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martes, 28 de julio de 2020

Diálogo



Una de las palabras más empleada por muchos políticos es “diálogo”. Se autodefinen dialogantes, y acusan a sus oponentes de “falta de diálogo”, sinónimo de intolerancia. 


Deberíamos ponernos en guardia cuando alguien acusa a otro de intolerante, y analizar con sentido crítico –libre de partidismos- cuál es la cuestión en liza y quién es o no el dialogante.


Leo estos días una biografía de Lenin, uno de los personajes más dañinos de la historia reciente. Está escrita por el  historiador y periodista húngaro Victor Sebestyen, especializado en historia de Rusia y del comunismo. Estremece recordar las formas que empleaba el líder del sector bolchevique del partido comunista para imponerse en los debates, incluso entre sus propios correligionarios.



De forma deliberada utilizaba un lenguaje violento, calculado para hacer sentir odio, aversión y desprecio a sus oponentes. No intentaba convencer, ni siquiera corregir los supuestos errores del otro, sino sólo destruirlo a él y a su organización política.


Un futuro alto cargo soviético escribió que Lenin calculaba con frialdad todas las calumnias e insultos que lanzaría a sus contrarios (desde “canalla traidor” a “pedazo de mierda”…), para descolocarlos hasta conseguir echarlos del campo. “A la refutación de las ideas contrarias siempre precedía la condena, el escarnio o la humillación del oponente”, dejó escrito Trotski.




Otro de sus pocos amigos, que también acabó rompiendo con él, señalaba que su agresividad y sus insultos rastreros terminaban siendo insoportables y lograban su objetivo, que no era otro que la intimidación y el abandono del contrario.


En ese ambiente, los que no tenían su despiadada ambición preferían unirse a otros grupos, o sencillamente desaparecían antes que seguir soportando sus agresivos insultos. Eso era lo que pretendía Lenin: derrotar a los discrepantes por agotamiento o porque no estaban dispuestos a rebajarse a su lodazal dialéctico.


Una de las máximas de Lenin era: “En la política, sólo hay un principio y una verdad: lo que beneficia a mi oponente me perjudica, y viceversa”. El fin lógico de ese estilo de pensar basado en la mentira y la agresividad, era pasar de la violencia verbal a la brutal agresión física. Y así fue: el triunfo de la revolución soviética inauguró una de las etapas más sanguinarias que ha tenido que soportar el pueblo ruso.




Deberíamos reflexionar más sobre lo que la historia nos enseña, y analizar con sentido crítico el lenguaje de políticos  y comunicadores actuales, para discernir la verdad y no caer en las redes de los estilos violentos. La convivencia se envenena con personajes que en sus discursos arremeten despiadadamente contra la persona, sin importarles el diálogo racional y constructivo.


Hay que recordar una y otra vez que se puede disentir de las ideas sin herir a las personas que las sustentan. Y que toda agresión verbal es ya una agresión, porque es una ofensa a la dignidad de la persona. Una ofensa que contiene una fuerza destructora que nos acerca peligrosamente a la espiral de la violencia, y que causa un daño que se debe reparar.



Convivir en paz requiere desterrar toda forma de violencia. Démosle a la palabra diálogo su contenido real. Dialogar es colaborar con el que piensa distinto y nos está exponiendo su punto de vista, caminar juntos por el surco que el otro está abriendo al iniciar la conversación, escuchar y valorar lo que de verdad hay en sus palabras, y no sólo lo que nos dicta el interés personal o de partido. 




Y construir juntos un futuro más digno a través de una conversación que puede disentir, pero que siempre respeta –en el fondo y en la forma- la dignidad de la persona con la que hablo.

 


 

 

 

 


miércoles, 10 de agosto de 2016

San Vicente Ferrer, científico



San Vicente Ferrer, científico
José María Desantes Guanter. Ed. Del Senia al Segura. Valencia



Sugerente estudio del profesor José María Desantes sobre un aspecto poco conocido del “valenciano por excelencia”, “el santo de la calle del Mar”:  la talla intelectual de san Vicente Ferrer, y la categoría científica de su obra.


José María DesantesGuanter (Valencia 1924-Madrid 2004) fue el  primer Catedrático de “Derecho de la Información”  de España. Ejerció tanto la abogacía como la docencia, y formó en Ética y Derecho a la Información  a numerosas promociones de periodistas.  Asesor de organismos públicos y privados relacionados con el periodismo en Europa y América hispana, fue asesor de la Fundación COSO para el Desarrollo de la Comunicación y la Sociedad, con sede en Valencia (providencialmente en la misma calle del Mar) y miembro de la Real Academia de Cultura Valenciana.


El profesor Desantes, llevado por el inagotable deseo de saber propio de los buenos intelectuales, descubre en la vida y escritos de su paisano san Vicente una cimentada formación científica. Sus hagiógrafos, incluso los que obraban de buena fe, han resaltado o exagerado tanto su fama de milagrero, su labor de catequesis (ciertamente enorme), o sus intervenciones en la vida política de la Corona de Aragón y de la Iglesia, que nos han legado un perfil pobre de este gran santo, que –en opinión de Desantes- merecería el título de doctor de la Iglesia.


