sábado, 25 de febrero de 2023

El espíritu de La Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado


 


El espíritu de la Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado. Edición coordinada por Fernando Fernández Rodríguez. Unión Editorial. 1995


    Profesores, alumnos y amigos del profesor Vicente Rodríguez Casado (1918-1990) aportan en esta obra un sorprendente testimonio sobre la huella que este gran humanista dejó en sus vidas, gracias a sus iniciativas culturales y su dinámica manera de entender la vida cultural y universitaria, en la España de los años 40 a 70 del siglo XX.

    Rodríguez Casado, catedrático de Historia en las universidades de Sevilla y Madrid, fue promotor e impulsor de numerosos Ateneos y fundaciones culturales.  Este libro se centra especialmente en una de sus iniciativas más queridas: la Universidad Hispanoamericana de Santa María de La Rábida, de la que fue fundador y rector. Hizo de ella un potente foco de libertad, cultura y convivencia, por el que pasaron varios miles de jóvenes estudiantes de toda España y de otros países de la América hispana.

    Junto a testimonios de gran calado intelectual, como el de los profesores Jesús Arellano y Miguel Chavarría, el libro recoge otros muchos – hasta ciento setenta - que muestran el alcance y la variedad de puntos de vista de quienes compartieron esa iniciativa durante sus treinta años de existencia.

    He tomado nota de algunas de las ideas expresadas en los testimonios, que componen un mosaico en el que se aprecia el peculiar espíritu, plural y abierto, al que se refiere el título del libro, que se publicó en 1995, 5 años después de la muerte de su protagonista, como homenaje a su buen hacer y testimonio para la historia universitaria española.

    La actividad intelectual y humana que despliega Rodríguez Casado está inspirada en sus convicciones cristianas, fortalecidas por su vocación al Opus Dei. Ese sentido cristiano que inspira su quehacer hace que junto a él y en su entorno la convivencia sea sencilla, confiada y estimulante, porque está basada en el respeto a la personalidad de cada uno y en la afirmación de la individualidad personal. Para un cristiano, cada persona es hija de Dios, al margen de sus ideas, y por tanto merecedora de respeto, atención y cuidado. Eso se traduce en la práctica diaria en la delicadeza de trato mutuo, y un estilo de convivencia en que se fomenta la libertad de ser, pensar y expresarse de cada cual: las distintas formas de pensar no separan, sino enriquecen.

    Entusiasmo, fortaleza y optimismo son otros rasgos en la acción de Rodríguez Casado. Como otros muchos jóvenes de la época, había sufrido la crueldad de la guerra: en 1936 tuvo que refugiarse junto con su padre en la embajada de Noruega en Madrid, de la que salió en 1938 para alistarse en el ejército republicano y, una vez en el frente, intentar pasar al bando nacional. Lo logró, coincidiendo providencialmente en la aventura con Álvaro del Portillo. Duras historias similares forjaron el ánimo de miles de jóvenes que, como él, al terminar la guerra, se veían ante la gran tarea de reconstruir el país y la convivencia entre españoles.

    Ese espíritu que imprimió a su quehacer -positivo, abierto, cálido y acogedor- se percibe tanto en las clases como en el resto de actividades de la universidad: conferencias, ciclos de diálogos y tertulias culturales, conciertos musicales, planes deportivos y lúdicos. Y suponía un descubrimiento luminoso para los estudiantes y jóvenes licenciados que pasaban por la universidad unas semanas o meses de verano. Un descubrimiento muchas veces decisivo para el enfoque de su vida personal: porque iluminaba una posible vocación profesional, orientaba hacia un estilo de trabajo más riguroso, o abría los ojos a la belleza de un compromiso existencial con los valores trascendentes. Muchos descubrieron allí que, como en toda actividad humana, también en el trabajo intelectual es necesario poner el corazón, para dar a la existencia un sentido social que va más allá de lo que pide la justicia.

