Escena de El festín de Babette |
Tras el esteticismo
de algunas personas refinadas, que se tienen por artistas y creadores de
cultura, se esconde muchas veces el vacío y el hielo, la falta de la experiencia
de un contacto noble y abierto con personas sencillas, normales.
Ese esteticismo
es incapaz de alcanzar la altura de los valores humanos que emergen en la simpática
charla familiar de una madre con sus hijos, en la amable tertulia de amigos que
comparten experiencias, en el foro público cuando sirve para un intercambio
razonado y respetuoso de puntos de vista. En ese diario encuentro entre
personas normales es donde verdaderamente se crea la cultura.
Woody Allen decía
a propósito de una de sus películas: “Un hombre ordinario, no brillante, un no
intelectual, tal vez sin la apariencia de la distinción, si se abre con
sencillez a los seres humanos, toca más de cerca que el artista a la fuente, a
la esencia de la vida.”
Si el corazón y
los sentimientos están helados, cerrados a dar y compartir con las personas
reales que nos rodean, de poco sirve refugiarse en el arte o en las abstracciones
políticas. De ahí no puede emerger ninguna cultura auténtica, esa que nos hace
mejores y es por tanto la verdadera cultura de progreso.
Sólo cuando uno
vive con realismo, abierto a encontrarse con quienes le rodean, dispuesto a dar
y compartir, a escuchar y dialogar amablemente, libre de imposiciones y
rencores, cuando lleva a la práctica que la vida está por encima de la cultura,
empieza a nacer la verdadera cultura que hace grandes a los pueblos.
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