Mostrando entradas con la etiqueta Félix Schlayer. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Félix Schlayer. Mostrar todas las entradas

viernes, 23 de octubre de 2020

 

Diplomático en el Madrid rojo. Félix Schlayer. Ed. Espuela de Plata



El ingeniero alemán Félix Schlayer era cónsul de Noruega en España cuando estalló la guerra civil. En este libro, publicado en 1938, poco después de abandonar España, narra los dramáticos acontecimientos que presenció y protagonizó durante el primer año de la guerra, y la ingente labor humanitaria llevada a cabo por el Cuerpo Diplomático para intentar proteger a miles de personas que huían aterrorizadas de la sangrienta persecución desatada por milicias anarquistas y comunistas, ante la inacción del gobierno, que en realidad, según los datos que aporta Schlayer, instigaba los crímenes.

 

Ante las protestas diplomáticas, miembros del gobierno alegaban que se trataba de elementos descontrolados. La realidad que constataba Schlayer  era que, cuando no se trataba de crímenes instigados directamente por las autoridades, “el gobierno carecía de la fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.”


Diego Martínez Barrio

 

Cuando Martínez Barrio, Gran Oriente de la Masonería, acobardado por el cariz de los acontecimientos, cedió la Presidencia del Gobierno a José Giral, éste “no sólo entregó las armas al pueblo, sino que les estimuló a usarlas para eliminar a sus enemigos.” A partir de ese momento, asegura, "no hubo Magistrados que administraran justicia, pues precisamente fueron los magistrados los primeros eliminados."

 

Bastaba una denuncia anónima (“es de derechas”, “es católico de Misa”…) hecha por alguna persona vengativa o depravada, para encarcelar, asesinar y expoliar a cualquier familia. La vigilancia de las prisiones la asumieron milicianos de los partidos, socialistas, comunistas y anarquistas. Los funcionarios de prisiones del Estado fueron marginados, o asesinados directamente si eran de derechas o se les uponía "simpatizantes".

 

Como prueba de la connivencia del gobierno con los asesinos, cuenta Schlayer que tras una conversación con el ministro socialista Alvarez del Vayo, para informarle de los cientos de asesinatos que se habían cometido la víspera en las calles cercanas a la embajada de Noruega, en los días siguientes dejaron de producirse asesinatos en esas calles, pero sencillamente porque los asesinos comenzaron a llevar a sus víctimas a las afueras de la ciudad. La “impotencia del Gobierno” ante la carnicería desatada era fingida, afirma Schlayer. Se trataba de una consigna: alegar que no podían frenarla y que era culpa de los “excesos de los rebeldes” que se habían quedado con todas las tropas.


Félix Schlayer, embajador de Noruega en Madrid

La narración, sobria y detallada, permite ver la valiente implicación de Schlayer. Pudiendo haber abandonado España, como hicieron otros muchos diplomáticos y ciudadanos extranjeros, quiso quedarse para intentar ayudar a tanta gente aterrada e indefensa que buscaba refugio. El relato trata de mantenerse objetivo y neutral, como corresponde a un diplomático, y se percibe el esfuerzo por moderar el lenguaje cuando tiene que describir hechos execrables, directamente presenciados por él, o de los que le llegaba información de testigos presenciales. Su sentido de la justicia y su humanidad se rebelaban y procuraba actuar e interceder.


Un testigo molesto 

Schlayer llegó a convertirse en un personaje molesto para el gobierno rojo. Hay que recordar que el término “rojo” no era despectivo para el bando republicano: así se autodenominaba su gobierno o su ejército; en esos años lo preferían al término “republicano”. 


El embajador noruego, jugándose la vida, acudía a los lugares más peligrosos y no podía dejar de denunciar lo que veía: fusilamientos sin juicio, torturas en las checas, violaciones, saqueos, culatazos e insultos groseros a las mujeres e hijas de los detenidos en las cárceles cuando iban a llevarles comida.

