Victoria
Josep Cercós. Josep
Cabré. Ed. Espasa Calpe
He
vuelto a ver Converso, la sencilla y genial película documental de David Arratibel.
Y me ha conmovido aún más que la primera vez. Es un documento humano, real,
hilvanado sin sofisticación mediante llanas y genuinas conversaciones entre los
miembros de una familia, que por fin, gracias al propio documental, encuentran
la ocasión de sincerarse sobre lo esencial y –sorprendentemente- siempre
rehuído: su encuentro personal con Dios.
Pero
en esta segunda visualización he descubierto un protagonista subyacente: la
música. Y no cualquier música, sino una de las más sublimes jamás compuestas en
la historia de la música: el O Magnum Mysterium, antífona del II Domingo de
Pascua, de Tomás Luis de Victoria.
En
la familia Arratibel hay profesores de música y un buen organista, y cantan
esa pieza a capella, como broche de cierre perfecto para el documental. Me ha
cautivado de tal manera esa melodía que la he buscado en la red. Así suena:
Esa melodía no la puede componer cualquiera. Hace
falta finura especial, sintonía con lo espiritual, deseo de poner la música al
servicio de lo sagrado. He buscado saber más de su autor. Y me he encontrado
con esta pequeña y significativa biografía de Tomás Luis de Victoria, uno de esos
luceros que brillaron en el firmamento del nunca suficientemente bien ponderado
Siglo de Oro español.
Nacido
en Ávila en 1548, de familia cristiana, muy joven sintió la llamada al
sacerdocio y entró a formar parte del coro de la catedral, donde recibió su
primera formación musical. Uno de sus hermanos era amigo de santa Teresa de
Ávila. A los 17 de años se trasladó a Roma para seguir sus estudios
sacerdotales y perfeccionar los conocimientos musicales como organista y
compositor. Su gran maestro fue Palestrina, el famoso compositor italiano, aunque siempre se mantuvo fiel a un
estilo propio, claro, sereno, de sobriedad castellana, que llegó a influir en alguna
de las obras del propio Palestrina.
Los autores de esta biografía resaltan que Tomás Luis de Victoria, a diferencia de otros compositores de la época –y especialmente los de Roma o la escuela flamenca- no escribía según le surgía la inspiración, o por ansia de componer, sino por la necesidad que sentía de contribuir al engrandecimiento del Reino de Dios a partir de lo que sabía hacer: componer música. Por eso fue sobrio no sólo en el estilo, sino también en la cantidad: mientras que Palestrina escribió 300 motetes y 153 misas, Victoria se limitó a 50 motetes y 21 misas.
En su producción destaca el Oficio de Difuntos para los funerales de María de
Austria, hermana de Felipe II, que fue su protectora en las Descalzas Reales:
El
Oficio de Semana Santa es considerado una de las obras cumbre de Victoria, y
quizá de la música. Contiene todos los textos litúrgicos desde el Domingo de
Ramos hasta el Domingo de Resurrección. Incluye un bellísimo Pange lingua a 5
voces:
La
serenidad de la música de Victoria contrasta con la complejidad típica de la escuela flamenca.
Victoria sacrifica las posibilidades de su genio musical y su técnica en
beneficio de la comprensión de lo que se canta, siguiendo fielmente en esto las
disposiciones del Concilio de Trento: la música no debía ser un elemento
decorativo o de entretenimiento, sino parte importante de la liturgia, que
debía ser inteligible para los fieles. Esta fue también una constante de la
música litúrgica de la escuela española: simple, austera, sin artificios, que
acompañase a los fieles hacia la contemplación del misterio divino expresado en
los textos sagrados.
Otra
nota que se percibe en la obra, y en la vida, de Victoria es su ausencia de
protagonismo, su olvido de sí mismo. A diferencia de otros grandes autores del
momento, que acostumbran ilustrar la
portada de sus obras impresas con un retrato del autor, Victoria no lo hizo, y
de hecho no existen retratos suyos.
Ponía
por entero sus composiciones al servicio del fervor religioso, y ese es el
secreto de que consiguiera una expresividad musical no superada por ninguno de
sus contemporáneos. Es una impronta tan personal que no es posible adscribirlo
a ninguna otra escuela. De hecho, influyó en otros autores españoles y en su propio
maestro Palestrina, que asumirá en los últimos años de su vida el dramatismo
realista propio de Victoria.
Una
anécdota significativa muestra el diferente modo de ser de Palestrina y de
Victoria. Giovanni Pierluiggi da Palestrina, que estaba casado y tenía dos hijos de la edad de Tomás Luis de Victoria, siendo ya mayor enviudó. Muchos pensaron que quizá se retiraría a un
convento para seguir componiendo música piadosa. Pero no solo se casó de nuevo con
una rica mujer, sino que además abrió un negoció de pieles para suministrar
vestimentas a las autoridades romanas y a la Curia. En contraste, ya en esos
momentos Victoria ansiaba volver a España, no estaba a gusto en el bullir
romano. Soñaba con la vuelta a Castilla, donde todo invitaba al recogimiento y a
la oración. Esos caracteres tan distintos, y complementarios desde luego, pues
en cualquier vida honesta se puede dar gloria a Dios, marcan también los
diferentes estilos de cada uno.
