Esta escena de la comedia romántica "Mejor imposible" (As good as it gets, 1997), protagonizada por Helen Hunt y Jack Nicholson, refleja con gracia el valor de una virtud que deberíamos poner en valor: la amabilidad.
Muchos de nuestros políticos y "comunicadores" desprecian la amabilidad. Con frecuencia en sus "diálogos" prefieren hacer alarde de descortesía, quizá porque piensan que con su insana estridencia se hacen notar más. Pero lo único que consiguen es envenenar la convivencia.
Las personas no estamos hechas para la agresión -ni siquiera verbal- ni para el desafecto, sino para la empatía y la amabilidad. Olvidarlo es abrir las puertas al infierno, que debe ser un estado de horrible incomprensión entre seres reconcentrados en su egoísmo.
Mirar a los ojos, sonreír, escuchar con paciencia, tratar de hacerse cargo de lo que siente, piensa y prefiere el otro, pronunciar con frecuencia su nombre durante la conversación... Son pequeños detalles con los que afirmamos al otro en su dignidad, y al hacerlo nos hacemos más dignos a nosotros mismos, porque damos con la llave natural de la propia felicidad: el amor al otro.
"Tú haces que quiera ser mejor persona." ¿Hay frase más amable que esta? ¿Por qué no intentamos que quienes se cruzan en nuestro camino la sientan? ¿Por qué no la expresamos con más frecuencia y agradecimiento a nuestros seres queridos?
El dilema de las redes sociales. Documental. Netflix
Interesante
documental de Netflix, que nos invita a repensar el uso de la tecnología, de la
mano de algunos expertos de Silicon Valley, hondamente preocupados por la deriva
del negocio digital, convertido hoy en una carrera por captar nuestra atención aun
a costa de nuestra salud psíquica y social.
El
uso de las redes y diversas plataformas digitales ¿nos está haciendo mejores personas,
o por el contrario es fuente de distorsiones en nuestra conducta? Es evidente su
negativa incidencia en la capacidad de concentración, dañada por la dispersión
que provocan múltiples reclamos digitales. Pero también daña otros factores importantes
para el ser humano: la calidad de las relaciones, el hábito de conversar, la
disposición al diálogo con quienes piensan diferente, la amable y distendida
convivencia social…
Se
agradece que quienes han intervenido en el desarrollo de la tecnología digital
se detengan a pensar en su impacto antropológico. Concluyen que al diseño de productos digitales le ha faltado la dimensión ética. Están pensados sólo para ganar dinero, y no para mejorar a las personas y a la sociedad.
El negocio
digital, que comenzó diseñando programas para empresas, ahora se ha orientado a
enganchar usuarios a la pantalla. Las redes compiten por nuestra atención, y ese tiempo de
atención a la pantalla es el producto que venden a sus anunciantes. Y con
nuestra atención, venden también imperceptibles cambios en la conducta y en nuestra percepción de la realidad.
El trabajo de los ingenieros digitales va dirigido directamente a enganchar con
sus productos, a retenernos, empleando a fondo métodos psicológicos, sin
importarles que provoquen adicción ni que esa adicción se traduzca en un empobrecimiento
de las relaciones familiares y sociales. Hoy en cualquier familia con hijos pequeños
la sencilla y amable conversación familiar es una práctica cada vez más difícil
y traumática. Sucede también entre los mayores, usuarios compulsivos del móvil.
Pero
no sólo es adicción lo que provocan. También buscan cambiar directamente
nuestra percepción de la realidad, y esto lo saben especialmente los grupos
ideológicos y políticos, que compran el cambio que
pueden provocar a través de las redes en lo que pensamos, lo que hacemos, la percepción de lo que
somos. Las redes venden a los ideólogos su capacidad de provocar cambios de manera
gradual. Ganan fortunas con su poder de transformar
nuestra conducta según el gusto de sus anunciantes, no siempre visibles.
Las
tecnologías basadas en la persuasión no son meras herramientas pacíficas. Explotan nuestras vulnerabilidades
sicológicas. Como señala uno de los expertos del documental, "sólo hay dos
industrias que llamen “usuarios” a sus consumidores: la droga y el software."
Las
redes, apoyadas en una inusitada capacidad de almacenamiento de datos, conocen
nuestros gustos, el tiempo que pasamos mirando cada imagen, con quién hablamos,
de qué nos gusta hablar... Ese cúmulo de datos, manejado por algoritmos, se
convierte en una poderosa fuente de predicción de la conducta. Con esos
modelos predictivos comercian las redes. Cada me gusta, cada retuiteo, cada
perfil que vemos… les da pie para predecir lo que vamos a mirar la próxima vez,
lo que nos puede interesar, adónde nos gustaría hacer viajar. Venden esa
predicción a quienes ofrecen productos o servicios, o a grupos políticos o
ideológicos, cuyos mensajes aparecen como por arte de magia en nuestras
pantallas. Nos vigilan, y así ha nacido el nuevo “capitalismo de vigilancia.”
