Escondidos.
El Opus Dei en la zona
republicana durante la Guerra Civil española (1936-1939)
José
Luis González Gullón. Ed.
Rialp
El
historiador José Luis González Gullón reconstruye en este libro la vida de san Josemaría y de los primeros miembros del Opus Dei durante los tremendos años de la guerra civil española. Cuando estalló la guerra, la mayor parte de ellos estaban en la zona controlada por el gobierno republicano, eran jóvenes y se vieron inmersos en medio de una lucha fraticida y en un contexto de persecución contra los católicos.
El
relato está basado en la abundante documentación que se conserva: especialmente
los diarios de Isidoro Zorzano y Juan Jiménez Vargas, dos de los primeros
fieles del Opus Dei, y el increíblemente extenso epistolario de san Josemaría,
que incluso en los momentos más dramáticos no se dio tregua para alentar y animar a cuantos se habían acercado a su incipiente labor apostólica.
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Al
comenzar la guerra aún no habían transcurrido ocho años desde la fundación del
Opus Dei. Era una labor joven, en la que participaban poco más de 150 chicos y
chicas, entre los que había universitarios, obreros y empleados. De ellos eran miembros de la Obra 21
varones y 5 mujeres. Varios de ellos estaban en Valencia (Rafael Calvo Serer y Enrique
Espinós) o tenían familia en Valencia
(Pedro Casciaro y Paco Botella).
El
comienzo de la guerra parecía una hecatombre para la Obra. San Josemaría había
proyectado tres objetivos para la expansión apostólica del Opus Dei en el curso
1935-1936. El primero, comprar un inmueble para la Academia-Residencia DYA,
primera obra corporativa del Opus Dei, y acababan de alcanzarlo el 17 de junio,
fecha en que con gran esfuerzo económico habían firmado el contrato; pero el 20 de julio
tuvieron que abandonarla precipitadamente, y desde ese día quedó destrozada y a
merced de los violentos.
San Josemaría con universitarios en la Academia DYA
San Josemaría con universitarios en la Academia DYA
El
segundo objetivo era abrir una Residencia de estudiantes en Valencia: ya estaba
nombrado el director, y el 18 de julio se estaba firmando el contrato en Valencia
cuando llegó la noticia del alzamiento militar; inmediatamente se paralizó la compra. El tercer objetivo,
comenzar en París en marzo de 1937, lógicamente tuvo también que aplazarse.
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Desde
el 20 de julio comenzó una vida oculta, clandestina para casi todos, pero en la
que no cesó de alumbrar la llama de la esperanza. La vida de todos corría
peligro por su condición de católicos, y especialmente la del fundador por ser
sacerdote. Entre todos cuidaron del fundador. Especialmente se ocupó de esa
tarea Juan Jiménez Vargas, joven médico de 23 años, decidido y audaz, que no
escatimó esfuerzos para preservar su vida, aun a riesgo de la suya propia.
Con
la valiosa documentación que ha usado, González Gullón logra que podamos asistir
muy de cerca al modo en que se desarrolló la vida y el crecimiento de la Obra
en esas dramáticas condiciones, tanto en la vida personal de cada uno de los
miembros, como en las personas con las
que se relacionaban. El ejemplo de san Josemaría, y su enseñanza, les movía a
desarrollar una sociabilidad abierta al trato humano con todo tipo de personas,
aun en medio de la inquietud y angustia que significaba vivir en una zona
controlada por comunistas y anarquistas.
Aunque es conocido el desenfreno que suele acompañar a las guerras civiles, asegura González Gullón que cuesta
hacerse cargo de lo que supuso la persecución religiosa en la guerra española, y el sufrimiento de la población católica en zona republicana. Los datos confirman que hubo
una decisión racional de aniquilación
del clero católico, y que se intentó alcanzar metódicamente ese objetivo.