Era
frecuente en esa época tomar como base para la música religiosa melodías
procedentes de la música profana. Fue famosa por ejemplo la canción L’HommeArmé, melodía favorita de Carlos I, sobre la que Cristóbal Morales compuso dos Misas e inspiró también a
otros autores. Sin embargo, esta práctica no fue usada por Victoria, incluso
antes de que la prohibiera el Concilio. Victoria solo escribió música propiamente
religiosa, inspirándose en antífonas del canto gregoriano o en su propio genio creativo. La única excepción fue la Misa pro Victoria, que se compuso sobe
la canción La Guerre, de Janequin, y dio origen a la Misa de batalla. Está compuesta a
base de notas cortas y repetidas con aire de fanfarria, con un estilo
concertante nada usual en Victoria. La dedicó a Felipe II.
Victoria
rehuyó la vida placentera romana, y fue progresivamente sumergiéndose en la
oración y contemplación que subyace en su obra. Señal de esa inmersión hacia el
mundo interior es también que a partir de cierto momento deja de dedicar sus
obras a personajes de la realeza o de la Curia, para dedicarlos a la
Virgen o a la Santísima Trinidad. Se percibe que su intención es volcarse en la
contemplación de lo divino, y así logra que también el oyente se sienta
sumergido en ese mundo contemplativo.
Él
mismo lo explica: “He procurado no ser del todo ingrato con Dios, de quien
todos los bienes proceden, por esta gracia y beneficio de Dios que me ha
concedido y que me inclina por cierto natural instinto a la música sagrada, no
sin frutos por lo que oigo decir a otros…” El verdadero destinatario de sus
obras es Dios.
En
la misma línea escribe a Felipe II, cuando está a punto de regresar a España:
“Ya desde el principio me propuse no fijarme en el solo deleite de los oídos y
del ánimo, ni del contentarme con este conocimiento, antes bien, mirando más
allá, resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros
(…) ¿A qué mejor fin debe servir la música, sino a las sagradas alabanzas de
aquel Dios inmortal de quien proceden el ritmo y el compás, y cuyas obras están
dispuestas en forma tan portentosa que ostentan cierta armonía y cántico
admirables?”
En
la obra de Victoria no hay desnivel de calidad, y toda ella es de grado notablemente
superior al de sus contemporáneos. Abundan los temas eucarísticos y marianos:
Salve Regina, Alma Redemptoris Mater, Ave Regina. Quizá su máximo esplendor lo
alcanza en los motetes de la Pasión. Hay un dramatismo realista, común a
composiciones españolas de la época, que los distingue claramente del resto de
escuelas europeas, motivado por la profunda y sincera religiosidad, y también
por las circunstancias especiales de la situación política, económica y
cultural, que dieron un sello propio y esplendoroso a la España del Siglo deOro, que abarca desde finales del siglo XV (1492, año del fin de la Reconquista
y del descubrimiento de América) hasta mediados del siglo XVII.
Fue
una época en la que alcanzaron excelencia todas las áreas del saber y la
cultura en España. Fue mítico el prestigio de las universidades de Salamanca y
Alcalá de Henares. En la famosa Escuela de Salamanca tuvo su origen el Derecho
de Gentes, precursor de los Derechos Humanos, basado en la ley natural e
iluminado por la fe cristiana según la cual todos somos hijos de Dios y hermanos.
En
la literatura surgen figuras inolvidables como Miguel de Cervantes, Lope de
Vega o Calderón de la Barca. En la mística, San Juan de la Cruz, santa Teresa
de Jesús o fray Luis de León. Grandes fundadores y promotores del saber, como
san Ignacio de Loyola. Pintores como Velázquez, José de Ribera o Ribalta.
Escultores como Berruguete, arquitectos como Juan de Herrera… Y en esa pléyade
irrepetible, brilla la música sacra de Tomás Luis de Vitoria.
Nuestros
bachilleres deberían retomar el estudio del Siglo de Oro español. ¿Por qué se
ha retirado de los planes de estudio, hasta el punto de que probablemente no ya
los alumnos, sino muchos de sus profesores ni siquiera hayan oído hablar de que
exista un Siglo de Oro español? Los prejuicios que lanzaron los enemigos
políticos de España –y de la Iglesia católica, de la que España era un bastión-
sin duda han llegado hasta nuestros días, tratando de ocultar con su basura los
ricos manantiales de humanidad que fluyeron aquellos años en España. Y que aún
están ahí, ofreciendo su saludable influencia. Resultan
proféticas las palabras mencionadas de Victoria a Felipe II: “… resolví ser
útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros.” Y vaya que lo
ha sido y seguirá siendo.
El Siglo de Oro nos enseña cómo el ser humano, puesto en ambiente favorable ante
la trascendencia, ante Dios, es capaz de alcanzar las más altas cotas de ciencia y cultura,
de verdad, bien y belleza. El influjo benéfico de la estela que levantaron aquellos
hombres y mujeres españoles del siglo XVI sigue llegando hasta nosotros.
De
ese benéfico influjo es testigo discreto este buen documental, que muestra que
las creaciones musicales, cuando salen de personas que rezan, son capaces de penetrar
los abismos celestiales y plasmarlos en melodías, que al ser escuchadas toman nuestra
mente y nuestro corazón y los alzan de vuelta hacia las intimidades divinas.
Aunque
de lo que es mejor testigo el documental Converso es de la acción del Espíritu Santo en
la historia y en cada alma. Sigue soplando donde quiere y como quiere.
Mayormente allí donde alguien implora su acción y busca sinceramente la verdad.