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domingo, 24 de noviembre de 2024

El paso siguiente en el baile.




El paso siguiente en el baile. Tim Gautreaux. Ed. LGH

Colette y Paul son una joven pareja que viven en un pequeño pueblo de Luisiana. La mayor parte de sus habitantes son de origen francés y católicos.  Humildes y de costumbres algo bruscas. Los hombres amantes del alcohol, el baile y las peleas. Colette, chica lista y muy guapa, tiene aspiraciones materiales más altas de lo que Paul parece poder ofrecerle, y tras una ruptura decide marchar sola a California para emprender una nueva vida. Allí encuentra un buen trabajo. Paul, intrigado, quiere conocer qué atrae tanto a Colette del estilo de vida del oeste, y sigue sus pasos.

Cada uno por su cuenta irán descubriendo la quimera del oeste. Hay abundante oferta de trabajo, y los sueldos son altos. Pero –reflexiona Colette- “la mayoría de la gente estaba obsesionada con la forma física, acumular cosas o el sexo como diversión, mientras que ella –por más que se esforzaba por olvidarlo- no podía dejar de ser, en el fondo, católica, no materialista, y amante de la buena mesa.” En Los Ángeles, “la mayoría de la gente que había conocido era agradable de ver, sana y elegante, pero impaciente: parecían no estar satisfechos nunca. Parecían esperar que les sucediera algo.” Ese estilo de vida en que se ha sumergido buena parte de occidente, en el que la gente está siempre ambicionando cosas nuevas, en lugar de aceptar y agradecer lo que se tiene.

Paul no pierde la esperanza de recuperar a Colette. En su sencillez, se sorprende de las cortantes frases que ella le lanza, como cuando le dice: “A mí no me han puesto en la tierra para hacerte feliz a ti!” Se pregunta de dónde sacaría ella esas ideas. “Quizá de esas revistas de mujeres, que en cada número presenta mujeres vestidas de millonarias que hablan de cómo mejorar sus relaciones sexuales. ¡Qué equivocada estaba!”

“Recordó por qué la quería, además de por lo bien que cocinaba y lo guapa que era. Era la mujer más lista que había conocido nunca y, como él, había procurado seguir su catolicismo lo mejor que podía. (…) Sabía también que haberse casado por la Iglesia significaba algo para ella: algo a lo que un juez no podía poner fin.” Respeta su deseo de distanciarse de él, pero permanece fiel.

Colette y Paul, cada uno por su cuenta, actúan con la plena naturalidad de quien tiene asumido que hay cosas por las que no se está dispuesto a pasar. Ella rompe literalmente la cara al jefe que intenta propasarse, aunque sabe que le costará el despido. Él no se pliega a firmar informes falsos de los clientes, y si por negarse le despiden: “es algo con lo que se puede vivir.”

Paul sabe mucho de motores, pero además estudia constantemente para estar al día. Colette trabaja a conciencia. Ambos van a Misa los domingos. Ambos son apreciados por su buen hacer profesional y su honradez. Ambos, con sus errores y defectos de carácter, con sus peleas y en medio de encuentros y desencuentros, piensan y viven con sentido cristiano. Cuando Colette explica el motivo de su ruptura: "Dejé a Paul porque le hacían feliz cosas estúpidas", una voz amiga le hace la pregunta inocente y certera: "¿Lo dejaste porque era feliz?" A lo que Colette responde sintiéndose infantil "Lo dejé porque la que no era feliz era yo." La vida les acabará enseñando -a ambos, pero sobre todo a Colette- que el amor y el egoísmo no son compatibles. 

Una novela magistral, soberbiamente ambientada, con unos personajes entrañables que viven en un ambiente plenamente real, sin ficción. Un realismo que no esconde la sencilla naturalidad de los cristianos que conocen su condición de hijos de Dios y, porque se saben cuidados por su Providencia amorosa, son capaces de afrontar riesgos para cuidar de los seres queridos aunque se jueguen la vida. Como se la juegan Paul y Colette varias veces en esta trepidante historia, narrada con un lenguaje directo y lleno de naturalidad. 

Recomiendo seguir a Tim Gautreaux, autor de otros libros y relatos como Desaparecidos;  Luisiana 1923;  El mismo sitio, las mismas cosas

 

 

 

viernes, 18 de agosto de 2023

Cristianos corrientes



    Me ha parecido sugerente este artículo de Martin Grichting, teólogo suizo, en la revista First Things. Reflexiona sobre la extraña deriva de algunos activistas sinodales y la preocupante situación de la Iglesia católica en Alemania y Suiza. A su juicio, esa peligrosa deriva tiene relación con una mentalidad clerical que pervive en no pocas mentes eclesiales, al parecer ancladas en formas socio-eclesiales procedentes del concilio de Trento. Para ellas, la plena realización del ser cristiano estaría relacionada exclusivamente con su mayor participación en las estructuras intraeclesiales. 

    Para Martin Grichting, se percibe una falta de recepción y entendimiento de la revolucionaria enseñanza del Magisterio de la Iglesia en el Concilio Vaticano II, que estableció que también los laicos están llamados a una santidad de primera línea; y que donde deben esforzarse por alcanzarla es en el ambiente familiar, profesional y social propio de cada uno. Procuran vivificar con el espíritu cristiano ese ambiente, y lo hacen en su propio nombre, como ciudadanos corrientes, iguales a sus iguales; y no como emisarios de la jerarquía. 

