así habla
Dios, Ed. Temas de hoy 2006) dice:
“En el siglo
XXI, en una sociedad cada vez más tecnificada, se libra una batalla entre el
corazón y la mente de la humanidad. Muchos materialistas, advirtiendo
triunfantes los avances de la ciencia para llenar las brechas de nuestro
entendimiento de la naturaleza, anuncian que creer en Dios es una superstición
obsoleta, y que estaríamos mejor si lo admitiéramos y continuáramos avanzando.
Muchos creyentes en Dios, convencidos de que la verdad que deriva de la
introspección espiritual es un valor más perdurable que las verdades de otras
fuentes, ven los avances de la ciencia y la tecnología como peligrosos e
indignos de confianza. Las posturas se endurecen, las voces se agudizan.
¿Daremos la
espalda a la ciencia porque se la percibe como una amenaza a Dios, abandonando
toda promesa de avanzar en nuestra comprensión de la naturaleza para aplicarla
en aliviar el sufrimiento y mejorar la humanidad? O, por el contrario, ¿daremos
la espalda a la fe, concluyendo que la ciencia ya ha hecho que la vida
espiritual deje de ser necesaria, y que los símbolos religiosos tradicionales
pueden ser ahora reemplazados por grabados de la doble hélice en nuestros
altares?
Ambas opciones
son profundamente peligrosas. Ambas niegan la verdad. Ambas disminuirán la
nobleza de la humanidad. Ambas serán devastadoras para nuestro futuro. Y ambas
son innecesarias. El Dios de la Biblia
es también el Dios del genoma. Se le
puede adorar en la catedral o en el laboratorio. Su creación es majestuosa,
sobrecogedora, intrincada y bella, y no puede estar en guerra con sí misma.
Sólo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales batallas. Y sólo
nosotros podemos terminarlas”.
Me ha
gustado especialmente este último párrafo, que me trae resonancias de lo
enseñado por el fundador del Opus Dei, san Josemaría: “debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os
llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana:
en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra
universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia
y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día.”