Consejos para una vida feliz
Meses después de desatada la pandemia, nos viene
bien analizar su efecto en nuestra salud psicológica y en nuestra
felicidad. ¿Somos ahora más o menos felices que hace apenas un año, cuando
comenzaron los confinamientos? ¿Qué cambios ha provocado en nuestra conducta, en
nuestro carácter, en nuestro estilo de vida la pandemia y todo lo que ha
provocado?
Es importante, si queremos ser felices, descubrir
el camino para afrontar saludablemente lo que la vida nos depara, entrenar
nuestra capacidad de respuesta para que sea adecuada a los desafíos del momento.
Los problemas están para resolverlos, sin dejar que dañen el meollo de nuestra
personalidad y su rumbo hacia lo mejor. Porque si los afrontamos bien, pueden ayudarnos a crecer como personas.
Crecerse ante las dificultades
Quizá lo primero que se constata es que la pandemia
nos ha brindado la oportunidad de crecer en fortaleza. Si en la vida no hubiera
dificultades seríamos endebles, frágiles, como se hace blandengue el niño al
que todo se lo dan resuelto sus padres.
La fortaleza, el ánimo para afrontar las
dificultades de la vida, crece cuando no nos arrugamos ante los contratiempos,
y hacemos de la necesidad virtud, mirando de frente los obstáculos de la vida.
Tenemos
esa capacidad de crecernos, a pesar de que algún sistema educativo parece querer
erradicarlo. Porque hay ideologías que
buscan una sociedad ignorante y débil, que respalde la gestión de gobernantes que resuelvan su vida sin tener que trabajar, pudiendo hacerlo.
Sin embargo, crecerse es fuente de felicidad. La
satisfacción del deber cumplido acompaña siempre al esfuerzo que supone afrontar una dificultad. Arrugarse, paralizarse ante el peligro, deja
siempre un fondo de tristeza, de remordimiento por las cosas no hechas por
falta de atrevimiento.
Controlar los miedos
Cuando aún seguimos sin ver el final del túnel,
hemos de examinar cómo hemos controlado los miedos: al contagio, a perder la
salud, a correr el riesgo de salir en ayuda de quien nos necesitaba, incluso el
miedo a salir de casa…
Una cosa es la prudencia, virtud necesaria que
consiste en poner los medios adecuados para alcanzar lo bueno; y otra la
cobardía, que nos retrae de intentar alcanzar lo bueno por temores paralizantes
o injustificados.
La cobardía nace del egoísmo y siempre acarrea
infelicidad. Además la cobardía nunca es prudencia, sino todo lo contrario: la
cobardía puede convertir nuestras acciones u omisiones en actos verdaderamente imprudentes, porque nos dañan y dañan a los demás.
Apreciar las pequeñas cosas que hacen la vida
amable
Esta crisis, con sus restricciones, confinamientos
y cuarentenas, nos ha puesto en evidencia la precariedad de nuestra salud y lo
pasajera de la vida. Como si de una guerra se tratara.
Pero también nos ha hecho descubrir la importancia
de pequeñas cosas que teníamos y no valorábamos: los paseos con los amigos, las
cercanas relaciones familiares, los almuerzos compartidos, las risas en la
cafetería, el ambiente de camaradería jovial que nos hacía disfrutar en el
trabajo…
Esas pequeñas cosas daban luz y relieve a nuestra
vida, y eran fuente de felicidad. Una fuente inadvertida. Vivíamos rodeados de
cosas buenas, y no nos dábamos cuenta de que eran un regalo. Ahora las
añoramos, pero hemos aprendido a valorarlas.
Pensar en las cosas buenas que tenemos
Debemos aprender a pensar en las cosas positivas
que tenemos. También las que aún ahora, cuando pervive el virus entre nosotros,
no hemos perdido: la amistad, la convivencia familiar, querer y sentirse
querido y acompañado, aunque sea en la distancia, el trabajo que si se busca no
falta, las buenas lecturas que reconfortan... Tantas cosas buenas que aún
podemos disfrutar, que son muchas más de las que hemos perdido.
Nos conviene hablar más de las pequeñas cosas
buenas que nos suceden cada día. No darlas por supuesto, porque son cosas
buenas y bellas, y considerar la bondad y la belleza nos hace mejores y más
felices: la llamada de un amigo, el paseo al aire libre con la familia, la
satisfacción de una tarea profesional bien acabada…
Hay que detenerse a contemplarlas y
saborearlas. Porque ojos que no ven, corazón que no siente. Si logramos que esas cosas
positivas sean nuestro tema de conversación preponderante, seremos un bálsamo
para nuestras familias y amistades.