    Es una enseñanza clara del Concilio Vaticano II, que en la Constitución Lumen Gentium recogía la esencia de la predicación de san Josemaría Escrivá desde la fundación del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928. San Pablo VI afirmó que el principal fruto del Vaticano II ha sido la llamada universal a la santidad. Todos estamos llamados por Dios a ser santos, siendo fieles a la personal vocación: en el caso de los laicos, su personal llamada es vivificar las estructuras sociales a través de su actividad ordinaria en medio del mundo.


EL MENSAJE FATAL DEL ACTIVISMO SINODAL. Martin Grichting

(Traducción del original, de la revista First Things, 8 de julio de 2023)

    Los obispos alemanes y suizos han llegado a un callejón sin salida con su proyecto "sinodal". El camino a seguir está bloqueado por el muro de la doctrina de la fe tal como la sostiene la Iglesia mundial, mientras que detrás de ellos los activistas eclesiásticos exigen cambios sustanciales en la doctrina de la Iglesia.

    Esta situación tiene un aspecto positivo. La crisis actual está revelando que una concepción anticuada de la Iglesia está llegando por fin al fin de su dominio. Esta concepción de la Iglesia tiene su origen en el Concilio de Trento. Frente a la Reforma, Trento sostuvo que la Iglesia era ante todo una institución, tan visible como la República de Venecia, argumentó Roberto Belarmino. Este énfasis en la Iglesia como jerarquía encarnada era importante y necesario en aquella época. La Iglesia no sólo sobrevivió a la Reforma, sino que floreció. Podemos contemplar con asombro la cultura católica postridentina de santos, una sólida piedad popular y una presencia social efectiva en las obras de educación cristiana y caridad.

    Pero el énfasis tridentino en la Iglesia como institución era unilateral. Tendía a considerar que la esencia de la Iglesia estaba encarnada en la jerarquía, los obispos, los sacerdotes y las órdenes religiosas. Localmente, esta forma social de la Iglesia se manifestaba sobre todo en la parroquia, en torno a la cual se reunían multitud de asociaciones, congregaciones y grupos. Para los bautizados, participar en la misión de la Iglesia significaba ante todo ser activos en las estructuras eclesiales bajo el clero y con él. La "parroquia viva" era la regla de oro. Ser cristiano se definía por la participación en las instituciones dirigidas por la jerarquía. El clérigo o miembro de una orden religiosa representaba la "perfección" que sólo podía alcanzarse a distancia del mundo. La vida cotidiana del cristiano laico en la familia, en las profesiones y en la realidad política y cívica se explicaba demasiado poco. Pocos imaginaban que uno pudiera vivir su misión cristiana y eclesial "en el mundo" o que alguien que viviera en el estado de vida laical pudiera ser también "la Iglesia".

     Los obispos del Concilio Vaticano II reconocieron los importantes cambios que había provocado la modernidad. La Ilustración y la Revolución Francesa marcaron el fin de las sociedades corporativas, y el "mundo separado" de la vida eclesiástica se debilitó. Por ello, intentaron complementar la visión jerárquica e institucional del Concilio de Trento. Después de todo, en los tiempos modernos la Iglesia ordenada jerárquicamente se hizo menos "visible" como la "sociedad perfecta". Los cambios políticos y culturales hicieron que dejara de funcionar como contraparte del Estado y de la sociedad civil. Más bien, el individuo, como ciudadano y como cristiano, pasó a un primer plano.

     El Vaticano II abordó esta nueva realidad, especialmente la idea de la primacía del individuo, y trató de impartir al bautizado una espiritualidad que le convirtiera en sujeto eclesial activo en la moderna sociedad de los libres e iguales. Fortalecido por la labor pastoral del clero y modelado por su conciencia cristiana, debía ser él mismo un agente eclesial en medio del mundo. El cristiano debe vivir su fe en su propio nombre, y no como emisario de la jerarquía: en su profesión, en la política y en los medios de comunicación, en la sociedad civil, en su familia y entre sus amigos. En el capítulo IV de la Lumen Gentium, el Vaticano II logró esta síntesis de la fe cristiana con las sociedades surgidas de la Ilustración. Y, por supuesto, el Concilio lo hizo sin sacrificar la sustancia de la doctrina de la fe.

     Sin embargo, viendo las conversaciones que tienen lugar hoy en la Iglesia, se diría que este capítulo de la Lumen Gentium no se ha escrito nunca. Al menos, sigue siendo malinterpretado en gran parte de la Iglesia. Incluso después de las aclaraciones del Vaticano II, se mantuvo y desarrolló la concepción tridentina de la Iglesia. Los impulsores de la "reforma" declararon correctamente que los laicos tienen una tarea eclesiástica insustituible, que hasta entonces había sido descuidada. Pero concluyeron erróneamente que los católicos laicos debían llevar a cabo esta misión dentro de las estructuras eclesiásticas. El sistema de sínodos y concilios desarrollado tras el Concilio fue la consecuencia.

     Lo que se persigue actualmente en determinadas iglesias y en la Iglesia universal bajo el nombre de "sinodalidad" representa la continuación de la concepción tridentina de la Iglesia por otros medios. Se trata de un intento anacrónico de mantener y ampliar una imagen anticuada de la Iglesia, centrada en la jerarquía, en nuestra era democrática, empleando a los laicos dentro de la estructura de la Iglesia y reservando un espacio para la consulta y la toma de decisiones dentro de la Iglesia. Sólo importa la Iglesia institucional: Este es el mensaje fatal del activismo sinodal. Se supone que los fieles deben vivir la llamada al discipulado principalmente junto con la jerarquía y bajo su liderazgo. El resultado es la clericalización de los laicos, que conduce a conflictos con los sacerdotes y diáconos.