Más de 7.000 sacerdotes sacerdotes, seminaristas y religiosos fueron asesinados en la zona que dominaba el gobierno republicano, en muchos casos después de torturas extremas. Fue una acción coordinada y asumida por el Gobierno, a través de un Comité de Investigación que coordinaba los tribunales revolucionarios, formados por integrantes de partidos y sindicatos del Frente Popular.
Más de 7.000 sacerdotes sacerdotes, seminaristas y religiosos fueron asesinados en la zona que dominaba el gobierno republicano, en muchos casos después de torturas extremas. Fue una acción coordinada y asumida por el Gobierno, a través de un Comité de Investigación que coordinaba los tribunales revolucionarios, formados por integrantes de partidos y sindicatos del Frente Popular.
Las
tristes noticias de asesinatos por motivos religiosos y otras formas de terror
revolucionario, como incendios y saqueos de iglesias y monasterios, eliminaron
en buena parte de la población católica, a las pocas semanas del comienzo de la
guerra, cualquier deseo de regreso a la Segunda República.
En
ese contexto, relata González Gullón, la reacción natural de algunos miembros
del Opus Dei fue alejarse lo más posible de la vida socio-política y militar,
como hizo buena parte de la población madrileña. Ante la represión asesina
contra el clero, el fundador se escondió. Los jóvenes en edad militar no se
incorporaron a filas porque no deseaban defender un régimen que se autoproclamaba
contrario y beligerante con la Iglesia.
Del
régimen de Franco sólo conocían lo que les llegaba por la radio clandestina,
que protegía la religión católica, que
obispos y clérigos se movían con libertad en el bando nacional, y que para
muchos la guerra era una defensa militar de la Iglesia, una cruzada frente a la
agresión, también militar, del materialismo ateo.
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Cuando
en 1937 se estabilizan los frentes de guerra y quedaba claro que el desenlace
de la guerra no iba a ser inminente, san Josemaría piensa que ya no basta con quedarse encerrado.
El Opus Dei es un querer de Dios, cuya expansión no debía frenarse. Y siente
que lo razonable es intentar pasar a la zona nacional, donde no se persigue el
culto católico ni se prohíben las actividades de formación cristiana.
No es fácil calcular la energía, estudio y agilidad que requiere, en esas
circunstancias, cualquier acción encaminada a pasar al otro lado, por el frente
de guerra, por la frontera o por medios diplomáticos. La peripecia, narrada al
detalle, nos pone ante un mundo de actividad no apto para cardíacos, que
requirió en sus protagonistas un temple humano extraordinario. Sólo hay que
pensar en lo costoso de establecer comunicación segura con muchachos en edad
militar, dispersos por diversos frentes y ciudades y en algún caso aislados o
presos, en plena guerra.
Pedro Casciaro. Tenía 21 años al comenzar la guerra civil. Acompañó al fundador en el paso de los Pirineos.
Pedro Casciaro. Tenía 21 años al comenzar la guerra civil. Acompañó al fundador en el paso de los Pirineos.
Junto
al temple humano, aparecen de manera
constante la fe y la esperanza cristianas, que ayudan a no rendirse ante
obstáculos aparentemente insalvables y a no perder de vista el sentido de la
vida. En los diarios y en las cartas del fundador, junto a noticias de
la vida cotidiana, que permiten una reconstrucción cabal de los hechos
históricos, se percibe el sentimiento de
paternidad del fundador, que alienta a todos y transmite noticias de unos y
otros para que nadie se sienta solo. Y las respuestas de los destinatarios de
las cartas, que se sienten movidos a contestar con diligencia y llenos de agradecidos
sentimientos de filiación ante el cariño paterno del fundador, que les remite a la unión con Dios y a sentirse queridos por Él. Y todo a pesar
de las dificultades técnicas y los peligros de la censura postal y las represalias.