    La vida estudiantil, resaltan como factor común los testimonios, resultaba alegre y desenfadada, pero a la vez seria, porque se percibía el valor enriquecedor de lo que recibían y construían entre todos. El rector, presente en todas las actividades que le resultaba posible –que eran la mayoría- conseguía con su gran humanidad que la convivencia fuera siempre festiva, hasta en los aspectos más serios.

    El carácter multidisciplinar de los asistentes y de las actividades complementaba los saberes parciales de cada uno, y abría horizontes de interpretación científica y vital. Todos aprendían de los demás, y los conocimientos adquirían una dimensión más universal, descubriendo quizá por primera vez el sentido genuino de la universidad como ámbito donde se comparten los saberes.

    Allí recibían a numerosos profesores invitados, a los que sólo se les exigía que respetaran la libertad de pensar de los demás. Esa actitud contrastaba fuertemente, resalta uno de los testimonios, con “cierto paletismo ideológico actual”, que tacha los hechos que no entiende y desfigura el pasado inmediato, por ejemplo, al no querer reconocer la existencia de un respeto al pluralismo como el que había en España aquellos años en ámbitos como la universidad de La Rábida.

    Historiadores, periodistas, filósofos, científicos, poetas, pintores… se comunicaban en La Rábida de forma abierta y libre, desde sus diversas ideologías y culturas. Se percibía que el amor a la libertad y al trabajo universitario reinaban en el ambiente, puesto que son valores que emanan con naturalidad del sentido cristiano de la vida.

    Uno de los testimonios, al describir ese ambiente de libertad que se respiraba en La Rábida, refiere que, desde la perspectiva actual, en la España de Franco de los años 50 había más libertad de la que algunos políticos e ideólogos quieren dar a entender. “Los únicos que no tenían libertad eran los políticos, que además sólo carecían de libertad política, es decir, de la libertad de organizar partidos. Salvo eso, en lo demás eran libres. Y la mayoría de la gente no sentía la necesidad de tener partidos políticos para vivir libremente.”

    Rodríguez Casado buscaba en sus múltiples iniciativas de cultura (Cofradías de pescadores, Ateneos populares, universidades de verano…) la formación de la juventud, tanto intelectual como obrera, pero también la formación de personas adultas, de manera que mejorara su capacidad de juzgar con sentido crítico y constructivo los acontecimientos a todos los niveles: tanto individual y familiar, como social y político.

    La formación que buscaba era humanista, arraigada en lo mejor de lo clásico y abierta a todos los avances de la cultura y la ciencia, para fortalecer la capacidad crítica y de discernimiento con una formación personal bien asentada. Esa formación, que capacita para interpretar los acontecimientos y las personas, era para él la mejor arma para garantizar la libertad, pues inmuniza frente a dictámenes coercitivos o manipulaciones y demagogias políticas de cualquier signo (estatales, ideológicas o de partido).

    Sus consejos estaban llenos de sabiduría, eran estimulantes y animaban a superar las dificultades con realismo: “Que los desengaños nunca lleguen a amargar el fondo del alma, aunque sean muchos y dolorosos.” Y siempre resaltaba la libertad, también a los que asumen tareas de gobierno: “Mandar es distribuir responsabilidades, y que cada responsable tome y asuma decisiones con espíritu de libertad.”

    Uno de sus temas preferidos era la Historia de España. Entre sus publicaciones más conocidas está precisamente Conversaciones de Historia de España. Cuando se dirigía a los jóvenes, buscaba siempre hablarles con ideas y palabras esenciales, que desde la verdad del pasado les sirvieran para la vida del presente (“lo demás les aburre, por no interesarles o no entenderlo.”) Los jóvenes necesitan que se les hable de ideales nobles y grandes, de confianza en su capacidad de trabajar para construir un mundo mejor y más justo. “España sigue teniendo en nuestros tiempos una misión universal que cumplir, misión que le reclama el reforzamiento y sobreelevación de su vitalidad interior en todos los terrenos: económico, social, político, espiritual y religioso.” Con sus clases, los alumnos ampliaban su visión de la historia, haciéndola más universal (“menos pueblerina”) y más abierta a la situación internacional del momento.




