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viernes, 19 de febrero de 2021

Un adolescente en la retaguardia

 




Un adolescente en la retaguardia. Memorias de la guerra civil. Plácido María Gil Imirizaldu. Ed. Encuentro, Madrid 2006

 

Cuando estalló la guerra civil española, en julio de 1936, Miguel Gil Imirizaldu era un joven novicio benedictino de 15 años, en el monasterio de Pueyo, cerca de Barbastro, en la provincia de Huesca.

 

En los primeros días de la guerra una columna de anarquistas se dirigió al convento y apresó a todos los religiosos, que fueron encerrados en el colegio de los escolapios de la ciudad del somontano aragonés, junto a otros religiosos y algunos seglares.

 

Entre el 2 y el 18 de agosto de 1936 los milicianos asesinaron, en sucesivas sacas, a 51 claretianos, 18 benedictinos, 10 escolapios, al obispo de la diócesis Florentino Asensio, y a varios laicos reconocidos por su fe cristiana. Entre ellos a Ceferino Giménez Malla, un tratante de caballos de etnia gitana, detenido y condenado a muerte por reprender a unos milicianos que golpeaban despiadadamente a culatazos a un sacerdote. 


Escena de la película Un Dios prohibido, sobre los mártires de Barbastro

Aunque buena parte de los fusilados también eran muy jóvenes, Miguel Gil era apenas un adolescente y finalmente no fue llevado al paredón.


Escena de la película Un Dios Prohibido

 

Muchos años más tarde, Miguel escribió estas memorias, en las que narra los sucesos de los que fue testigo durante esa guerra fratricida. Sorprende la precisión de sus recuerdos, la elegante sencillez de su estilo, y la fina caridad cristiana con que describe los hechos, sin sombra de rencor y cubriendo con un manto de piedad las atrocidades de quienes causaron tanto sufrimiento.

 

Al fin liberado de su encierro, los anarquistas pusieron a Miguel a trabajar a su servicio, también con ánimo de convencerle de que abandonara su fe. Vivió el primer año de la guerra acompañando a la brigada anarquista, sirviéndoles como camarero en Barbastro. Soportó con fortaleza las pruebas a que era sometido, manteniendo viva su fe en aquel ambiente anticristiano. Sin duda afirmó su decisión de mantenerse fiel a Jesucristo el ejemplo de entereza con que sus compañeros habían afrontado las brutalidades y el martirio.

 

A medida que el frente de guerra avanzaba, Miguel retrocedía con las tropas republicanas. De Barbastro, donde estuvo los primeros meses, pasó a Caspe, donde conoció a Líster. Más tarde llegó a Poal, en la plana de Urgel, donde fue acogido por una familia de convicciones cristianas.

 

La tensión del momento en que los nacionales van a entrar en el pueblo, el miedo a quedar entre dos fuegos, quedan reflejados con viveza y realismo. Finalmente, los soldados del ejército rojo abandonaron el pueblo, y los nacionales entraron sin derramamiento de sangre.

 

Es significativa la descripción que hace Miguel del ambiente que se encuentra al llegar por primera vez al campamento de los nacionales, en las afueras del pueblo, tan distinto de lo que había vivido entre anarquistas y milicianos.   

 

Ya libre y a salvo al otro lado de la línea del frente, Miguel pudo regresar a su pueblo, Lumbier,  y abrazar a sus padres, a quienes habían llegado las noticias de los asesinatos de Barbastro y le habían dado por muerto. La descripción del cariñoso recibimiento que le dispensó todo el pueblo es muy emocionante.

 

Poco después Miguel ingresó como monje en el monasterio de Valvanera, donde recibió el nombre de Plácido. Posteriormente se trasladó a la abadía benedectina de Leyre, en Navarra.

 

Es quizá uno de los mejores libros que he leído sobre esos tristes años. Es un relato objetivo: el protagonista se limita a contar lo que vio y vivió, con sencillez y sin apasionamientos. Es un relato que emociona: describe sucesos y personas con una mirada serena, misericordiosa y comprensiva, libre de odios y rencores. Sus nítidos recuerdos permiten al lector introducirse en los hechos tal y como sucedían ante su vista, revivir aquellos ambientes, y sentir las emociones que bullían en el alma de aquel joven adolescente.

 

Al hilo de la lectura la mente no tiene más remedio que pararse a reflexionar sobre el origen de esa finura de espíritu que aletea entre las páginas. Un espíritu, el del joven protagonista y el del ya maduro redactor que escribe sus recuerdos, que parece elevarse por encima de los sucesos y tender sobre ellos un bálsamo purificador. Un espíritu que entra en creciente resonancia con el Espíritu de Dios, que es misericordioso y compasivo.

 

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