     El Vaticano II reafirmó que existe una diferencia esencial entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio jerárquico. Por lo tanto, es una extraña especie de recaída en la teología de los tiempos preconciliares cuando se hacen cada vez más intentos de conferir tareas eclesiásticas a los laicos "por decreto" -tareas reservadas para aquellos que han recibido el sacramento del Orden Sagrado.

     Hay una ceguera generalizada. Obispos, sacerdotes y activistas laicos que se creen progresistas no se dan cuenta de que están atrapados en una mentalidad anterior al Vaticano II. Están exacerbando la fijación clerical tridentina -en sí misma una distorsión de Trento- al tratar de convertir a los laicos en clérigos de facto. No hace falta ser profeta para darse cuenta de que esta "estrategia" de "actualización" de la Iglesia, basada en presupuestos teológicos erróneos, es contraproducente. En la práctica, resulta ser un programa de autoempleo para los que ya trabajan para la Iglesia. Además, consolida una institución eclesiástica autosatisfecha que no tiene ningún atractivo para la sociedad poscristiana.

     Es incómodo para los obispos verse atrapados entre el "no" de la Iglesia mundial y la presión de los activistas que se creen progresistas, pero que en realidad son tradicionalistas incapaces de ofrecer ninguna perspectiva de futuro. Esto acelera el declive de la Iglesia. Comprender y aplicar las enseñanzas del Vaticano II sobre la misión de los laicos es la única manera de avanzar.

     Los laicos deben querer tener voz como cristianos. El Concilio Vaticano II les dice en Lumen Gentium: "El Señor quiere extender su Reino también por medio de los laicos . . . Por tanto, por su competencia en la formación secular y por su actividad, elevados desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan vigorosamente con su esfuerzo, para que los bienes creados sean perfeccionados por el trabajo humano, la habilidad técnica y la cultura cívica en beneficio de todos los hombres, según el designio del Creador y la luz de su Palabra."

    Los laicos deben querer ofrecer un sacrificio a Dios como sacerdotes. ¿Cómo hacerlo? El Concilio afirma que todos los fieles participan del oficio sacerdotal de Cristo:

    Todas sus obras, oraciones y esfuerzos apostólicos, su vida conyugal y familiar ordinaria, sus ocupaciones diarias, su descanso físico y mental, si se llevan a cabo en el Espíritu, e incluso las dificultades de la vida, si se soportan con paciencia: todo esto se convierte en "sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo". Junto con la ofrenda del cuerpo del Señor, se ofrecen de modo muy apropiado en la celebración de la Eucaristía. Así, como los que en todas partes adoran en santa actividad, los laicos consagran a Dios el mundo mismo.

    Los laicos deben querer anunciar la fe. Para ello, les dice el Concilio: "Los laicos son poderosos anunciadores de la fe en lo que se puede esperar, cuando a su profesión de fe unen con valentía una vida que brota de la fe. Esta evangelización, es decir, este anuncio de Cristo por un testimonio vivo, así como por la palabra hablada, adquiere una calidad específica y una fuerza especial en la medida en que se lleva a cabo en el entorno ordinario del mundo."

     Sólo si logramos comunicar esta espiritualidad a los laicos, y si éstos son capaces de ponerla en práctica en su vida cotidiana, el cristianismo recobrará relevancia en el Estado y en la sociedad civil. El embrague -la misión de los laicos- debe ser liberado. De lo contrario, la perpetuación del inmovilismo preconciliar conducirá a la irrelevancia.

 

(Martin Grichting fue vicario general de la diócesis de Chur (Suiza) y publica sobre temas filosóficos y religiosos.)

jueves, 2 de marzo de 2023

El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Paul Hazard

 



El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Paul Hazard. Ed. Alianza


El historiador y ensayista francés Paul Hazard (1878-1944) estudia en este libro el giro sufrido por el pensamiento europeo a lo largo del siglo XVIII, desde un planteamiento cristiano, en el que la razón avanza segura y confiada bajo la luz de la fe, a una visión racionalista, que prescinde de toda dimensión espiritual y trascendente y pone en duda cualquier evidencia ajena a la razón positiva. 

Este movimiento ilustrado, que comienza hacia finales del siglo XVII y alcanza hasta comienzos del XIX -y en buena parte sigue en nuestros días- adquirió diversos matices a medida que se extendía por los diversos países de Europa.

En Inglaterra le abrió camino con antelación el empirismo filosófico y científico -Francis Bacon (1560-1626)- que en su origen afirma que todo conocimiento humano comienza en los sentidos –en esto no difiere de Aristóteles y santo Tomás, que afirman que el conocimiento comienza por los sentidos-; pero en una segunda fase el empirismo pasa a afirmar que el conocimiento sensorial es la única forma de conocimiento, negando validez a otras formas de conocimiento, como la intuición, el sentimiento, la fe o la experiencia religiosa.  

Diversas corrientes de pensamiento de la época cayeron en el deísmo (creencia en un ser supremo creador, pero totalmente alejado e incomunicado con el hombre y sin influencia en la historia). Surge también la propuesta de una ética naturalista, que considera la naturaleza como única guía de las acciones humanas, y rechaza cualquier obligación basada en la Revelación divina. Considera que la ley moral –que distingue la buena o mala conducta- no es una norma objetiva, sino el resultado meramente subjetivo de asociaciones e instintos desarrollados a partir de la experiencia de lo útil y lo agradable, o de lo dañino y lo doloroso.

 A estas corrientes de pensamiento, que van afectando a todas las áreas del saber y de la vida social, se asocian también los diversos movimientos en favor de los derechos políticos, apoyados en nuevas teorías filosóficas sobre el Estado y la sociedad.