    Rodríguez Casado desprendía una gran fe en la acción de la Providencia, Dios vivo y operante en la historia humana: como diría más tarde Benedicto XVI, Dios actúa en la historia a través de personas que le escuchan. Y Rodríguez Casado era un hombre de oración.

   Se refería a la virtud cristiana de la Esperanza como la capacidad y resolución humano-divinas de hacer realidad, en el progresivo presente y en el futuro a la mano, el bien, la verdad y la belleza, que subsisten vivas en los pueblos y culturas de la tierra, y especialmente en los pueblos hispánicos que llenan América, que por eso fue llamado por Pablo VI en 1968 como el Continente de la Esperanza.

    Esa esperanza brillaba en su forma alegre y abierta de entender la vida y la muerte: “la vida no se pierde, sino que se cambia. La muerte es mudarse a una manera de vivir eterna.” La plenitud de la esperanza, decía, emerge a veces lentamente, pero emerge siempre y es ya real en nuestro presente.  Por eso Rodríguez Casado no era un “optimista” en el sentido superficial y simplón, sino un “ocupante”: no le gustaba ver el lado “preocupante” de las situaciones y proyectos: simplemente se ocupaba en resolverlos, uno detrás de otro, sin desánimos.

    Muchos destacan su entrañable y desbordante humanidad, que armonizaba con un físico ciertamente voluminoso. Tenía una gran capacidad de amistad, que le hacía sentirse íntimo y como en su casa por donde pasara. No creaba distancias desde su eminencia intelectual y su rango, al contrario: hasta los más jóvenes se sentían sus amigos. Esa cercanía amistosa con estudiantes y colegas resultaba aún más penetrante y formadora que su propia actividad docente. Como resalta uno, tenía el don de decir lo más difícil y hondo con lenguaje juvenil, pero además el trato personal y la convivencia directa con él te llenaba de ideales de vida y de trabajo, te estimulaba en el deseo de formarte bien para servir mejor a la sociedad.

    Cuantos evocan La Rábida identifican ese peculiar espíritu: sana humanidad, abierta libertad, actitud universalista, afán creador, resolución hacia ideales de acción y de trabajo. Sin duda allí, como en tantas otras iniciativas similares que surgieron en la España de aquellos años, se forjaron los valores de cientos y miles de jóvenes que, con el tiempo, con su trabajo y buen hacer, hicieron posible el milagro español

 

Relacionados:

Un diplomático en el Madrid rojo. (Memorias de la guerra civil escritas por el cónsul noruego Féliz Schlayer, en cuya embajada estuvo refugiado Vicente Rodríguez Casado junto a su padre).

El espíritu de la juventud. (Impacto juvenil de Camino, el libro más conocido de san Josemaría Escrivá de Balaguer).

Álvaro del Portillo

Benedicto XVI

Qué es el Opus Dei 

Libertad en materia política en el Opus Dei



 

 

 

 

 

 

jueves, 23 de febrero de 2023

¿Puede una madre olvidarse del fruto de sus entrañas?

 



En su impresionante comentario al Padrenuestro, en el primer tomo de su Jesús de Nazaret, Benedicto XVI se pegunta en qué sentido podemos dirigirnos a Dios como Padre.

Es Padre porque es nuestro Creador, le pertenecemos. Cada uno de nosotros, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios, Él conoce a cada uno. Y por eso, en virtud de la creación, somos ya de modo especial hijos de Dios.

Pero somos también hijos en otra y más profunda dimensión: hemos sido creados según la imagen de Jesucristo, el Hijo en sentido propio, de la misma sustancia del Padre. Por eso, ser hijo de Dios, afirma Benedicto, es también un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que estamos llamados a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. La palabra Padre que dirigimos a Dios comporta un compromiso a vivir como hijo.