 

En junio de 1937 el Director General de Prisiones denegó a Schlayer el permiso para seguir visitando las cárceles: era un testigo demasiado incómodo. Se extendió la prohibición a todo el Cuerpo Diplomático. El embajador, que se estaba jugando la vida para proteger a cientos de personas que iban a ser asesinadas,  finalmente él mismo tuvo que huir del país cuando supo que se había emitido contra él una orden de detención con falsos pretextos: estuvo a punto de ser arrebatado del vapor francés en el que huía, por los mismos policías que poco antes habían asesinado a un funcionario de la embajada belga, Borchgrave, que se ocupaba de atender a refugiados.


 Ejemplar y arriesgada labor humanitaria del Cuerpo Diplomático

El Cuerpo Diplomático, narra Schlayer, se vio abrumado ante los miles de personas inocentes que acudían a las embajadas huyendo de una muerte segura. Da testimonio de que todas las personas que acogió en la embajada noruega se significaban por llevar una vida de trabajo y respeto a los demás, y eran perseguidas simplemente por sus ideas políticas o por ser católicas. 


“Nunca se había dado en la Europa civilizada tal carencia absoluta de derechos para tantos miles de personas.” Obviamente no incluye en esa Europa civilizada a la Rusia de Lenin y Stalin. Y todavía no había comenzado lo que poco después estalló en la Alemania nazi.

  

Schlayer escribe con orgullo profesional que la guerra civil española demostró al mundo que la Diplomacia está para algo más que para funciones protocolarias. Se trataba “de evitar ejecuciones clandestinas, obtener la libertad de aquellas gentes contra la que no existía acusación formal alguna, de ejercer el derecho de asilo, en una medida tan amplia como nunca se había visto entre pueblos civilizados.”


Locura persecutoria en las calles 


El rasgo más característico de la revolución, afirma, fue la locura persecutoria en las calles. “Grupos de bandidos” instalaban cárceles privadas en las que maltrataban brutalmente a hombres y mujeres sin que nadie frenara violaciones y asesinatos. Con la aprobación del Gobierno se organizó una matanza de políticos y militares en la cárcel Modelo, a cargo de milicianos comunistas y anarquistas, que disparaban fríamente después de despojar a sus víctimas de sus pertenencias.

 

La policía con frecuencia entregaba a los milicianos “certificados de libertad” para presos concretos, que eran sacados de la cárcel y directamente asesinados. Así en el registro sólo constaba que habían sido puestos en libertad.

 

Muchos Guardias civiles con antigüedad fueron encarcelados y asesinados, y se creó la Guardia Nacional con gente próxima a los partidos del gobierno y otros guardias civiles que habían sido expulsados del Cuerpo por mala conducta.

 

De acuerdo con la opinión generalizada de los historiadores, afirma que Madrid habría caído en poder de los nacionales en los primeros días de su ofensiva: de hecho estaban ya dentro de la capital. Sólo fueron frenados por la llegada de las Brigadas Internacionales, soldados extranjeros experimentados y con buen armamento, que se hicieron fuertes en la Cárcel Modelo en noviembre de 1936.

Cementerio de Paracuellos del Jarama


 Paracuellos del Jarama, el Katyn español

Para dejar espacio libre a las Brigadas en la Cárcel Modelo, se sacó a los presos: más de 1.200 fueron llevados a Paracuellos del Jarama y allí fusilados “por el mismo método sanguinario que usaron los comunistas rusos en las fosas de Katyn. Ninguno de ellos tenía delito alguno, simplemente habían sido tomados como rehenes. ¿Hay excusa para un gobierno que se atreve a inducir a esas atrocidades?” Schlayer constata que el gobierno obedecía directrices de Moscú, y utilizaba los mismos métodos. En realidad, como muestra en otros pasajes, quienes mandaban en España eran ya los generales y comisarios de la Rusia stalinista.

 

Las mujeres encarceladas se enteraron de que en los supuestos “traslados de prisión” o “puestas en libertad” eran esperadas por milicianos al acecho, que las asaltaban y asesinaban. Acudieron en petición de socorro al Cuerpo Diplomático, que se asignó la tarea de acompañar a sus casas a las liberadas siempre que pudo.


