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domingo, 7 de septiembre de 2025

La fuerza del silencio y el estupor ante Dios



Silencio, meditación, recogimiento interior

    Muchos expertos nos alertan de los peligros de la civilización ruidosa y trepidante que hemos construido. No hay tiempos muertos, tiempos para el silencio, para desconectar de la tecnología y conectar con las personas queridas “presencialmente”. “Hay que recuperar el silencio y la mirada” dice José Luis Orihuela, profesor experto en tecnologías de la información: “nos hemos vuelto adictos a las interrupciones; hay que saber eliminar las notificaciones del móvil, necesitamos volver a aprender a hablar y escuchar.”

    Se ha demostrado que la práctica del silencio y la quietud interior mejora la salud, la relación con los demás, incluso la eficiencia del trabajo. Pero todo parece estar organizado para robarnos la atención. Poderosos intereses parecen confabulados para lograr estilos de vida en los que no sea posible reflexionar ni meditar. Nos llenan de distracciones –pérdidas de atención- para que seamos incapaces de adentrarnos en nosotros mismos y, en silencio, meditar quiénes somos y qué queremos hacer con nuestras vidas.

    Como explica el doctor Mario Alonso, tendemos a poner nuestra atención en cosas exteriores, porque pensamos que no hay nada dentro que valga la pena: y sin embargo, es adentro donde debemos mirar, porque dentro está lo más sorprendente y valioso. 

    Si aprendemos a mirar adentro, en primer lugar veremos cosas que quizá no queríamos ver (defectos, lagunas vitales…) pero necesitamos verlas para superarlas. Y en segundo lugar, veremos también cosas maravillosas, incluso en lo humano: como que los miedos y los pensamientos negativos se disipan meditando. Para los cristianos, pensar en nuestra condición de hijos de Dios alivia toda congoja e ilumina el camino a seguir. 

    Meditar no es quedarse en blanco, no se trata de buscar un silencio mudo, sino creativo. Se trata de evitar el ruido exterior, el de los pensamientos que aturden y distraen. Y así estar en condiciones de escuchar los sonidos interiores: la voz interior, que es el ámbito donde cada persona puede conocerse a sí misma y escuchar la voz de la conciencia. Y con fe, escuchar la voz de Dios. Hay un maravilloso mundo interior dentro de nosotros, pero no le dejamos hablar porque no entramos en silencio.

    Silencio es, sobre todo, acallar el ruido y el bullicio de pensamientos que son secundarios o incluso innecesarios, para que la mente y el corazón contemplen el rico mundo interior, los verdaderos Bienes. Silencio es tener la cabeza y el corazón en Dios.

    El diálogo interior ha de ser positivo: todo va a ir bien, porque soy hijo de Dios. Todo tiene arreglo. A los pensamientos negativos hay que saber darles la vuelta y convertirlos en positivos: tengo tal defecto, pero ese es mi punto de partida, no de llegada: mi destino es empezar a poner los medios para corregirlo, con la ayuda de Dios, que no me va a faltar si se lo sé pedir. 

    Hay que saber retirar toda la atención a los pensamientos negativos “crónicos”. Su único apoyo es precisamente la atención que les prestamos. Los pensamientos negativos reiterativos, no rechazados, pueden llegar a dañar la salud. Son médicamente conocidos los beneficios de la meditación asidua, cuando discurre con un diálogo interior positivo: el cuerpo genera oxitocinas, y con ellas esa sensación de paz y alegría tan beneficiosa para el cuerpo y el alma. 

    Muy a propósito esta frase de Marcel Proust: "El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevas tierras, sino en ver la vieja tierra con nuevos ojos". Invita a reflexionar sobre la importancia de la perspectiva interior: la verdadera innovación y conocimiento surgen de cambiar nuestra forma de ver y experimentar el mundo cotidiano, en lugar de simplemente buscar nuevas experiencias externas.

