Hay
tiempos, como la Navidad, en que sentimos una íntima necesidad de comunicarnos
con los seres queridos. La forma de hacerlo ha cambiado mucho. La tecnología nos
lo ha puesto mucho más fácil. Pero de tan fácil, quizá por el camino hemos
perdido la capacidad de expresar bien lo que sentimos. Y si no nos paramos a
expresarlo certeramente, corremos el riesgo de perder el sentimiento mismo, de
desdibujarlo hasta dejarlo convertido en un convencionalismo superficial.
En
Navidad y Año Nuevo miles de millones de mensajes cruzarán el espacio y
aterrizarán en móviles y ordenadores. Lacónicas frases en su mayoría, dibujitos
en movimiento con luces de colores, enlaces a sorpresivas músicas emotivas… Mucho
ruido, pero poca comunicación verdadera.
Quedan
unos pocos que siguen fieles a la carta navideña, entrañable, con palabras bien
dichas, certeras, de corazón a corazón. Enviada por medios digitales, o todavía
en papel, con sobre y postal, y hasta con sello de motivo navideño, que ya es
para nota. Pero carta bien pensada, bien dicha, de corazón a corazón, personal.
Para
decir cosas al corazón ausente no hay como la carta. En la carta, antes de
escribirla, miramos a nuestro interior y nos preguntamos qué sentimos
exactamente. Rebuscamos las palabras para dar con las que mejor expresen el
sentimiento, el deseo, el cariño que anida dentro. Palabras que sin ser
relamidas sean certeras. Breves, graciosas, sencillas. Palabras discretas pero
verdaderas.
En
la introducción a las Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke, leemos un
bello elogio de la carta como medio de amistad: “Soy de aquellos hombres a la
antigua, que ven todavía en las cartas un medio de trato, uno de los más bellos
y fructíferos.”
Escribamos
cartas. Es un ejercicio que nos afina y enriquece, porque requiere mirar
adentro para conocemos mejor. Y al intentar dar con las palabras acertadas y
escribirlas, establecemos una comunicación verdadera con otros corazones. Así
florece la amistad.