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jueves, 25 de marzo de 2021

El manifiesto negro o el poder de la desinformación

 


El manifiesto Negro. Frederick Forsyth. Ed de Bolsillo.

 

Interesante y larga novela de acción y espionaje, publicada en 1996, que el autor sitúa en una futura Rusia de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Campan a sus anchas por todo el país bandas mafiosas, casi siempre dirigidas por ex miembros del KGB, con auténticos ejércitos paramilitares a su servicio.

 

En esa situación caótica ha surgido un partido de corte ultranacionalista e ideología nazi, que tiene planes secretos para convertir de nuevo a Rusia en un totalitarismo de partido único. El plan incluye resucitar los gulags de Stalin y del comunismo soviético, para encerrar y silenciar a todo el que se atreva a disentir. Y ese partido está a punto de ganar las elecciones democráticamente.

 

Monk, agente de la CIA retirado del servicio, y sir Irvine, antiguo jefe del espionaje británico, ya jubilado pero bien relacionado, actúan extraoficialmente para impedir que el líder de ese partido, Komarov, y su cruel jefe de seguridad, el coronel Grighin, lleven a cabo sus propósitos.

 

La primera parte de la novela es bastante verosímil, la segunda menos creíble. Sin embargo, me parece sugerente la puesta en escena del terrible poder de las técnicas de desinformación, capaces de arruinar el genuino valor democrático de unas elecciones, porque falsean la verdad sobre los contendientes, sus programas y sus verdaderos propósitos. Sin información veraz no hay democracia posible.

 

        Forsyth dedica buena parte de la trama a esa perversión de la democracia, empleada con ignominiosa y desvergonzada normalidad por tantos políticos y directores de comunicación o de campaña en la vida real. Cuando se confunde la capacidad de persuasión con la mentira, y la política con el arte de pronunciar palabras embaucadoras y falsas, el resultado es toda una floración de personajes que hacen del engaño la herramienta más útil para su negocio particular, y convierten el bien común en una palabra tan vacía como mentirosa.

 

En ese ambiente es difícil encontrar hombres de palabra, que dicen verdad y hacen lo que dicen, y por eso se convierten en personas dignas de confianza. Ya solo hay “hombres de palabras”, sofistas especializados en decir muchas palabras que suenen bien a sabiendas de que no piensan cumplirlas. “El director de comunicación del presidente Komarov –escribe Forsyth- era, como muchos políticos y abogados, un hombre de palabras, porque estaba convencido de que no había problemas que estas no pudieran resolver.

 

Pero esa corrupción de la sofística no sucedía sólo en Rusia. Si el sistema de propaganda comunista era especialista en engañar y envenenarla convivencia con sus tácticas, de una manera sutil la desinformación florecía también en Occidente, como describe Forsyth: “Las relaciones públicas, que en Rusia se llamaban propaganda, en USA constituían una industria multimillonaria, capaz de convertir en celebridad al más lerdo, en sabio al más tonto.”

 

La realidad actual, como se ve, no es muy diferente de la que el autor situaba en su novela en el entonces futuro año 2000. Y mueve al lector a abrir los ojos para no dejarse embaucar, y a trabajar para cambiar esos vicios perversos en el mundo de la comunicación, que es el de todos. Porque sin aprecio a la verdad no hay democracia que dure largo tiempo. Un aprecio a la verdad que los ciudadanos deberían hacer valer cada día.