Los diplomáticos se reunían en la embajada de Chile, allí intercambiaban información y lograron coordinar una ejemplar labor humanitaria, aunque ni mucho menos suficiente. Esa unidad y cohesión humanitaria del Cuerpo Diplomático molestaba enormemente al gobierno. No fue fácil proteger las legaciones, porque los milicianos “estaban acostumbrados a no respetar otra autoridad que sus pistolas”, e irrumpían en todas partes para ejecutar lo que denomina “sus lucrativos registros”.

 

En los primeros días de la guerra se desató una ridícula carrera entre gobierno, partidos y sindicatos para ver quién colocaba antes el cartel de “Requisado por…” en las mejores casas. A los inquilinos que no echaban de sus casas les obligaban a pagar un alquiler, a veces a cada una de las organizaciones que había colgado su cartel.

  

 Las reclamaciones al Gobierno no servían de nada. Los diplomáticos informaban a sus respectivos Gobiernos de los asesinatos organizados, de los robos y atropellos, y de la penosa deriva y desprestigio del Gobierno rojo, que había dejado las cárceles en manos de asesinos, y a los presos políticos totalmente desprotegidos en manos de milicianos anarquistas y comunistas.

 

Los diplomáticos comprobaron que los asesinatos se ejecutaban muchas veces con las firmas de Organismos del Gobierno y el beneplácito de Ministros y Directores Generales. Fueron especialmente crueles en noviembre de 1936. Una nota de protesta del Cuerpo Diplomático al Gobierno fue contestada por éste con amenazas bajo la “acusación” de albergar refugiados. Desde ese momento Schlayer, autor moral de la nota de protesta, se sintió en el punto de mira del gobierno republicano.


Francisco Largo Caballero

Largo Caballero entregó a Rusia la soberanía española


Schlayer señala a Largo Caballero y a Galarza como los dirigentes republicanos que más promovieron los crímenes. A propósito del convenio con Rusia firmado por Largo Caballero, Schlayer escuchó este comentario de un embajador filocomunista, que había leído el convenio: “Nunca me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste tuviera que renunciar totalmente a su soberanía.” De hecho los generales rusos eran quienes daban las órdenes. Por su parte el embajador ruso trató sin éxito de romper la unidad del Cuerpo Diplomático, y tras una sesión vergonzosa en la que insistió en negar evidencias no volvió a reunirse con sus colegas.

 

Señala también a Álvarez del Vayo como responsable de la orden de atentar contra un avión francés en el que viajaba el Delegado de Cruz Roja. Éste se dirigía a una reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones en Ginebra, para informar de los asesinatos de detenidos que estaban teniendo lugar en zona roja. El avión fue ametrallado, y aunque pudo volver a aterrizar murió uno de los tripulantes y otro resultó gravemente herido. La prensa roja, recuerda el embajador, señaló como responsable a la aviación nacional, cuando los presentes habían visto con sus propios ojos los distintivos del Gobierno rojo en el avión atacante. Los historiadores asignan a Álvarez del Vayo oscuras sombras sobre su integridad y su vasallaje al comunismo de Moscú.

 

Sobre Santiago Carrillo es igualmente duro su juicio: como era Director General de la Policía, acudió a preguntarle por el abogado de la embajada, Ricardo de la Cierva, detenido en la Cárcel Modelo y arrebatado allí por los milicianos. Carrillo dijo no saber nada, dio promesas de buena voluntad y cuando el cónsul le dijo que sabía de las sacas de presos para fusilar que se estaban llevando a cabo, Carrillo respondió con cinismo, mostrando que estaba perfectamente enterado.

 

Carrillo contó a la representación diplomática cuál era el plan del gobierno ante el avance de los nacionales: defender Madrid hasta que no quedara piedra sobre piedra. El embajador anota su opinión al respecto: “Ese es el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción es, en todos los campos, parte importante de su programa, y es la envidia y el resentimiento su móvil esencial.” Preferían destruir todo antes de que los otros pudieran usarlo, y atribuirían la destrucción al enemigo, pero ellos sembrarían todo de minas y “antes de entregarlo volará todo por los aires.”