Dios mismo, como buen Padre, se ha ocupado de muchas maneras en explicarnos cómo es su amor por nosotros. En Isaías 66, 13 lo compara con el amor de una madre por el fruto de sus entrañas: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.” Y más adelante insiste: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías, 49, 15)

Benedicto XVI explica cómo ese amor aparece reflejado de un modo conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa “seno materno”, y poco a poco pasa a usarse también para designar el amor misericordioso de Dios hacia el ser humano.

La Sagrada Escritura emplea esas imágenes tomadas de la naturaleza para describir actitudes fundamentales de nuestra existencia. “El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive custodiada en el seno de la madre.”

Ese lenguaje figurado del cuerpo, que nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia cada uno de nosotros de un modo más profundo, nos enseña también algo esencial sobre nosotros mismos: lo sagrado de cada vida humana, para la que el Creador ha ideado un recinto de protección y cariño único: el seno materno.

Una madre y un hijo en sus entrañas. No se pueden contemplar esas dos existencias que crecen entrelazadas sin conmoverse,  y sin vivo deseo de protegerlas, porque son vidas humanas llenas de dignidad, y porque nos remiten a algo tan sublime y único como el Amor de Dios por cada uno de nosotros.

 

Relacionado:

Red madre

Jesús de Nazaret, Joseph Ratzinger

Cristianos en la sociedad del siglo XXI, Fernando Ocáriz

Cómo defender la fe sin levantar la voz, Yago de la Cierva

 

lunes, 20 de febrero de 2023

Por qué leer a los clásicos

 


 

Podría haber titulado también esta entrada Por qué leer a los mejores. Esos que han sabido preguntarse con espíritu noble por el sentido de la existencia humana, y nos enseñan con viveza su experiencia de lo bueno y de lo malo.

Balzac lo explica muy bien en un pasaje de su Eugénie Grandet:

En la vida moral, como en la física, existe una aspiración y una respiración. El alma necesita absorber los sentimientos de otra alma, asimilarlos para restituírselos enriquecidos. Sin este bello fenómeno humano, el corazón no puede vivir; le falta el aire, sufre y se marchita.”

De los clásicos, como de los mejores amigos, aprendemos a vivir, a discernir entre lo que conviene hacer y lo que conviene evitar. Aprendemos que no todo vale, porque no todo nos hace bien. Los clásicos no nos engañan con experiencias faltas de realismo, fantasiosas e inverosímiles,  en las que quien hace el mal es feliz para siempre (mentira) y quien hace el bien muere sin dejar un rastro de bondad y sin recompensa eterna (falsedad).

Hay que leer, pero también hay que saber seleccionar. En algún sitio leí que “el espíritu del hombre es como su cuerpo: no vive de lo que come, sino de lo que digiere.” Un exceso de lectura, o unas lecturas indigestas, pueden acabar trastornando el metabolismo de la vida del espíritu.

Volvamos a los clásicos, a esos autores y títulos que van desapareciendo de los planes de enseñanza, y están dejando a generaciones de jóvenes sin alimento para su espíritu. Volvamos a los clásicos, antes de que algún loco los condene a la hoguera por contraculturales, y destruya nuestra rica herencia cultural.

 

Relacionados:

Eugénie Grandet.Honorato Balzac

Por qué leer muchoy bueno

 

 

 

martes, 14 de febrero de 2023

El hecho extraordinario. La música en la conversión de García Morente

            

 

Decía Edith Stein que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino de Cristo. Hablaba de su experiencia. Como verdadera filósofa, buscaba siempre la verdad, y quedó deslumbrada por la sincera y sencilla luminosidad que transmite El libro de la vida, de santa Teresa de Jesús. Dios se sirve del encanto de unas palabras verdaderas, escritas por una persona santa, para adentrarse en el alma de quien lee con espíritu abierto a la verdad.

Ha escrito Benedicto XVI, en su magnífico Jesús de Nazaret, que la salvación no se alcanza viviendo cada cual su religión o su ateísmo, como sostiene cierto pensamiento actual. Dios nos pide mantener el espíritu despierto para poder escuchar su hablar silencioso, que está en nosotros y nos rescata de la simple rutina conduciéndonos por el camino de la verdad: un camino que finaliza en Jesucristo.