Ejercitar el optimismo
Las personas felices son optimistas. Hay que
ejercitar el optimismo, que consiste en buena parte en detenerse a pensar en
las cosas positivas y no en las negativas. El que piensa constantemente en las
cosas negativas se encierra en un círculo vicioso negativo, que acaba siendo
oprimente para uno mismo y para los seres cercanos.
Si me han dado un “no”, o sencillamente he
experimentado algún tipo de fracaso, darle vueltas y obsesionarme con el “no” o
el fracaso nos convertirá en personas negativas. Es el momento de idear nuevas
formas de resolver la cuestión, y de pensar en todos los “síes” que ese mismo
día he recibido: el sí del nuevo día que ha amanecido para mí; el sí de mis
seres queridos que siguen ahí; el sí de la salud o de la posibilidad de
recuperarla; el sí de mi misión en la vida…
El sí, en definitiva, de mi capacidad de dar
sentido positivo a todo, incluso a lo que podría parecer negativo, porque
podemos darle la vuelta. Eso lo tenemos más fácil quienes sabemos que somos
hijos de Dios, que es Padre que nos quiere con locura.
Cuando algo sale mal, hay
que recordar aquel castizo dicho que solía recomendar san Josemaría: “Donde una
puerta se cierra, otra se abre.” Y también aquella palabra confiada de Abraham: "Dios proveerá". Y seguir adelante con buen ánimo.
Controlar la memoria y la imaginación
Nos conviene ejercitar a diario nuestra psicología,
tanto como ejercitamos los músculos haciendo deporte. Tener una
psicología sana y fuerte requiere entrenarnos en desechar con rapidez las percepciones
negativas de la realidad, porque nos cargan de negatividad, pesimismo y
angustia.
Hay que saber controlar la memoria y la imaginación,
para no obsesionarnos con el coronavirus, o con acontecimientos negativos. Por supuesto hemos de estar informados y compartir noticias de
interés, siempre que sean fiables, pero no puede ser el COVID y la situación
sanitaria el único tema de conversación, ni debe reclamar más de lo necesario
nuestra atención cualquier noticia triste.
Ojo, por ejemplo, a la búsqueda compulsiva de “últimas horas del
coronavirus”. Hay otros muchos temas importantes para nuestra vida.
Buenas amigos, buenas lecturas, buenas películas
Hay que saber conectar con personas inspiradoras,
esas que transmiten felicidad y son ejemplo de buen hacer. Fijarnos en sus
hábitos, los lugares que frecuentan, su estilo de vida… Y extraer conclusiones
para construir un ideal de vida propio con el que soñar, que cada día habremos de tejer
poco a poco.
La pandemia ha sido un tiempo (y aún lo puede ser
unos meses más) muy propicio para cultivar la afición a las buenas lecturas, y también a las
buenas películas: esas que dejan poso, transmiten optimismo y nos
hacen disfrutar.
Leer lo que han escrito los mejores nos hace
mejores personas. Hay que frecuentar a esos grandes autores que han sabido mostrar lo mejor de lo que es capaz
el ser humano, y enseñan con arte a distinguir entre el bien y el mal, el amor y el
egoísmo.
Hay mucho bueno donde elegir, y no hay tiempo para
leerlo todo. Por eso es importante saber escoger, y optar por los que más valor
han aportado a la humanidad. Hay muy buenos elencos de lecturas recomendables, que
ayudan a comprender el mundo que vivimos y tienen una concepción de la persona
acorde con su dignidad.
Entre los libros también hay “mucho malo”, que deberemos
mantener lejos si no queremos que nos emponzoñe la mente y la psique. Algunos
escritores son tristemente famosos por el rastro de angustia, desesperanza, pesimismo o vicio que han dejado con sus obras. No pocas veces han sido reflejo de su propia triste vida. Hemos de saber eludirlos para que nuestra
navegación en la vida sea saludable. No podemos permitir que nadie intoxique
los ideales que nos hemos trazado.
Llevar las riendas de nuestra interioridad: eres lo
que contemplas
Una persona feliz conduce el protagonismo de su
propio interior, no lo deja en manos de impactos del exterior. Lo que nos llega
de fuera no debe perturbar nuestra intimidad, nuestras prioridades. Sólo hemos
de dejar que modulen nuestra respuesta: si es nocivo, no detenernos en su
contemplación, porque lo que miramos y escuchamos influye en nuestra intimidad,
y si es nocivo envenena y afea la personalidad.
Somos lo que contemplamos. Sería penoso quedarse
aprisionado en una consideración exhaustiva de cosas tristes o negativas, o
indignas de nuestra humanidad. Eso nos cargaría de negatividad tóxica.