Silencio y oración

    Esa dictadura del ruido ensordecedor ha penetrado también en la Iglesia y nos impide rezar. Es muy sugerente el libro del cardenal Sarah “La fuerza del silencio”, del que tomo estas ideas: el ruido es como la columna sonora de la ausencia de Dios, del olvido de Dios: una gran nada vacía y ruidosa. El ruido es como una droga de la que muchos son dependientes. Una droga que impide que cada uno se mire a la cara y descubra su vacío interior: es una mentira diabólica.

    El silencio no es una virtud, ni el ruido es un pecado. Pero el tumulto confuso y ruidoso de la sociedad actual son exposición de una atmósfera irreflexiva, superficial, y a veces peor, porque manifiesta el deseo más o menos consciente de aturdimiento de la criatura que no quiere saber nada de su Creador, y que incluso está dispuesto a ofenderle si le apetece porque no quiere depender de nadie. Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, por eso la conducta del pecador es salir de sí, aturdirse, hacer ruido. La liturgia debe facilitar todo lo contrario: entrar dentro de nosotros, en el silencio asombrado de la oración, para encontrarnos con Dios.

    Dios se manifiesta en el silencio. “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono del cielo” (Sabiduría 18,14-15). “Dios actúa en el silencio”, dice san Juan de la Cruz. El Padre dice una sola Palabra, su Hijo, su Verbo. La pronuncia en un eterno silencio, y sólo en silencio el alma puede entenderlo.

    Sólo el silencio permite sentir la música de Dios. Jesús mismo nos lo explica: Mt 6,7: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados.

    Silencio es mucho más que ausencia de ruido. El silencio es condición necesaria para una oración profunda y contemplativa. Es una disposición interior, espiritual, que retira los obstáculos para el contacto con Dios y la comunicación de la gracia de Dios. 

    Es expresión del temor reverencial a Dios (que no es miedo a ser castigado, sino a no amar suficientemente a un Padre tan bueno, a hacer algo que le disguste). Es el camino que permite a los seres humanos ir a Dios. 

    Concilio Vaticano II: el silencio es un medio privilegiado para promover la participación del pueblo de Dios en la liturgia.

    Es el silencio de la Virgen, en el que –recogida en oración- puede meditar la Palabra de Dios, escucharle, contemplar a su Hijo.

    El silencio es parte esencial de la oración: una conversación con Dios Uno y Trino, en la que le hablamos y le escuchamos, como un amigo habla con el Amigo. Es mirar y ser mirado por Dios, que es tener ya un trocito de cielo en la tierra (papa Francisco).

Silencio, parte esencial de la liturgia

    El silencio es una ley cardinal de toda celebración litúrgica, porque permite a los fieles adentrarse en lo sagrado. Por eso el silencio es parte esencial de la liturgia: los actos litúrgicos son momentos de escuchar a Dios. Cuando la liturgia indica momentos de silencio, no es tiempo muerto: el silencio interior y exterior de la liturgia, y de toda oración, es un silencio activo que es el propio de la adoración y de la escucha dócil al querer de Dios.

    El templo no es una sala de espectáculos donde se va a aplaudir a quien comunica bien, o a aburrirse si comunica mal. El templo es el ámbito de la oración, y requiere silencio.

    Algunos creen que el silencio ante el Altísimo puede desconcertar a los fieles, que sería mejor llenarlo de cosas inteligibles, horizontales, humanas: palabras, explicaciones o cosas banales, canciones más o menos baratas… y acaban reduciendo el misterio sagrado a mero sentimentalismo. Y no se dan cuenta de que la fuerza de la liturgia es la acción del Espíritu Santo, que es quien mueve los corazones de quienes le buscan. Dios habla a las personas que le escuchan (Benedicto XVI), que saben recogerse en una oración sin ruido de palabras y adorar. Jesús puede actuar como quiera, pero nos ha enseñado a rezar como Él mismo reza: “Se levantaba temprano y permanecía en oración, en diálogo íntimo con su Padre Dios.” 

    Dios habla a las personas que saben recogerse en oración. Como canta el fervor popular: “Estaba la Virgen María sola en su aposento haciendo oración, y bajaron ángeles del cielo y la saludaron con mucho fervor…” Ella es la que “consideraba todas las cosas en su corazón.”

