domingo, 14 de julio de 2013
Lemaître y el átomo primitivo
viernes, 17 de mayo de 2013
Razones para creer. André Leonard
Razones para creer. André Leonard. Ed. Herder
Estamos
ante un valioso tratado sobre la fe cristiana, fruto de largos años de
experiencia de André Leonard como profesor de metafísica y
filosofía moral en la Universidad de Lovaina. Leonard muestra que,
ante las exigencias de la inteligencia humana, la fe se manifiesta
plenamente razonable, puede dar razón de sí misma. Y no solamente
es racional, sino creíble. Creer no excluye el acto de
inteligencia, sino que lo supone.
Las
cuatro partes en que divide el libro explican bien su contenido. Primera, la
importancia de una justificación racional de la fe, que aleja tanto
del riesgo de fideísmo como del seco y corto racionalismo.
Segunda, las razones que podemos alcanzar con nuestra inteligencia para
descubrir Dios. Tercera, las razones para creer en Jesucristo,
sólidamente apoyadas en hechos históricos que la fundamentan, en contraste con
otras religiones que se presentan como mitos intemporales. En el cristianismo
lo definitivo no son las ideas, sino el encuentro personal con
Jesucristo, que afirma ser a la vez verdadero Dios y verdadero hombre. Y
cuarta, la respuesta de la fe cristiana al problema del mal.
La
presencia masiva del mal físico en el mundo es un enigma incomprensible e
incluso escandaloso, al que sólo el cristianismo da respuesta: Dios ha creado
un mundo bueno y ha destinado al hombre a la felicidad, pero nos ha hecho
libres porque estamos destinados a amar, y no es posible amar sin
libertad. De ahí el claroscuro de la fe: Dios se nos presenta de un modo
suficientemente convincente, pero no apremiante, porque quiere ser
amado libremente. También los amantes se dan a conocer poco a poco, con
pudor, suavemente, sin coacción. Si Dios se nos mostrara de pronto en toda su
Belleza y Poder dejaríamos de ser libres.
Pero
la libertad lleva consigo el riesgo de usarla mal, de rechazar el bien y
adherirse al mal. La rebelión angélica y humana debió
ser de tal calibre que tuvo repercusión cósmica: el mal entró en el
mundo como consecuencia del pecado, del rechazo de Dios, Sumo Bien.
Pero
Dios es Amor, y no se cansa de buscarnos. Para rescatarnos del pecado ha
enviado a su Hijo, que nos ha salvado mediante la Cruz. Ahora podemos descubrir
-con Él y en Él- el sentido del dolor, que ya no es motivo
de rebelión, sino camino de reencuentro con el Padre.
Dios
ha iluminado el misterio del mal en Jesucristo: por eso no
puede haber fe sólida en Dios si no hay fe sólida en Jesucristo. Sólo si Dios
existe el problema del mal se plantea de modo agudo. Desde una perspectiva
atea, ¿no es normal que el hombre, surgido evolutivamente de la jungla animal,
esté poseído de un temible egoísmo?
Como
dice san Josemaría Escrivá: “Esta es la gran revolución
cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un
bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y con ella conquistamos la
eternidad” (Surco, 887)
Anoto
alguna otra idea que he subrayado, sin ánimo de exhaustividad:
La
fe es transracional, se mueve en un plano que supera la
capacidad de nuestra inteligencia. Pero es razonable.
Sólo así es digna tanto del sujeto de la fe (el hombre, ser
inteligente que rechaza lo absurdo e irracional), como de su objeto (Dios,
un Ser que supera infinitamente nuestro entendimiento, pero ha creado un mundo
inteligible para nuestra inteligencia).
En
realidad, toda comunicación humana es transracional: hay
que creer en el otro; y sin embargo es enriquecedora. Sólo es comprobable
por la razón lo insignificante, sólo se puede demostrar con el método
de las ciencias naturales lo que se mueve en el terreno puramente material.
