Conjunto
de ensayos y relatos de la escritora italiana (1916-1991) que sorprenden por su
sencillez y profundo sentido humano. Destaco tres ideas que me han llamado
especialmente la atención, para invitar a la lectura íntegra del libro. Se
refieren a tres de los vicios a los que puede arrastrarnos la cultura
dominante, si no estamos en guardia.
El
primero es el silencio, entendido en su sentido peyorativo, de
aislamiento de los demás como consecuencia del individualismo egoísta. El
segundo la pérdida del sentido de culpa, a la que incita la cultura
del placer. Y el tercero, el afán de dominio y posesión
sobre cosas y personas, propio de la cultura materialista, que ignora que
Dios es el único que merece ser poseído, y que nuestra mirada sobre los demás
ha de ser, como la suya, una mirada de misericordia.
El
silencio, en su sentido de
aislamiento e incomunicación, es uno de los vicios más graves y extraños de
nuestra época. Los que tenemos algunos años podemos dar fe del contraste
entre la pronta y amigable conversación de hace pocas décadas, y la difícil
comunicación actual, con gente ensimismada, “a la suya”, refractaria al diálogo
enriquecedor. Mucho tiene que ver esto con la pérdida del sentido cristiano,
abierto a los demás por naturaleza. Sin olvidar que el silencio tiene también
un sentido positivo: ese silencio interior que necesitamos para el encuentro
con uno mismo y con Dios. El silencio que se requiere para tomar
conciencia de nuestro yo, y así ser capaces de entregarlo con más plenitud. El silencio
que los artistas han llamado creador.
Un
profundo silencio, el de la incomunicación, prosigue Natalia Ginzburg,
se ha ido acumulando poco a poco en nuestro interior, quizá desde pequeños, y
llega un momento en que no sabemos cómo relacionarnos con los demás, cómo
manifestarles nuestros sentimientos. El silencio (lo que se expresa cuando
decimos “Se ha perdido el gusto por la conversación”) es falta de relación
libre y normal entre los hombres, y es una enfermedad mortal. El
silencio puede llegar a alcanzar una forma de infelicidad cerrada, monstruosa;
optar por el silencio, encerrarse, puede llegar a ser optar por ser
diabólicamente infelices, y eso lo podemos evitar, es preciso evitarlo. El
silencio es un pecado, como la apatía o la lujuria.
Natalia Ginzburg |
Para librarnos del sentimiento de culpa algunos nos proponen hacer de nuestra vida pura elección del placer: pero eso es un gran error, es vivir contra natura, porque al hombre no le es dado elegir siempre. La mayor parte de las cosas de nuestra vida no las podemos elegir: ni la cara, ni los padres, ni la hora de la muerte… La única elección que se nos permite es la elección moral: entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, entre la verdad y la mentira.
Desprendimiento: somos adultos por aquel breve
momento que un día nos tocó vivir, cuando miramos como por última vez todas las
cosas de la tierra, y renunciamos a poseerlas, las restituimos a la voluntad de
Dios. Y de pronto las cosas de la tierra se nos han aparecido en su justo lugar
bajo el cielo, y también los seres humanos, y nosotros mismos, mirando desde el
único lugar justo que nos es dado.
En
ese breve momento hemos encontrado un equilibrio en nuestra vida oscilante, y
nos parece que podremos encontrar siempre ese momento secreto, buscar en él las
palabras para el propio oficio, nuestras palabras para el prójimo. Mirar al
prójimo con la mirada adecuada y libre, no con la temerosa o despreciativa del
que siempre se pregunta, en presencia del prójimo, si será su amo o su siervo.
En
ese momento secreto nuestro hemos descubierto que en la tierra no existe
verdadero dominio ni verdadera servidumbre. Y ahora buscaremos en los otros si
ya les ha tocado vivir un momento idéntico, o si todavía están lejos: eso es lo
que importa saber, porque en la vida de una persona ese es el momento más alto.
Y es necesario que estemos con los demás teniendo los ojos puestos en
el momento más alto de su destino.
Descubrimos
que seguimos siendo tímidos, pero no nos importa, porque desde ese momento
secreto encontramos facilidad para hallar las palabras adecuadas en nuestras
relaciones humanas. Pero debemos recordar siempre que toda clase de
encuentro con el prójimo es una acción humana, y por lo tanto, es siempre mal o
bien, verdad o mentira, caridad o pecado.
Sufrimos
ante las miradas duras que nos dirigen otros, incluso a veces nuestros propios
hijos; aunque sepamos demasiado bien (por propia experiencia) el largo camino
que se necesita recorrer hasta llegar a tener un poco de misericordia.