    Cardenal Sarah: “Dios es silencio, y el demonio es ruidoso. Desde el inicio Satanás ha buscado enmascarar sus mentiras bajo una agitación falaz, resonante.”

Silencio y recogimiento ante la Eucaristía

    La Misa requiere un clima interior de silencio, porque el alma está a solas con su Dios. Y es Dios quien está ahí. Lo esencial de la Misa no es el aspecto festivo ni la dimensión fraternal, sino el Sacrificio de Cristo en la Cruz, al que necesitamos acudir con el corazón convertido y purificado en la Confesión, con la disposición de unirnos a Su Sacrificio. Y eso requiere silencio interior. 

    Algunos sacerdotes deslucen el sentido de la Misa queriendo hablar mucho, añadiendo cosas de su cosecha como para hacerla más entretenida. Pero en la Misa lo esencial son las palabras de Cristo, que se está ofreciendo al Padre, y también nosotros estamos inmersos en ese ofrecimiento con Él, inmersos en su Sacrificio y Muerte, inmersos en Él: todo recogimiento y sobriedad en los gestos es poco, porque la Misa es la muerte de Dios por amor a nosotros, y eso está más allá de toda manifestación cultural. 

    La ligereza en algunas celebraciones litúrgicas (por ejemplo, cuando son muy numerosas, pero también en otras con pocos asistentes) nos pone en riesgo de perder el sentido de lo que se está haciendo. La Misa debe celebrarse con sobriedad y recogimiento, pues también nosotros estamos inmersos en el Sacrificio y Muerte de Cristo, nos estamos ofreciendo con Él y en Él al Padre. 

    La liturgia bien cuidada puede y debe ser bella, una belleza que ha atraído a tanta gente a la fe cuando se ha procurado. Pero requiere silencio y recogimiento, manifestado también en la postura, porque la muerte de Dios por amor a nosotros está más allá de toda manifestación cultural. 

    Las iglesias fueron diseñadas para la oración, no para representaciones ni espectáculos. Se orientaban hacia Oriente, que representa al Señor, y con esa manifestación exterior se manifestaba nuestra disposición interior de orientarnos a Dios. “Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor.”

    Por eso, cuando no es posible celebrar la Misa hacia el Oriente, se manda poner una cruz sobre el altar, bien a la vista, como punto de referencia para todos. Cristo en la Cruz es el Oriente cristiano al que todos nos volvemos. Mirar al Señor promueve el silencio. Es absurdo que algunos pongan el centro, el podio, en el micrófono al que se aferra el sacerdote, en lugar de la Cruz.

Recuperar el gran silencio de la liturgia   

    Es preciso entrar en el gran silencio de la liturgia, dejarse enriquecer por todas las formas litúrgicas aprobadas por la Iglesia que privilegian el silencio, porque necesitamos espíritu contemplativo para mirar al Señor. Eso es lo que el Concilio quiso legar: facilitar la comprensión de los misterios sagrados para participar mejor en ellos, no convertirlos en meros actos sociales más o menos aburridos que provocan lo contrario de lo que se deseaba: profundizar el misterio con la actitud interior que lo facilita.    

    Recuperar el sentido del silencio es una prioridad y necesidad urgente. La verdadera revolución viene del silencio, nos dirige a Dios y a los demás para ponernos a su servicio. El ruido nos atolondra y nos separa.

    En la liturgia el silencio es una disposición radical y esencial, que expresa la comunión del corazón. Con ruido permanecemos en una dimensión humana superficial y horizontal, que nos impide penetrar en lo sagrado.

    Dañar la liturgia es dañar nuestra relación con Dios, es dañar la expresión concreta de nuestra fe cristiana. No se puede estar ante la Eucaristía como si fuera una cosa, un mero símbolo: ¡es Dios! He de hacer muy bien la genuflexión, con un acto interior y exterior de adoración. He de ir lo primero al Sagrario para saludarle, cuando entro en un templo. No puedo estar charlando con los demás como si estuviera en un bar, o con las piernas cruzadas como si estuviera en el sofá. No puedo ir en chanclas, aunque haga calor. La Iglesia no es un club, ni un centro cultural, donde se vaya a debatir temas intelectuales: quizá por eso se han vaciado muchos templos y permanecen largas horas cerrados. Es un lugar de oración y adoración.