 

El embajador es buen observador y reflexiona sobre el carácter hispano. “El español, salvo pocas excepciones, es noble, digno, incluso de corazón bondadoso, si se le sabe llevar (…) Lo que pierde a los españoles es su sensibilidad ante lo que puede parecer ridículo. En cuanto se reúnen varios, cada cual en la conversación se reserva para conocer la opinión de los demás, y entonces, aunque tenga que reprimir sus buenos sentimientos, y por miedo a que se rían de él, se manifiesta con un egoísmo todo lo exagerado que estima conveniente para aparentar ser superior a los demás, sin discriminar si ello es bueno o malo.”

 

El miedo al que dirán, la falta de personalidad para afirmar ante los demás lo que se percibe como bueno o malo, el pavor a sentirse aislado al verse en minoría ante un grupo violento, arrastraron a muchos a la barbarie. 


Se desató la caza del hombre

El embajador aporta testimonios penosos presenciados por él. “Entre los habitantes del pueblo (un pueblo al que había viajado con frecuencia), antes pacíficos y correctos, cundía la bestialidad como un contagio. Empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales eran los frutos de la educación bolchevique: el hombre se transforma en hiena. La revolución roja bestializó a sectores enteros de la población (…) No es extraño que tras la conquista de los territorios rojos tuviera que seguir la acción severa de tribunales de lo penal, ante la necesidad de extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería que éste sanara en el futuro.”

 

En un país en el que hasta poco antes todo el mundo se descubría al pasar junto a un coche fúnebre, los “paseos” destruyeron el respeto a la vida de los demás, también en los que acudían a contemplar el “botín” de las cacerías nocturnas.

 

Según sus datos, en Madrid cada noche entre finales de julio y mediados de diciembre de 1936 se producían entre cien y trescientos “paseos”, con una cifra total no inferior a los 40.000 asesinatos sin proceso judicial alguno. En toda España esa cifra fue de 300.000. 


En la zona nacional hubo también desmanes, pero casi siempre a los causantes se les juzgaba y condenaba. Supo por ejemplo del fusilamiento en Salamanca de ocho falangistas, juzgados por un Tribunal de Guerra que los condenó a muerte por crímenes durante las primeras semanas de la guerra. Sin embargo, afirma, en la zona roja todo se convertía en una orgía de pillaje y muerte.


 Asesinatos crueles de personas inofensivas

Fue especialmente cruel la caza desatada contra los católicos, hombres y mujeres asesinados simplemente por su fe. Schlayer narra incrédulo el cruel asesinato  de un grupo de monjas inofensivas: una de ellas recriminó a los milicianos por la vergüenza de que siendo hombres iban a asesinar a mujeres indefensas. Le tomaron la palabra a la monja, pero como ninguna mujer del pueblo estaba dispuesta, llamaron a Madrid y les enviaron a las seis peores criminales recién salidas de la cárcel para que cumplieran “la misión”. En otros lugares los milicianos no se andaban con tantos remilgos, y esas muertes solían ir precedidas de torturas inhumanas.

 

Con la camioneta de la legación viajaba a los pueblos de los alrededores de Madrid en busca de provisiones, y fue testigo también de la estrategia que se seguía en zona roja -así se autodenominaban los republicanos- con la población, en la que “se fomentaba el odio y terror a los nacionales acusándoles de proceder bestial, y obligándoles a abandonar los pueblos” antes de que fueran conquistados. “Al que se quede lo fusilamos”.


Parecía que más que resolver la guerra, buscaban desatar una furiosa revolución bolchevique


A su juicio buscaban “convertir al pueblo a la ideología roja. No era la guerra, sino la política roja”, y les resultaba más fácil crear adeptos si la población se angustiaba por el miedo, el hambre y el desarraigo. De hecho, juzga que el Gobierno republicano, durante las primeras semanas de la guerra, se dedicó a desatar una rabiosa revolución bolchevique, más que a resolver la guerra.