Quien mantiene el espíritu despierto, está en condiciones de escuchar ese hablar silencioso de Dios en todo cuanto contenga chispazos del ser de Dios, que es la Verdad, el Bien, la Belleza, el Sumo Amor.

Si Dios se sirvió, en el caso de Edith Stein,  de la autobiografía de una santa, también la buena música contiene un resplandor divino capaz de elevarnos hasta el Creador. Lo saben bien los amantes de la música, como Benedicto XVI: «La música puede abrir las mentes y los corazones a la dimensión del espíritu, y llevar a las personas a levantar la mirada hacia lo Alto, a abrirse al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen en Dios su fuente última

Esta reflexión viene tras la relectura de El hecho extraordinario, una carta en la que narra su conversión Manuel García Morente. Filósofo, catedrático de Ética de la Universidad de Madrid, buen amante de la música, alumno de la Institución Libre de Enseñanza y ateo declarado, al comienzo de la guerra civil fue destituido de sus cargos en la universidad, y huyó a Francia cuando recibió aviso de que planeaban asesinarle.

Refugiado en casa de unos amigos en París, una noche de 1937 reflexiona sobre su vida. ¿Quién está detrás de mi existencia? ¿Quién conduce mi vida, pues soy consciente de que ni me la he dado a mí mismo ni la conduzco? Y en ese momento aparece en su mente la idea de la providencia divina. Se asusta ante semejante pensamiento, impropio de un ateo, y para despejarse enciende la radio y escucha música clásica.

Y al cabo de un momento llega a sus oídos “algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales, que nadie puede escucharlo con los ojos secos. Cantábalo un tenor magnífico, de voz dulce, aterciopelada, flexible y suave, que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina.” Se trataba de un fragmento de La infancia de Jesús, del compositor francés Héctor Berlioz.

        Todo parece indicar que escuchó El descanso de la Sagrada Familia, el movimiento coral que aparece en el minuto 48:46 de la versión insertada arriba. En ese pasaje, “la dulce y penetrante música de Berlioz” ilumina con luz maravillosa la representación que imprimen en su mente las palabras de la Virgen María: “Ved esta hermosa alfombra de hierba suave y florida / el Señor la tendió en el desierto para mi Hijo.” Y en ese momento, música y letra se funden en una visión que “tuvo un efecto fulminante para mi alma.”

        García Morente cae de rodillas, y recuerda su niñez, cuando  rezaba junto a su madre, recostado en su regazo y ambos de rodillas. Y las palabras del Padrenuestro, casi olvidadas, acuden a sus labios…

        Todo lo bello nos acerca a Dios, porque procede de Dios. Cultivemos el arte de lo bello: desde la contemplación de la naturaleza hasta la belleza que se esconde en un amable gesto de servicio; desde la lectura reposada de textos sublimes (hay tantos) hasta la escucha silenciosa de los grandes maestros de la música: esa música que “al elevar el alma a la contemplación, nos ayuda a captar los matices más íntimos del genio humano, en el que se refleja algo de la belleza incomparable del Creador del universo.” (Benedicto XVI).

    De todo lo bello y de todo lo bueno puede servirse Dios para adentrarse en nuestra alma, si le buscamos con un corazón sincero. Y sin miedo al compromiso que la verdad exige. García Morente se comprometió con la verdad recién descubierta: se convirtió, volvió a la Iglesia católica, en 1938 regresó a España y en 1940 fue ordenado sacerdote. Era el camino que Dios, sabio Conductor, tenía previsto para él. 



 P/D: García Morente escucharía también, en ese momento o más tarde, el fragmento que precede a El descanso de la Sagrada Familia. Es el precioso movimiento La despedida de los pastores (minuto 44:44), una tierna melodía con la que la masa coral despide a Jesús, María y José cuando tienen que huir a Egipto. 