En Francia el movimiento ilustrado se aglutina en torno a la Enciclopedia, y su principal exponente fue Juan Jacobo Rousseau (1712-1778). La Enciclopedia reúne a los principales pensadores de la época para lograr una sistematización del saber, con un factor común: el racionalismo, que afirma que la razón es la única fuente de conocimiento y de acceso a la verdad. En Alemania creó el caldo de cultivo propicio el racionalismo de Leibnitz (1646-1716) y diversos movimientos idealistas, que defienden que la realidad es un mero constructo inmaterial de la mente.

El movimiento ilustrado tiene una primera fase de exaltación de la razón empírica: todo avance en el conocimiento debía proceder de un meticuloso análisis de la experiencia sensible.  Pero esa exaltación de la razón llegó en no pocos casos hasta extremos irracionales, con intentos de complementarla con una querencia hacia la irracionalidad y el sentimiento (Rousseau, Herder o Jacobi). En su fase última se llega a platear la contradicción como centro de la realidad, abriendo la puerta al romanticismo: una rebelión en toda regla contra la razón ilustrada francesa.

Todos estos intentos de independizar la razón humana, declarando su autonomía absoluta, no podían acabar bien. Provocaron una gran desorientación en las mentes y desembocaron en graves rupturas entre los propios ilustrados y en los terribles enfrentamientos que se vivieron en Europa y América en los siglos XIX y XX.

Como ha explicado Benedicto XVI, “la verdadera racionalidad del mundo procede de la Razón eterna, y sólo esa Razón creadora es el verdadero poder sobre el mundo y en el mundo. Sólo la fe en el Dios único libera y “racionaliza” realmente el mundo. Donde, en cambio, desaparece, el mundo es más racional sólo en apariencia.” 

Razón y fe, lejos de oponerse una a otra, "pueden cooperar juntas a un mayor conocimiento de Dios y a un amás profunda comprensión del hombre." Por eso la tarea central y permanente de los cristianos es iluminar el mundo con la luz de la razón que procede de la eterna Razón creadora, así como de su Bondad creadora.

No todo el pensamiento ilustrado fue ateo o contrario al cristianismo, aunque sí tuvo ese cariz sectario en el mundo francés (anticlerical) y en el inglés (anticatólico). Los aspectos positivos de la Ilustración fueron acogidos y promovidos por notables pensadores y científicos católicos y cristianos, que impulsaron nuevos desarrollos en la cultura y la ciencia.

La primera parte del libro lleva el significativo título de "El proceso al cristianismo". En la segunda, que titula "La ciudad de los hombres", muestra cómo se intentó edificar con la sola fuerza de la razón cada una de las áreas del saber y dimensiones de la vida humana, incluída la religión natural y la nueva moral. “Disgregaciones” es el título de la tercera parte, en la que describe cómo las propias contradicciones de la Ilustración acabaron con ella.  

Hazard hace gala de un gran dominio del período ilustrado, deja hablar a sus propios protagonistas y describe con objetividad y maestría los hechos y consecuencias que acompañan a las ideas ilustradas. Escribe con un estilo ágil y claro, muy ameno y cierto sentido del humor bañado de ironía. Pone en evidencia que el autollamado siglo de las luces, a pesar de su aparatosa efervescencia, estaba lleno de contradicciones y produjo no pocas oscuridades y evidentes retrocesos en muchos campos esenciales del saber y de la vida social, causando estragos entre el pueblo sencillo.

El espíritu ilustrado afectó a todos los ámbitos de la vida, y Hazard describe con trazo certero cómo se fue generando esa nueva forma de entender la vida. Selecciono sólo algunas ideas en lo referente a la literatura, la historia, las ciencias naturales, y la nueva visión estatalizadora y monopolista de la enseñanza.

 

Literatura

        Junto a la crítica filosófica, hace su aparición en el mundo de las letras la crítica literaria: “El primer necio recién legado, el primer fatuo, el primer poeta fracasado se arrogaba el derecho de hablar alto, de pronunciar juicios injustos, de atacar a los autores célebres: ¡el menos capaz era el más agrio! Sin embargo, aparecieron críticos que pasaron a la inmortalidad.” Nacen las Academias de las lenguas, para llevar a cabo la revisión de la gramática, la ortografía, y modernizarlas.

Otras épocas se interesarán por el individuo en lo que tiene de incomunicable; ésta se interesa por lo que tienen de común los individuos. Estudia lo que une, no lo que distingue. Estrechar el vínculo social pasa a ser una de las funciones de la literatura. Pero lamentablemente, señala Hazard, para muchos que ambicionaron crear un corazón unánime y un espíritu general compartido por todos, valdrían las palabras de la duquesa de Weimar acerca del escritor y editor alemán Wieland: “Tanto como muestra por sus escritos que conoce el corazón humano en general, tan poco conoce el detalle del corazón humano y los individuos.”

Se difunde entre los aristócratas y burgueses ilustrados la afición a escribir cartas. “Las cartas ya no eran una obligación penosa, sino la delicia de cada día. Prolongaban la conversación de los salones, y se leían y releían en otros salones, de corro en corro. Tratan de todos los temas, con una sencillez admirable, sin levantar el tono, pues si tuvieran la menor huella de retórica frustrarían su efecto y harían sonreír. Cuenta los sucesos menudos de cada día. Salvo excepciones, el que coge la pluma no hace confidencias sobre sus penas y sus desesperaciones: por el contrario, un mimetismo lo lleva a ponerse de acuerdo con el destinatario, a tomar su color y su humor, a informarle, evitando las indiscreciones del yo. El estilo elimina comparaciones, imágenes, metáforas, como para desnudar a las ideas de todo lo que no sea ellas mismas; desembaraza el vocabulario de palabras inciertas, inexactas, dudosas, inaugurando una forma inmediatamente reconocible por su sencillez ideal, un estilo alerta, siempre directo, rápido, que excluye los contrasentidos debidos a la ambigüedad de los términos y a los recargamientos estilísticos.”