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Para
sortear la censura aguzaron el ingenio. Cualquier palabra con sentido cristiano
habría despertado sospechas y una detención y asesinato más que probable. Por
ejemplo “estar cerca de don Manuel” significaba no olvidar la presencia
constante de Dios. Un joven Álvaro del Portillo escribe a los que se encuentran en Valencia: “El único
procedimiento de poder hacer algo, estar todos muy unidos entre nosotros y
todos al abuelo (san Josemaría) y a los amigos que éste tiene: D. Manuel (Jesucristo),
su Madre (la Virgen)…”
Oculto
durante varios meses con algunos de sus hijos en la legación de Honduras, el 4
de abril de 1937 les ayuda a meditar en la finalidad de sus vidas, centradas en
la expansión del mensaje cristiano de la Obra, en contraste con el ambiente que
les rodea: “Hoy advertimos que este contraste es más radical, más profundo; el odio a Jesucristo, con nuestro deseo de
servirle y amarle; la inquietud, la fiebre de afuera, con nuestra paz interior; la disipación y la
agitación exteriores, con nuestro recogimiento, con nuestra intención de
conocerle y conocernos (…) Sí, España; pero antes que España, Dios y su
Iglesia. Porque, ¿qué vale España, Dios mío, si Tú me has mandado conquistar
todo el mundo?”
Y el
24 de agosto de 1937 a propósito de las dificultades para conseguir documentos para la
evacuación: “Hemos trabajado para salir
y no lo hemos logrado; uno a uno han ido fracasando todos los medios usados.
¿Qué haremos? No perder la paz,
seguir poniendo todos los medios que se nos ocurran: esperar llenos de
confianza.”
En
sus cartas a los que están en Valencia o dispersos por la zona republicana, los
temas son el trato con Dios, los detalles normales de la vida cotidiana, la
fraternidad: velar unos por otros, atender a los que están refugiados o en
cárceles y a los parientes de todos para mitigar su sufrimiento y en lo posible
sus necesidades materiales: compartir alimentos, conseguir abrigo y medicinas...
Les hace llegar el calor de familia y les hace sentir la responsabilidad de
haber llegado a primera hora a la Obra: “Si el viejo desfilara –dice de sí
mismo pensando en el riesgo de muerte- os toca continuar, cada día con más ímpetus,
el “negocio familiar”.”
A Lola Fisac, que se
incorporó a la Obra en plena guerra civil y en zona republicana, le escribe: “No
me olvides que en mi casa hay mucho trabajo, y trabajo duro (…) Sin embargo,
también hay algo que no se encuentra en ninguna parte: la alegría y la paz; en
una palabra, la felicidad.”
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Especialmente
emocionante resulta el capítulo dedicado a la aventura de la evacuación del
fundador y varios miembros de la Obra desde la zona republicana a Francia, a
través de Valencia, Barcelona y los Pirineos, por la frontera de Andorra. El 8
de octubre del 37 llegaron a Valencia procedentes de Madrid. San Josemaría pasó
la noche y celebró Misa clandestinamente en una vivienda de la calle Eixarch, a
la que acudieron los dos jóvenes de la Obra que se encontraban movilizados en
el ejército republicano en la ciudad, que se unirían a la expedición más
adelante.
San Josemaría en Andorra tras el paso de los Pirineos
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San Josemaría en Andorra tras el paso de los Pirineos
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Quizá
el reto más difícil para un historiador es explicar el contexto de una guerra
civil sin caer en los tópicos de buenos y malos. Pienso que González Gullón consigue
no caer en esa simplificación. Escribe sin polarizaciones. Y el resultado es un
relato objetivo, lleno de comprensión hacia quien piensa diferente, abierto al
perdón, a la reconciliación y a una convivencia en la que impere el diálogo y
la paz.
El
libro interesará a los amantes del pasado reciente de España, y desde luego a
quienes desean conocer más a fondo la vida y enseñanzas de san Josemaría, “el
santo de lo ordinario”, como le llamó san Juan Pablo II.
Rafael Calvo, Isidoro Zorzano, Amadeo Fuenmayor y Santiago Escrivá, en la Malvarrosa