En
este proceso, a la vez que nos retienen, nos van encerrando en un círculo vicioso
de retroalimentación de la conducta, que acaba siendo atosigante. Quizá no se
lo proponen, pero de hecho nos polarizan, porque les interesa: el sistema nos
aísla de quienes tienen otros gustos, otras ideas, que recibirán otros mensajes
publicitarios distintos. Y así, lo que
nació para facilitar el diálogo social, en realidad nos separa de los demás,
nos polariza en nuestras posiciones, nos hace menos comunicativos y acaba
crispando las relaciones.
Las
redes aparentan un equilibrio de posiciones: puedes optar por quien quieras.
Pero en realidad alteran el campo de juego: hacen que sea más difícil un tipo
de conducta que otro. En cuanto detectan que hemos visto algo sobre tal teoría,
alimentan nuestra cuenta con más partidarios de esa teoría, con videos y
noticias defendiéndola. Así retienen nuestra atención, y pueden venderla. Pero
a la vez están encerrándonos en esa posición, hay que proponérselo seriamente
para ver otras opciones. No les importa que se trate de una teoría buena o
falsa, agresiva o insana, sino retenernos ahí para publicitar a sus
anunciantes, que pueden ser editores de libros, de videos, o grupos ideológicos.
También
nos pueden hacer creer que una determinada opción la sigue poca gente, que la
mayoría sigue esta otra. Así nos arrastran hacia una posición que interesa a los ingenieros de la persuasión. Esa misma manipulación puede ser alimentada
por un país para desestabilizar a otro, difundiendo mensajes que radicalizan a
los bandos de diversos partidos, aumentando así los enfrentamientos: comienzan
en las redes, pero acaban en los parlamentos y en las calles. Esto ha pasado en
todos los países recientemente desestabilizados: las redes sociales han sido un
factor determinante.
Los
expertos ven una clara relación entre el uso compulsivo de la
tecnología y la depresión y el suicidio juvenil. Y es que se acaba
confundiendo un like con el verdadero valor: “eso nos deja más vacíos, más
frágiles, más ansiosos, más deprimidos… Los likes actúan como el chupete
digital sin el que los adultos no pueden vivir ni dormir.”
Facebook
quizá es la red que sale peor parada por el daño que provoca. Nos rodea de
gente que piensa como nosotros, nos envía las noticias que piensa que nos
gustarán… y nos encierra en un submundo muy diferente del mundo real. Y a los
que piensan diferente les encierra en otro submundo, también distinto del real.
En el mundo real convivimos y dialogamos con todo tipo de personas, y así es
como se construye la convivencia pacífica: conviviendo con el diferente.
Facebook polariza y radicaliza, si uno no toma precauciones. La “amistad”
en Facebook suele tener poco de verdadera amistad. El control
ansioso del número de seguidores, al que tantos han vinculado su autoestima, es
claramente perjudicial. También twitter tiene algo de esos problemas. Además,
en twitter las noticias falsas se difunden mucho más rápido que las verdaderas:
algo falla.
Es
interesante la reflexión sobre el alcance del poder de la tecnología sobre la
persona. No ha superado nuestra inteligencia, pero sí sobrepasa fácilmente
nuestras debilidades, tiene un gran poder para exacerbar nuestra vanidad,
nuestra tendencia al dominio y a la radicalización…
Por
eso las redes suponen un verdadero jaque a nuestra humanidad, porque tienen
capacidad de emerger lo peor de nosotros. Necesitamos productos diseñados para facilitar nuestra
capacidad de hacer el bien, de acceder a la verdad, de relaciones sociales más
humanas en la vida real. Y eso requiere tener presente la dimensión ética de la persona.
Si
no queremos perder ese valor intrínsecamente humano que es la sociabilidad
necesitamos usar mejor las tecnologías, y exigir a quienes las diseñan que la ética impere por encima de la rentabilidad.
Eso es lo que se plantean los personajes de este sugerente documental. Junto al
“¿qué hemos hecho mal?”, es preciso desarrollar más el “¿qué debemos hacer?”
para convertir las redes en instrumentos de humanización social.
Una
cuestión básica es reconocer que la inteligencia artificial no puede solucionar
el problema de las noticias falsas, de la mentira: ese es un problema previo,
humano: la verdad, y con ella la libertad de la persona, es incompatible con la
mentira.
No podemos dejar la verdad a merced de los algoritmos que unos pocos
ingenieros introducen cada día en sus poderosos ordenadores en un rincón de
América, para que miles de millones de personas vean en todo el mundo
simultáneamente las noticias que ellos han decidido que veamos, y no otras
quizá más importantes, o más dignas de confianza. Eso requiere un sano distanciamiento de las redes y ejercer una presión masiva para que la verdad y el bien sean respetados.