Pensar en uno mismo, para dar sentido a nuestra
vida
Puede parecer egoísmo, pero hay que saber dedicar
un tiempo diario a “no hacer nada”. El activismo es una enfermedad que nos
impide pensar. Hemos perdido la capacidad de reflexionar, de tomar distancia de
lo que nos rodea para mirarlo con perspectiva y dar sentido a nuestra
actividad, tan frenética y desnortada a veces.
Necesitamos espacios y momentos de reflexión
serena, de diálogo con uno mismo, para conocernos, entendernos, aclarar el sentido
de nuestra conducta y ver si está siendo la adecuada.
Solemos dedicar tiempo a pensar en nuestras
actividades, pero no a pensar en nosotros mismos. Quizá porque nos asusta lo
que podamos descubrir: planteamientos egoístas, insolidarios, victimistas,
autocompasivos, cobardes.
El activismo, el no saber estarse quieto, a solas
con uno mismo, a veces esconde el miedo a conocerse, a descubrir nuestros defectos.
Y actuamos como las cucarachas, que corren a esconderse cuando se enciende la
luz: prefieren la oscuridad. Muchos se esconden en un activismo oscuro, porque impide ver el sentido de su vida. Y una vida sin sentido no puede
ser feliz.
Es necesario pararse a pensar para poseer nuestra
intimidad: saber quién soy, de dónde vengo, qué estoy llamado a hacer en la
vida, qué deseo hacer, qué espero de mis seres queridos y que están esperando
ellos de mí, qué valores me mueven y si son acordes con mi dignidad como
persona, qué bien aporto a mi familia y a la sociedad en la que me muevo, que
me apenaría no haber hecho si muero mañana.
Se trata de dejar de hacer cosas para pensar en por
qué y cómo las hacemos. Es un diálogo con uno mismo que permite que nos
entendamos, y también que nos comprendamos, poniendo en esa reflexión la cabeza
y el corazón. Y siendo sinceros con nosotros mismos si constatamos que no nos
entendemos y estamos necesitando que nos ayuden. Todos necesitamos esa ayuda
externa de un buen amigo y consejero. Al fin y al cabo, somos seres sociales,
necesitamos unos de otros.
Pensar en uno mismo no consiste en un ejercicio de
autocompasión, ni de egoísmo, ni de victimismo. Es todo lo contrario: se trata
de saber quién soy, conocer mis valores y mis limitaciones, y así poseerme.
Sólo quien se posee tiene capacidad de darse, de amar y de ser amado. Sólo
poseyéndonos seremos verdaderamente los protagonistas de la fantástica película
en que podemos convertir nuestra vida.
El secreto de la felicidad es amar
Tomás de Aquino, que era sabio y
divertido, decía que la felicidad sólo se
alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios, que
es Amor y el sumo bien, es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro
elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto
poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo que el hombre disfruta
imperfecta y esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.
Todo el camino de la vida feliz se hace amando, porque
estamos hechos para amar, a imagen de Dios que es Amor. La Felicidad con
mayúscula, la que no pasará ya nunca, es para los que cada día recorren el
camino hacia ella amando a los que tiene cerca y lejos, y así son ya felices
ahora y hacen felices a los que tienen cerca. Odiar, que es lo contrario de
amar, es una tenebrosa fuente de amarga infelicidad, en la tierra, y lo que es
peor, en el más allá.
El hecho mismo de estar en camino es ya fuente
diaria de felicidad. Pararse, rendirse, es fuente de abatimiento y tristeza. A
veces nos quedamos parados porque nos cansamos de amar. Y nos cansamos porque
confundimos el amor con el placer momentáneo, y eso no es amor, sino un
sentimiento que nace del egoísmo y por eso tiene un recorrido de felicidad tan
vulgar y efímero.
Amar es darse sin cansancio, aunque no haya
retorno. Amar es ofrecer amor aun a riesgo de rechazo. Ese amor incondicional y vulnerable, que se ofrece aun sin saber
si será correspondido, es la auténtica fuente de felicidad.
Dios mismo nos ha enseñado, al hacerse uno de
nosotros, hasta qué punto el Amor es capaz de mostrarse vulnerable. Ahí está,
en Belén y en la Cruz y en la Eucaristía, esperando nuestra respuesta. Llamando
a nuestra puerta. Y nosotros tantas veces “mañana te abriremos", respondemos.
A participar de ese Estilo de Amor estamos llamados
todos. Lo alcanzaremos con un ejercicio diario que nos aleje de la vulgaridad y
busque la excelencia del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
Ahí está “la fonte que mana y corre” felicidad.