Berlín. La caída:
1945. Anthony Beevor
Relato crudo y
desapasionado de la última batalla de la segunda guerra mundial, en la que los
ejércitos de los regímenes nazi y soviético se enfrentaron a muerte, con una violencia terrible que
sistemáticamente dirigieron también contra la indefensa población civil.
El libro está muy bien
documentado, y reconstruye con precisión los últimos meses de la guerra:
movimientos de las tropas de ambos ejércitos, perfiles de los protagonistas
militares más destacados, órdenes de los Estados Mayores, batallas y
escaramuzas pueblo a pueblo, y ya en Berlín, calle a calle.
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Jamás existió una
violencia tan amplia y cruel –dice Beevor- menos comprensible aún por cuanto
fue operada por personas que vivían en sociedades de un nivel cultural
avanzado.
Viene a la mente la
reflexión de Benedicto XVI, en Luz del mundo: tanto Alemania como Rusia estaban
dirigidas por dos regímenes, el nazi y el soviético, que coincidían en su
intento de convertir el ateísmo en religión del Estado. ¡Hasta dónde es capaz
de llegar la crueldad del hombre cuando se prescinde de Dios!
Paul Johnson recuerda
en Tiempos modernos que la historia reciente es en gran parte la
historia de los intentos del pensamiento ateo por colmar el enorme vacío dejado
por la religión.
Marx cambia la religión por el interés económico y la lucha de clases. Freud por el
impulso sexual. Nietzsche intenta sustituir a Dios por la Voluntad de poder,
y escribe en 1886 que el hecho de que la creencia en Dios no fuera ya
defendible comenzaba a arrojar sus primeras sombras sobre Europa. Sombras y muerte.
Comenzaron a
surgir esos nuevos mesías con ansias de controlar a la humanidad. Libres de las
inhibiciones que provoca la religión, que se comportaron como auténticos estadistas
pistoleros.
A esto se refería también
san Juan Pablo II, en Polonia, agosto de 1991: “Si Dios no existe, estamos más
allá del bien y del mal. El siglo XX nos ha dejado experiencias incluso
demasiado elocuentes y horrendas que certifican el significado de ese programa
de Nietzsche.”
Y el mismo Juan Pablo
II en Alemania, en 1996: “La terrible experiencia del régimen del terror
nacionalsocialista demostró que sin respeto a Dios se pierde también el respeto
por la dignidad del hombre.” Y si algunos llegaron a cuestionarse cómo Dios
pudo permitir esas desgracias, “todavía más demoledora fue la constatación de
lo que es capaz de hacer el hombre que
ha perdido el respeto a Dios y qué rostro puede asumir una humanidad sin Dios”.
“Los regímenes ateos han dejado desiertos mentales y espirituales.”
Beevor se detiene en
varios momentos a analizar la personalidad de Hitler según personas que le
trataron de cerca. Según algunos no tenía propiamente una enfermedad mental,
sino un grave trastorno de personalidad que le había perturbado. Se había
identificado hasta tal extremo con el pueblo alemán que creía que todo el que
se opusiera a él se estaba enfrentando también a Alemania. Y si debía
morir, el pueblo alemán no sería capaz de sobrevivir sin él.
Esa identificación hipertrófica con el pueblo alemán parece que le llevó incluso a no contraer matrimonio, para
resaltar su imagen de “célibe por la causa alemana”, y para despertar la
admiración y el afecto de todas las mujeres alemanas, que podían soñar con ser
la elegida algún día por su líder.
Otros apuntan a su posible homosexualidad,
que trató de ocultar teniendo cerca a Eva Braun. La relación entre ellos es
un misterio, y algunos apuntan que era como la de un padre con su hija.