 

El desorden y la indisciplina se desató en toda la zona roja, y era frecuente que los milicianos amenazaran a sus propios oficiales con dispararles cuando las órdenes no eran de su agrado. De hecho, la prolongación de la guerra se debió sólo a la presencia de las Brigadas Internacionales, que traían buen armamento y estaban  mandadas por oficiales rusos, y algunos oficiales legionarios franceses, que imponían una férrea disciplina. Sin ellos piensa el cónsul que los milicianos se habrían dispersado a finales de 1936 y la guerra habría concluido. Pero la Rusia bolchevique no quería soltar la apetitosa presa que suponía España para ampliar su hegemonía a través de la Internacional comunista. Le parece ridículo que no se percataran de esa intención las democracias occidentales.

 

Cuando Franco y la Cruz Roja Internacional solicitaron que se concentrara la población en una zona determinada de Madrid, el gobierno republicano se negó: en el fondo deseaba usar a la población como escudo humano, y airear las víctimas civiles en la prensa internacional, presentando alos nacionales como asesinos. Sin embargo, trasladaron oficinas, personal y suministros del Gobierno y del ejército rojo a una zona que observaron que nunca bombardeaban los nacionales por respeto a la población civil.

 

Pudo comprobar un detalle a su juicio sintomático del tipo de régimen que se estaba instaurando a cada lado del frente. En la primavera de 1937, entre Madrid y Valencia había instalados 9 puestos de control que examinaban a fondo la documentación de todos los pasajeros. En cambio, en la zona nacional se podía recorrer cientos de kilómetros sin que nadie te diese el alto. En la España roja dominaba la desconfianza y el afán inquisitorial, en contraste con la blanca. Y esto “sin duda hablaba de la actitud de la población ante cada uno de los sistemas.”


Ruinas del Alcázar e Toledo tras el asedio. 


Tremenda y significativa la escena del teniente coronel Rojo, General Jefe del Estado Mayor del ejército republicano, parlamentando con el coronel Moscardó, sitiado con algunos de sus hombres en el Alcázar de Toledo: “Pienso como vosotros, pero tengo a mi mujer y a seis hijos en manos de los rojos y no quiero verles fusilados.” Y eso es lo que hicieron con el hijo del coronel Moscardó: “fue fusilado por orden del Comandante local socialista porque su padre se negaba a entregar el Alcázar.” Se conserva el Diario de Operaciones del Alcázar. 



Dolores Ibarruri, la Pasionaria


La Pasionaria: "No cabe más solución que la de que una mitad extermine a la otra."

El Encargado de Negocios de Noruega entendió lo que estaba pasando cuando en 1937 coincidió en Valencia con La Pasionaria, diputada comunista, que con rotundidad le dijo: “¡Nunca podrán convivir las dos mitades de España. No cabe más solución que la de que una mitad extermine a la otra!”. El procedimiento bolchevique de exterminio de masas que aplicaron los comunistas en zona roja le quedó desvelado. Tener una empresa con varios obreros, por ejemplo, era motivo de persecución. Pocos en el gobierno -quizá sólo Negrín, añade- trataron de hacer ver que esa política sólo conducía a un desastre para todo el pueblo. 

Pero también el odio admite sanación. Al final de su vida Dolores Ibarruri, la Pasionaria, volvió a abrazar la fe católica. 


Necesitamos fuentes fiables para conocer  la historia

Pienso que este libro de Félix Schlayer  aporta una descripción viva y fiable, que recomiendo porque procede de un testigo desapasionado, y complementa otras visiones que se suelen dar de lo acontecido en esos trágicos años. 


Recordar la historia, con una aproximación lo más objetiva y desapasionada posible a los hechos, es necesario para conocer la verdad y evitar que se repitan actuaciones erráticas o malvadas. No se trata de recordar para avivar el odio, pues eso sólo desata espirales de violencia y arroja veneno a la convivencia. Ni con interés partidista o ideológico, al que tan acostumbrado nos tienen algunos políticos y manipuladores  de la opinión pública.


Construir la paz sólo es posible cuando cada parte reconoce sus errores, no cuando trata de ocultarlos mientras agranda los de la parte contraria. La verdad, o el intento sincero de acercarse a ella oyendo todas las campanas, es la mejor base para una convivencia pacífica abierta a un futuro esperanzado.