San Vicente Ferrer adquirió a lo largo de su vida un bagaje de ciencia y temple humano que supo poner en juego al servicio de la fe, ante la gran crisis moral de los siglos XIII y XIV. Hijo de notario, creció en un ambiente intelectual elevado, al igual que su hermano, Bonifacio Ferrer, quien después de ejercer su profesión civil y enviudar ingresó en la Cartuja y llegó a ser General de la Orden de san Bruno. Ambos  dominaban las ciencias jurídicas, con un agudo sentido de la justicia que en el caso de Vicente aflora tanto cuando habla de la Sagrada Escritura como de litigios éticos y morales.


El bagaje de Vicente procede de unos estudios bien cimentados, y de un continuo esfuerzo mental para llegar a entender lo que estudia. Esfuerzo que le sirvió también para hacerse entender,  tanto de la gente sencilla (la bona gent)  como de los hombres más cultos. Buscaba el lenguaje y las analogías científicas más adecuadas a sus oyentes. No improvisaba al hablar. Sus palabras eran fruto de una reflexión previa que interiorizaba el saber, y de la cuidada formación que incrementó aún más a partir de los 17 años, cuando ingresó en la Orden de predicadores, dedicada fundamentalmente al estudio. 


           En el convento de Santo Domingo de Valencia se dedicó con tesón durante años a conocer los principales saberes de su tiempo. Y alcanzó el profundo conocimiento que se precisa para explicar la armonía entre fe y ciencia como algo bien razonado y experimentado. Y con esa expresividad que brilla en sus sermones,  que tanto cautivaba a sus oyentes.




      San Vicente Ferrer fue catedrático en la Universidad de Lérida (la más antigua e importante entonces de la Corona de Aragón) y profesor en el Studium Generale,  embrión de la Universidad de Valencia, que comenzó sus pasos en la Capilla del Santo Cáliz de la catedral de Valencia.  Tuvo una visión magnánima y avanzada de la docencia. Afirmaba que el maestro debe aprender de sus discípulos, y que debe estar atento a los problemas culturales del momento para hacerlos comprender a los demás. Gracias a su impulso se fundó esta universidad en 1410. 


Desantes disecciona con el rigor la obra de san Vicente, y va descubriendo manifestaciones de que era un hombre que creía en la Ciencia, en la importancia de la razón, del pensamiento libre y equilibrado, y del estudio, camino natural para alcanzar la verdad.


Como experto en teoría de la comunicación, el profesor Desantes se detiene también en las dotes de comunicador de san Vicente. Y concluye que fue sin duda un gran comunicador de la Ciencia, que ocupa un papel singular en la  historia de la comunicación, en una época en la que los medios de comunicación eran escasos y elementales. Se sirvió de dos de los principales: el libro y el sermón. Era buen escritor en lengua latina (la lengua vehicular del momento), y reconocido por su ciencia entre los principales personajes del momento. Reyes y Papas conocían y admiraban sus cualidades.


San Vicente siempre tuvo claro lo  fundamental en la comunicación: que la verdad es el elemento constitutivo del mensaje. Contra el engreimiento elitista propio de los hombres de la Ilustración, que afirmaban que “la verdad debiera quedarse entre nosotros, los académicos”, san Vicente decía que “justa cosa es que yo sirva los frutos de mi huerto abundantemente”: es justo y laudable comunicar los bienes que es capaz de atesorar el pensamiento. La comunicación es justicia, diálogo, intercambio, “la virtud por la cual las personas buenas saben conversar con las otras sin engañarlas, ni escandalizarlas, ni irritarlas”.


     Con sus palabras buscaba unir, no separar. Una característica propia del buen político. Lo ha descrito magistralmente el literato Azorín, en "Valencia": "Y siempre San Vicente, en sus infatigables actuaciones en España y en el resto de Europa, ha tenido la norma de todos los grandes políticos: sumar y no restar. Atraer gente a una causa, y no repudiarla. Ha trabajado siempre por la unión y la concordia. Ya luchando contra el cisma de la Iglesia, ya salvando a España en la conferencia de Caspe."


San Vicente es un hombre de diálogo, forma que emplea  también en sus sermones, siguiendo ese concepto tan valenciano que llama raonar (razonar) al castellano dialogar. Adelantándose a nuestro tiempo, que acaba de descubrir que “no hay comunidad sin comunicación”, o que “no hay democracia sin periodismo”, san Vicente defiende que es injusticia tener ciencia y guardarla para sí en vez de enseñarla. Transmitir ciencia es un deber informativo, no  una limosna. Y reconoce el derecho a la información, un derecho de todos. “El mensaje científico no puede callarse por la prohibición arbitraria de los Príncipes”: una prevención en toda regla contra la censura civil.



Aparición de la Virgen María a san Vicente Ferrer
Óleo de Vicente Inglés en la catedral de Valencia