           

 


martes, 7 de febrero de 2023

“Es bueno que yo exista”. El lenguaje que sana y cautiva de Joseph Ratzinger

 


 

Peter Seewald, en su magnífica biografía de Joseph Ratzinger, se refiere con frecuencia al estilo literario de los escritos del teólogo. Dotado de un espíritu abierto a la belleza y el arte, gran amante de la música, los escritos del futuro Benedicto XVI aparecen dotados de una atractiva y cautivadora musicalidad, que guía apaciblemente a la mente y la pone en suerte ante la verdad y el bien.

Los textos de Ratzinger «desbordan de un suave entusiasmo que cautiva irresistiblemente al lector y oyente», en especial a través de «una musicalidad perceptible incluso en la elección de las palabras y la construcción de las frases».

Cuenta Sewald que el sacerdote y escritor Elmar Gruber, que fue alumno de Ratzinger, define su estilo como un «lenguaje totalmente nuevo» y una forma de interpretar la Biblia hasta entonces desconocida, reconocible ya en las primeras clases y conferencias del futuro papa: «Se expresaba como un libro abierto. Nunca se equivocaba ni repetía. Se podía taquigrafiar lo que decía y al final tenía uno un escrito rigurosamente estructurado»

Gruber memorizaba en vacaciones frases enteras de Ratzinger «para interiorizar en la medida de lo posible su brillante lenguaje». Analizó la gramática y la sintaxis de los textos del profesor y llegó a la conclusión de que lo específico y totalmente nuevo de su discurso era el fascinante manejo de imágenes, signos y símbolos mediante los cuales iniciaba en el misterio de Dios con mucha mayor profundidad de lo que permiten las definiciones racionales.

El pensamiento meditativo, reflexivo (o sea, la inteligencia emocional), es su fuerte y a través de él lograba entusiasmar a sus oyentes, mientras que su talento racional, junto con sus dotes verbales, suscitaba admiración ilimitada. Ya le escuchara una homilía, una meditación, una clase, uno siempre se marchaba conmovido, entusiasmado y consolado, anticipando ya con alegría el siguiente encuentro».

El magnetismo que Ratzinger ejercía sobre sus oyentes se basaba, además de en su lenguaje y modo de exponer los contenidos, sobre todo en lo que Gruber caracteriza como una «teología verosímil». Resultaba fascinante «porque uno siempre tenía la sensación de que le estaba ofreciendo respuestas a preguntas concretas». El exalumno de Ratzinger dice haber recibido de su profesor una «fe sanadora».

Gruber es también psicoterapeuta y se ha visto confrontado, en el acompañamiento de potenciales suicidas, con enfermedades «que ya no podían tratarse con medicamentos». Justo en este ámbito, la conciencia de que «es bueno que yo exista y, además, tal como soy», conciencia que Ratzinger ha favorecido con su teología, «resulta esencial para la curación de muchas enfermedades en el ámbito psico-corporal». Ratzinger, según Gruber, transmitía con absoluta autenticidad una motivación existencial básica: «En vez de adoptar un tono puramente científico-objetivo, hablaba sobre realidades tratando siempre de mostrar su referencia existencial al ser humano, con lo que esas realidades empezaban a influir en la vida de las personas».

Cuando fue elegido papa, el periodista alemán Jan Ross escribió: “El cristianismo es una instancia históricamente acreditada de formación de la conciencia, como memoria ético-cultural sin la cual se corre el peligro de recaer en la barbarie. Ratzinger fue elegido papa sobre todo por su capacidad de explicar la fe, de hacer que resulte iluminadora y convincente.

Leer a Ratzinger, efectivamente, es un regalo para la mente y el espíritu. Pruébenlo si aún no lo han hecho. Aunque a veces parezca arduo, vale la pena. A través de ese estilo está hablando la sabiduría. Y la sabiduría mueve al corazón para obrar el bien. Sabe de eso mucho Peter Seewald: sus conversaciones con Ratzinger le pusieron en suerte ante Dios.

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Introducción al cristianismo

Luz del mundo

Mi vida

Jesús de Nazaret

Verdad, valores, poder