        Todos se lanzan a escribir, incluso poesía, fabricando versos para los acontecimientos más vulgares. “Se produjo en la literatura una aleación de gravedad y de frivolidad, pues no se llegó a adquirir el sentido de lo profundo: sólo el de lo claro, lo sencillo, lo inteligible. Frivolidad, pues no en vano predicaban que había que gozar placeres de la vida terrena, y los sentidos, exaltados, reclamaban su puesto; y la idea de que el placer era el elemento esencial de la felicidad, que debía buscarse en todas sus formas, descendía a todas las gentes desde la predicación de los filósofos.”

Consideran la literatura como “una decoración de la vida”, uno de los goces de que se compone la felicidad, fin de nuestra vida: el placer es la ley suprema. “Se cambiaban versos como cumplidos o reverencias: gestos rituales de una sociedad cuyos miembros parecían actores de teatro, con sus polvos y colorete, con sus entradas y salidas en momentos fijados, con sus réplicas…”

Historia

        Los historiadores de la Ilustración perseguían el hecho del pasado, y trataban de librarlo de supuestos prejuicios de anteriores testimonios, negando sus prejuicios propios. “Su principal enemigo eran ellos mismos: tenían prisa, no les gustaba la erudición: pero larga paciencia y amplia erudición eran necesarios para la tarea de verdaderos historiadores. Desnudar el hecho, depurarlo, desembarazarlo de toda mezcla, es una operación delicada que sólo con el tiempo se aprende. Había un elemento moral unido a cada hecho: es menester que la historia muestre la derrota del vicio y el triunfo de la virtud, pues no debe ser indiferente a las acciones humanas: los buenos, recompensados; los malos, castigados.”

Los ilustrados acogen esa herencia, pero modifican su moral, que ahora será “filosófica”, con lo que su prejuicio enturbia aún más el hecho. Enfocan sus lecciones de moral hacia los príncipes (en lugar de hacia los súbditos) y hacia la Iglesia: sería una historia anticlerical, antipapista; la Edad Media no será un hecho histórico que hay que intentar comprender, sino un error que refutar; al hablar del hecho mahometano, lo vengarían de las calumnias de los cristianos; las Cruzadas, serían un acceso de locura furiosa; el mérito del Renacimiento sería, más que el suyo propio, haber abierto la edad de la razón…

        Proyectaban el presente sobre el pasado y condenaban a los hombres de antaño por haber cometido el error de ser de su tiempo. Transformaban las cuestiones de origen en cuestiones de lógica, quitando su dignidad a la prueba histórica, que debía someterse a la “prueba moral”, como decía Diderot.

        Sólo admitían como histórico el testimonio del que vio el suceso, pero había que tener en cuenta si era testimonio de un ilustrado, si había vecinos que daban fe de él. Además, renuncian a todo lo maravilloso, entre lo que incluía lo sobrenatural: milagros, prodigios, profecías… y la misma Biblia queda proscrita.

        “Les costaba darse cuenta de que el que descompone los sonidos de una sinfonía no goza ya de la impresión total,” de que entra cobardía en el valor y egoísmo en el altruismo. Para ellos todo debía ser blanco o negro, con lo que acaban cerrando los ojos a la realidad y a la verdad.

        Querían dar cuenta de los fenómenos, sin remontarse a las causas primeras; y dicho esto, lo que se obstinaban en buscar era la causa primera.

        Pero al menos con frecuencia sacrificaron su preferencia por el a priori al método histórico que limpiaba de adherencias los hechos. Y consiguieron preparar el terreno al porvenir, y también a algunas obras maestras.

 

Enseñanza

En 1761 el procurador del rey de Bretaña, La Chalotais, pronunció la requisitoria contra los jesuitas en Francia, acusándoles de peligro para el Estado por haber jurado obediencia al Papa incluso en el orden temporal.

Es lícito ver algo más que una coincidencia en el hecho de que el mismo Charlotais, que en su requisitoria pedía que ante todo los jesuitas fueran desposeídos de sus escuelas, publicara en 1763 un Essai d’education nationale: el Estado, dice, debe proveer a las necesidades de la Nación, no debe “abandonar la educación a gentes q tienen intereses diferentes a los de la patria; la escuela debe preparar ciudadanos para el Estado, por lo que debe estar dirigida por nociones civiles, y no místicas.”

Y proponía lo que hoy en día sería una subsecretaría de Educación nacional, afecta al Ministerio del Interior: la educación debía estar bajo la autoridad del ministro del que dependiese la política general del Estado. Era lo que los príncipes reformadores, sin tantas teorías, empezaban a hacer: convertir la escuela en una provincia de su administración.


Ciencias de la naturaleza

Los botánicos, imbuídos del espíritu científico, aspiraban a hallar una clasificación de las plantas que no se fundase sino en hechos objetivamente observados; pero al mismo tiempo, como los demás científicos y como los filósofos, intentaban hacer entrar el universo y sus producciones en un plan preconcebido.