Pero
el hombre, lo sabemos bien, es más que materia, tiene una dimensión espiritual
(los afectos, los sentimientos, la confianza, la sed de infinitud, de felicidad
y permanencia…) Y el espíritu es imposible de reducir a comprobaciones y
medidas propias del método científico, que se muestra incapaz ante lo
espiritual.
Una
prueba de que el hombre transciende la naturaleza es el lenguaje:
el hombre es esencialmente metafísico. También lo prueba la autoconciencia,
la percepción del yo, que transciende el dato físico.
Somos
libres por naturaleza, pero a la vez sabemos que no nos hemos dado esa
libertad. El hombre, al contrario que los animales, es esencialmente histórico,
porque la libertad forma parte de su naturaleza y es la fuente
de una incesante creatividad cultural.
Tres
rasgos hacen que Jesucristo sea un personaje único en la historia: 1) afirma que es Dios; 2) es condenado a muerte infamante por hacerse Dios; 3) unos testigos afirman, al precio de su vida, que ha resucitado de entre los muertos.
1
A
propósito del orden del universo, que deslumbra a los científicos y
permite al hombre intuir a Dios, Inteligencia Creadora, Leonard comenta
la carta de Einstein a Maurice Solovine, en 1952,
en la que se refiere al “milagro” del orden cósmico y
expresa su asombro metafísico ante la admirable inteligibilidad del mundo:
“Encuentra usted curioso que yo considere la comprensibilidad del mundo como un milagro o misterio eterno. Pues bien, a priori cabría esperar un mundo caótico, que no puede en modo alguno ser aprehendido por el pensamiento. Se podría, e incluso se debería, esperar que el mundo estuviera sometido a la ley sólo en la medida en que nosotros intervenimos con nuestra inteligencia ordenadora. Se trataría de una especie de orden como el orden alfabético de las palabras de una lengua. Al contrario, la especie de orden creada, por ejemplo, por la teoría de la gravedad de Newton, es de carácter totalmente distinto.
Porque si los axiomas de la teoría son planteados por el hombre, el
éxito de una empresa de esta clase supone un orden de alto grado del
mundo, objetivo que a priori nadie estaba autorizado a esperar. Este
es el milagro que se fortalece más y más con el desarrollo de nuestros
conocimientos. Aquí se encuentra el punto débil de los positivistas y de
los ateos profesionales, que se sienten felices porque tienen la conciencia no
sólo de haber privado con todo éxito al mundo de sus dioses, sino también de
haberlo despojado de sus milagros.”
Pero el final de la carta decepciona. Einstein renuncia a sacar las últimas consecuencias de la existencia de este “milagro”, como si esa inteligibilidad pudiera subsistir sin una inteligencia que la haya concebido y realizado:
“Lo
curioso es que hemos de contentarnos con reconocer el milagro, sin
un camino legítimo para ir más allá. Me veo forzado a añadir esto expresamente,
a fin de que no vaya usted a creer que, debilitado por los años, me he
convertido en presa de los curas…”
Pero
el tema no tiene nada que ver con los curas. Es un problema de razonamiento
intelectual. ¿Puede darse un inteligible sin inteligencia? En verdad las
verdades científicas comprometen, y además de ver, el científico ha de querer
comprometerse con las consecuencias de lo que ve. Y ahí entra en juego
el gran riesgo de la libertad del hombre, que actúa libremente, pero se espera
de él rectitud moral: la ciencia compromete… si uno quiere.
El libro supone un valioso elenco de razones ante las críticas que con frecuencia
se hacen en nuestros días a la fe de la Iglesia. Quizá no explica bien, a mi
juicio, algunas tesis poco claras de Rhaner respecto al mal y los novísimos, y
ciertas críticas suarecianas a las pruebas de santo Tomás.
Una
lectura muy recomendable en el Año de la Fe que está viviendo
la Iglesia católica. Como ha señalado Benedicto XVI “El conocimiento de los
contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es
decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la
voluntad a lo que propone la Iglesia”.