Una de las palabras más empleada por muchos políticos es “diálogo”. Se autodefinen dialogantes, y acusan a sus oponentes de “falta de diálogo”, sinónimo de intolerancia.
Deberíamos ponernos en guardia cuando alguien acusa a otro de intolerante, y analizar con sentido crítico –libre de partidismos- cuál es la cuestión en liza y quién es o no el dialogante.
Leo estos días una biografía de Lenin, uno de los personajes más dañinos de la historia reciente. Está escrita por el historiador y periodista húngaro Victor Sebestyen, especializado en historia de Rusia y del comunismo. Estremece recordar las formas que empleaba el líder del sector bolchevique del partido comunista para imponerse en los debates, incluso entre sus propios correligionarios.
De
forma deliberada utilizaba un lenguaje violento, calculado para hacer sentir
odio, aversión y desprecio a sus oponentes. No intentaba convencer, ni siquiera
corregir los supuestos errores del otro, sino sólo destruirlo a él y a su
organización política.
Un
futuro alto cargo soviético escribió que Lenin calculaba con frialdad todas las
calumnias e insultos que lanzaría a sus contrarios (desde “canalla traidor” a “pedazo
de mierda”…), para descolocarlos hasta conseguir echarlos del campo. “A la refutación
de las ideas contrarias siempre precedía la condena, el escarnio o la humillación
del oponente”, dejó escrito Trotski.
Otro
de sus pocos amigos, que también acabó rompiendo con él, señalaba que
su agresividad y sus insultos rastreros terminaban siendo insoportables y
lograban su objetivo, que no era otro que la intimidación y el abandono del
contrario.
En
ese ambiente, los que no tenían su despiadada ambición preferían unirse a otros
grupos, o sencillamente desaparecían antes que seguir soportando sus agresivos insultos.
Eso era lo que pretendía Lenin: derrotar a los
discrepantes por agotamiento o porque no estaban dispuestos a rebajarse a su lodazal
dialéctico.
Una
de las máximas de Lenin era: “En la política, sólo hay un principio y una
verdad: lo que beneficia a mi oponente me perjudica, y viceversa”. El fin
lógico de ese estilo de pensar basado en la mentira y la agresividad, era pasar
de la violencia verbal a la brutal agresión física. Y así fue: el triunfo de la
revolución soviética inauguró una de las etapas más sanguinarias que ha tenido
que soportar el pueblo ruso.
Deberíamos
reflexionar más sobre lo que la historia nos enseña, y analizar con sentido
crítico el lenguaje de políticos y
comunicadores actuales, para discernir la verdad y no caer en las redes de los
estilos violentos. La convivencia se envenena con personajes que en sus
discursos arremeten despiadadamente contra la persona, sin importarles el
diálogo racional y constructivo.
Hay
que recordar una y otra vez que se puede disentir de las ideas sin herir a las personas que las sustentan. Y que toda agresión verbal es ya una agresión, porque
es una ofensa a la dignidad de la persona. Una ofensa que contiene una fuerza destructora
que nos acerca peligrosamente a la espiral de la violencia, y que causa un daño
que se debe reparar.
Convivir en paz requiere desterrar toda forma de violencia. Démosle a la palabra diálogo su contenido real. Dialogar es colaborar con el que piensa distinto y nos está exponiendo su punto de vista, caminar juntos por el surco que el otro está abriendo al iniciar la conversación, escuchar y valorar lo que de verdad hay en sus palabras, y no sólo lo que nos dicta el interés personal o de partido.
Y
construir juntos un futuro más digno a través de una conversación que puede
disentir, pero que siempre respeta –en el fondo y en la forma- la dignidad de la
persona con la que hablo.