Imaginaban lo que llamaban la gran escala de los seres; los seres no podían ordenarse de otro modo que según esa escala, donde no faltaba ningún travesaño; se pasaba de uno a otro por gradaciones tan menudas que apenas se podían distinguir, pero que no eran menos reales; lo discontinuo estaba excluido a priori, ningún lugar tenía derecho a quedar vacío; no había corte entre los grados de una serie, entre la serie animal y la serie vegetal, entre la vegetal y la mineral; una conexión imperceptible existía entre los hombres y los ángeles; en la cúspide, el único, aislado, se encontraba Dios.

Era menester a cualquier precio que todas las casillas estuviesen ocupadas; si no se distinguían aún sus ocupantes, estos no dejarían de aparecer algún día. De suerte que los mismos hombres que se proclamaban servidores del hecho sometían el hecho, de grado o por fuerza, al a priori.

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El libro es una delicia para la inteligencia, y ayuda a entender muchos de los desasosiegos que sufren hoy buena parte de nuestros intelectuales y políticos, que beben todavía de fuentes jacobinas, a las que sería bueno irles quitando el poco lustre que aún les queda.

El mundo irá mejor en la medida en que entiendan que secularización no equivale a descristianización. Secularización es un término equívoco, que puede entenderse como sana y necesaria desclericalización, y positiva afirmación de la autonomía de las cuestiones temporales.

Pero cuando se entiende como la autonomía absoluta del hombre, el llamado laicismo, termina en tragedia. No olvidemos el falso mito del progreso: la razón ilustrada conduce hacia los campos de concentración nazis y las bombas atómicas USA arrojadas sobre poblaciones civiles en Hiroshima y Nagasaki

Como ha dicho un gran especialista, Mariano Fazio «la visión prometeica del hombre, ya sea en su versión Ilustrada, como romántica, marxista, nietzscheana... ha causado un grave desorden en los diferentes ámbitos de la existencia humana». 

Este libro ayuda a caer en la cuenta.

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Relacionado: 

Fe y razón según Benedicto XVI, libro electrónico gratuito.

Verdad, valores, poder. Josep Ratzinger 

Cristianos en la sociedad del siglo XXI



 

 

martes, 7 de febrero de 2023

“Es bueno que yo exista”. El lenguaje que sana y cautiva de Joseph Ratzinger

 


 

Peter Seewald, en su magnífica biografía de Joseph Ratzinger, se refiere con frecuencia al estilo literario de los escritos del teólogo. Dotado de un espíritu abierto a la belleza y el arte, gran amante de la música, los escritos del futuro Benedicto XVI aparecen dotados de una atractiva y cautivadora musicalidad, que guía apaciblemente a la mente y la pone en suerte ante la verdad y el bien.

Los textos de Ratzinger «desbordan de un suave entusiasmo que cautiva irresistiblemente al lector y oyente», en especial a través de «una musicalidad perceptible incluso en la elección de las palabras y la construcción de las frases».

Cuenta Sewald que el sacerdote y escritor Elmar Gruber, que fue alumno de Ratzinger, define su estilo como un «lenguaje totalmente nuevo» y una forma de interpretar la Biblia hasta entonces desconocida, reconocible ya en las primeras clases y conferencias del futuro papa: «Se expresaba como un libro abierto. Nunca se equivocaba ni repetía. Se podía taquigrafiar lo que decía y al final tenía uno un escrito rigurosamente estructurado»

Gruber memorizaba en vacaciones frases enteras de Ratzinger «para interiorizar en la medida de lo posible su brillante lenguaje». Analizó la gramática y la sintaxis de los textos del profesor y llegó a la conclusión de que lo específico y totalmente nuevo de su discurso era el fascinante manejo de imágenes, signos y símbolos mediante los cuales iniciaba en el misterio de Dios con mucha mayor profundidad de lo que permiten las definiciones racionales.

El pensamiento meditativo, reflexivo (o sea, la inteligencia emocional), es su fuerte y a través de él lograba entusiasmar a sus oyentes, mientras que su talento racional, junto con sus dotes verbales, suscitaba admiración ilimitada. Ya le escuchara una homilía, una meditación, una clase, uno siempre se marchaba conmovido, entusiasmado y consolado, anticipando ya con alegría el siguiente encuentro».

El magnetismo que Ratzinger ejercía sobre sus oyentes se basaba, además de en su lenguaje y modo de exponer los contenidos, sobre todo en lo que Gruber caracteriza como una «teología verosímil». Resultaba fascinante «porque uno siempre tenía la sensación de que le estaba ofreciendo respuestas a preguntas concretas». El exalumno de Ratzinger dice haber recibido de su profesor una «fe sanadora».

Gruber es también psicoterapeuta y se ha visto confrontado, en el acompañamiento de potenciales suicidas, con enfermedades «que ya no podían tratarse con medicamentos». Justo en este ámbito, la conciencia de que «es bueno que yo exista y, además, tal como soy», conciencia que Ratzinger ha favorecido con su teología, «resulta esencial para la curación de muchas enfermedades en el ámbito psico-corporal». Ratzinger, según Gruber, transmitía con absoluta autenticidad una motivación existencial básica: «En vez de adoptar un tono puramente científico-objetivo, hablaba sobre realidades tratando siempre de mostrar su referencia existencial al ser humano, con lo que esas realidades empezaban a influir en la vida de las personas».

Cuando fue elegido papa, el periodista alemán Jan Ross escribió: “El cristianismo es una instancia históricamente acreditada de formación de la conciencia, como memoria ético-cultural sin la cual se corre el peligro de recaer en la barbarie. Ratzinger fue elegido papa sobre todo por su capacidad de explicar la fe, de hacer que resulte iluminadora y convincente.

Leer a Ratzinger, efectivamente, es un regalo para la mente y el espíritu. Pruébenlo si aún no lo han hecho. Aunque a veces parezca arduo, vale la pena. A través de ese estilo está hablando la sabiduría. Y la sabiduría mueve al corazón para obrar el bien. Sabe de eso mucho Peter Seewald: sus conversaciones con Ratzinger le pusieron en suerte ante Dios.

Relacionado: 

Algunos libros en la vida de Benedicto XVI

Introducción al cristianismo

Luz del mundo

Mi vida

Jesús de Nazaret

Verdad, valores, poder

 


viernes, 2 de septiembre de 2022

Liderazgo femenino

    Una luminosa entrevista de la Agencia portuguesa Ecclesia a Isabel Sánchez, Secretaria de la Asesoría Central del Opus Dei. Su misión es ayudar al prelado en el gobierno de la prelatura, que se ejerce colegialmente con la colaboración de hombres y mujeres a la par. 

    Interesantes sus palabras sobre la necesidad social de redescubrir el valor de cada persona, y de orientar la vida y el trabajo a cuidar de los demás, comenzando por la propia familia: es el núcleo del mensaje cristiano, y una necesidad urgente para nuestro mundo.

    Sobre el liderazgo femenino, afirma que la mujer no necesita aplastar al varón para ejercer su liderazgo. Cada hombre y cada mujer tienen unas cualidades propias, y todas son necesarias. "No hay otra forma de construir un mundo mejor que contar con todos." 

    Vale la pena escucharla: transmite sentido común, claridad y paz en un ambiente en que con frecuencia impera la confrontación.

   Isabel Sánchez publicó recientemente en la editorial Planeta Mujeres brújula en un bosque de retos


lunes, 10 de mayo de 2021

Chequear el amor

  

Chequear el amor

 

En la anterior entrada escuchábamos el tema central de la música que Geoffrey Burgon compuso para la versión televisiva de Retorno a Brideshead.


George Weigel señalaba que esa música ofrece un fondo sonoro perfecto para el mensaje que Evelyn Waugh quiere transmitirnos: la decisiva realidad del amor en nuestras vidas, ya que hemos sido creados por amor y para amar.


El amor está en el centro de nuestra condición humana, y no es un vago sentimentalismo: se trata de ese amor que Dante refleja en su Divina Comedia como “el Amor que mueve el sol y las demás estrellas”.  


Añade Weigel que esa decisiva realidad del amor está expresada, de un modo todavía más sublime, en el himno Ubi caritas et amor (Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Se trata de una de las más bellas composiciones de la tradición católica.


El Ubi caritas se canta especialmente en la Misa de la Cena del Señor, el Jueves Santo, mientras el celebrante lava los pies a doce miembros de la comunidad (como hizo Jesús con sus discípulos en la Última Cena). Se suele cantar también durante la comunión de los fieles. Y dice así:


Ubi caritas et amor Deus ibi est. 

Congregavit nos in unum Christi amor.

Exultemus, et in ipso iucundemur. Timeamus et amemus Deum vivum.

Et ex corde diligamus nos sincero.

 

Donde hay caridad y amor, allí está Dios.
El amor de Cristo nos ha reunido en unidad.
Saltemos de gozo y alegrémonos en Él.
Temamos y amemos al Dios vivo,
y amémonos con corazón sincero.


Vale la pena escuchar dos de las mejores versiones de ese maravilloso himno, compuesto en el siglo VIII por Paulinus de Aquileia. La serena melodía gregoriana que encabeza esta entrada es la más conocida.  

 

El compositor francés Maurice Duruflé creó en 1960 esta otra versión del precioso motete. Entronca con la versión gregoriana, pero añade una armonía contemporánea, con varias voces que se interpelan, se separan y vuelven a unirse, recordándonos que donde hay amor y caridad, allí está Dios: 



Como señala Weigel, a través de una misteriosa interacción de texto y música el motete logra captar la sed de amor que tiene el ser humano, el esfuerzo por encontrar los amores más puros, la escala del amor a la que Cristo nos invita, el perdón de Cristo que hace posible la subida a los auténticos amores, de modo que el amante pueda amar al Amor eternamente.


Estamos ante el núcleo central de la religión católica:  el amor es la realidad más viva que existe, porque el propio Dios es amor. Es cuestión de dejarse asir por la Verdad que es Amor, el Amor que se encarnó en el mundo en la persona de Jesús de Nazaret, sobre todo en su pasión, muerte y resurrección.” 

 

Y nos encontramos con Jesús en su Iglesia, que es también esa misteriosa pero viva realidad que llamamos «Cuerpo místico de Cristo», en la que sus miembros, siendo pecadores, saben que están llamados a subir por esa escala del amor que les une cada vez más estrechamente a su Cabeza, que es Cristo mismo, el Amor de los amores.

 

Nunca pretendas conseguir algo menos que la grandeza moral y espiritual que por la gracia puedes alcanzar”, concluye Weigel.

 

 

domingo, 9 de mayo de 2021

Retorno a Brideshead: el arduo ascenso del amor




 Retorno a Brideshead. Evelyn Waugh


Retorno a Brideshead, publicada por primera vez en 1945, es la novela más famosa del escritor inglés, Evelyn Waugh (1903-1966). En los años 30, tras el divorcio con su primera mujer, Waugh se convirtió al catolicismo.

En su interesante Cartas a un joven católico, George Weigel hace un agudo comentario a esta novela, que considera un referente para entender en qué consiste la conversión al catolicismo. Para Waugh, el castillo de Brideshead, como el Castle Howard en que se rodó más tarde la película basada en la novela, no es simplemente el escenario en que transcurre gran parte de la acción, que además ofrece un marco de belleza magnífico.

Gracias al arte y la intuición de Waugh, todo se transforma en un lugar emblemático en el que se puede observar el proceso de una conversión al catolicismo, un lugar privilegiado en el que podemos ver cómo un personaje asciende por la escala del amor. Porque al fin y al cabo, hablar de catolicismo es hablar de la acción de Dios, que es Amor, en el mundo. Y de su Amor proceden todos los demás amores que merecen ese nombre.




En Retorno a Brideshead, Evelyn Waugh ofrece una penetrante visión del catolicismo. Cuando en plena fiesta, una imponente matrona pregunta al protagonista cómo es que él, prominente católico converso, puede comportarse de manera tan descortés, Waugh replica: «Señora, si no fuera por mi fe, yo apenas sería humano».

Ese comentario, más allá de la ironía o el sarcasmo, encierra una convicción humilde, que nos recuerda lo que el propio Evelyn Waugh había escrito a su amiga Edith Sitwell, escritora como él, cuando fue admitida en la Iglesia Católica:

“¿Debería yo, como padrino, ponerle a Vd. en guardia sobre los probables sobresaltos que le aguardan en el aspecto humano del catolicismo? En realidad, no todos los curas son tan inteligentes y tan amables como el Padre D’Arcy y el Padre Caraman. (En mi libro, el caso de aquel que va a confesarse con un espía es una experiencia real.) Por mi parte, estoy seguro de que Vd. conoce el mundo lo suficientemente bien como para saber que hay católicos presuntuosos, rudos, perversos y maleducados. Yo me digo continuamente a mí mismo: «Sé que soy horrible; pero cuánto más horrible sería si no tuviera fe». Una de las alegrías de la vida católica consiste en reconocer las pequeñas chispas de bien que saltan por todas partes, igual que los ardores de los santos.

Retono a Brideshead es una obra que muestra cómo pequeñas chispas de bondad puedan acabar provocando llamaradas de auténtica conversión. Como dijo el propio Waugh, la obra muestra «los efectos de la gracia divina en un grupo de personajes diferentes, pero estrechamente vinculados».

Se trata de una novela sobre la conversión; pero una conversión entendida como disposición a subir los escalones, muchas veces demasiado empinados, de la escala del amor. Una escalera que comienza con la juvenil amistad del protagonista, Rydler, con Sebastian, que implica un juego no exento de perversión.

La escala sigue más tarde con un amor más elevado y noble con Julia, aunque adúltero por ambas partes, y por eso limitado. Ese amor no puede sino acabar en tristeza, porque está muy alejado del idílico paraíso que soñaban y al que por ese camino nunca llegarán. Ese amor mutuo está muy lejos del verdadero amor y de sus exigencias. Sólo cuando lo reconocen, cuando aceptan admitir que su situación es de pecado, sólo entonces son capaces de afrontar el último escalón, el del verdadero amor. Y por eso de mutuo acuerdo se separan.

Es entonces, cuando han aceptado separarse, cuando se enfrentan al último peldaño: el del amor de Dios manifestado en Cristo. Han pedido una señal que les permita dar ese salto definitivo, y la reciben ante el lecho de muerte de lord Marchmain. Éste se encuentra ya en estado de coma.

Todos pensaban que Marchmain vivía alejado de la religión, y de hecho así era. Pero sucede algo inesperado: el lord está en coma, inconsciente, y entra el sacerdote para ungirle con la Unción y absolverle de sus pecados. Y mientras le absuelve, de manera imprevisible, la mano derecha del lord se mueve pausadamente hacia su frente, y luego baja hacia el pecho… y hace completa la señal de la cruz, ante la mirada atónita de todos. Era la señal que ambos, Julia y Rydler, pedían para dar el paso definitivo hacia su conversión.

No es pues esta obra una mera sátira social de su época (tan frecuente en otras de las novelas de Waugh). Ni tampoco evocación nostálgica de un suntuoso pasado. Ni una prueba más de ese estilo refinado y un tanto amanerado con que Waugh y otros autores ingleses han recreado la vida social de esos años.    

Estamos ante una novela sobre la conversión, por otra parte magistralmente puesta en escena, en la que se muestra cómo el amor es algo superior y muy distinto al sentimiento.

El amor es un impulso interior de carácter espiritual, un anhelo de comunión, incapaz de ser saciado por amores raquíticos. No es un camino fácil, pero es posible, ascender por la escala del amor. Para ascender es preciso reconocer que el estado en que uno se encuentra es insuficiente, pedir perdón y reconciliarse, haciéndonos responsables de nuestros actos.

La novela fue recreada con éxito en 1981 en una serie de diez horas de duración para la televisión británica: una adaptación muy fiel al espíritu de la novela, en la que intervinieron artistas de la talla de Diana Quick o Sir Laurence Olivier. La inspirada música de Geoffrey Burgon, que abre esta entrada, suena magistralmente como una imagen de que el amor está en el centro de nuestra condición humana, muy alejado del mero sentimentalismo.

No podía ser de otro modo, puesto que Dios es Amor y nosotros imagen suya, en camino hacia la identificación con Él si sabemos ir subiendo los peldaños de calidad del amor, que nos alejan del egoísmo y nos acercan al verdadero Amor. 

No sucedió lo mismo con la película que en 2008 dirigió Julian Jarrold para la gran pantalla. Una película que deja vacío, o al menos tergiversa, el sentido de la novela de Waugh, y roba al espectador la esencia de una historia –la de la novela original- que ha emocionado a millones de espectadores, tanto creyentes como ateos.