    Papa Francisco: el celebrante no es el presentador de un espectáculo, no debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como su interlocutor principal. El concilio Vaticano II invita a todo lo contrario: cancelarse a sí mismo, renunciar a ser el punto focal, para que todos juntos se dirijan hacia Cristo, que es el Oriente a donde todos debemos mirar durante la liturgia.




Renovar el estupor ante Dios

    Concilio Vaticano II: la liturgia es principalmente culto de la majestad divina. Tiene valor pedagógico si está ordenada a dar culto a Dios. Participar de la liturgia significa renovar el estupor ante Dios, un temor alegre que requiere silencio frente a la majestad divina. Todo, también las palabras del celebrante, debe ser una invitación a entrar en el Misterio (y no saludos ni comentarios superficiales). La comprensión de los misterios sagrados no es obra solo de la razón humana, sino de algo más importante: el sentido de la fe (sensus fidei) que conoce por sintonía más que por concepto, y que requiere acercarse con humildad.


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sábado, 23 de agosto de 2025

Descodificando el Apocalipsis




Manuel de supervivencia para los últimos tiempos. Descodificando el Apocalipsis

Valentín Aparicio Lara. Ed Palabra


    El Apocalipsis tiene fama de ser un escrito críptico, que narra cosas terribles sobre el fin del mundo. El sacerdote y especialista en Sagrada Escritura Vicente Aparicio nos hace ver con esta obra lo equivocado de ese prejuicio. Basta entender las claves que emplea san Juan, para darse cuenta de que, lejos de ser un libro indescifrable o terrible, el Apocalipsis es un libro inspirado, el último de la Biblia, que logra su propósito:  encender la esperanza en los cristianos de todos los siglos, confiar en la promesa que Dios ha hecho a los que le son fieles, vigilar para que no se dejen arrastrar por las insidias de la bestia y del demonio, ni por el desánimo, aun en esos momentos convulsos que nos pueden parecer insuperables y próximos al fin: “Satanás será soltado de la prisión y saldrá para engañar a las naciones de los cuatro lados de la tierra.” (Ap 20, 7). 

    Hay que reconocer que no faltan motivos para identificar nuestros días con los que describe san Pablo en su segunda epístola a Timoteo, 3, 1-9: “En los últimos días se presentarán tiempos difíciles, pues los hombres serán egoístas, avariciosos, fanfarrones, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, irreligiosos, despiadados, desleales, calumniadores, desenfrenados...” Pero no hay que temer. Las palabras de Jesús más repetidas en el Evangelio, hasta 25 veces, son: “No tengáis miedo” y “Vigilad”: un buen resumen del sentido y mensaje del Apocalipsis: el bien prevalece siempre, aun cuando parezca que todo está perdido. No debemos asustarnos por las huellas del mal, ni dejarnos arrastrar por sus seducciones.

    El Apocalipsis, para un lector de hoy, es una llamada a descubrir la batalla espiritual que subyace a las convulsiones y enfrentamientos sociales y políticos, a darnos cuenta de que lo decisivo es la fiera lucha entre el bien y el mal que está en el trasfondo de todo. Hay que optar por el bien, sin temor, porque el triunfo del demonio es sólo aparente, y el bien prevalece siempre: porque Dios es el Señor de la Historia, y está con los que le aman.

    Y no sólo está cerca: está en nosotros y con nosotros. Es sugestivo descubrir que el Apocalipsis está describiendo la Misa católica tal y como era celebrada por los primeros cristianos, reunidos en torno a los Apóstoles, y la infinita riqueza de sentido que expresa. Porque, desde la Primera Misa en el Cenáculo y en la Cruz, cada Misa es una ventana abierta al cielo, en la que la liturgia de la tierra se une a la del cielo. 

    El Apocalipsis no es sólo el plan de Dios para el final de la historia, es el plan que ya ahora desea realizar en cada uno de nosotros, mediante la vida de la gracia y de los sacramentos: por eso es tan importante y decisivo cada sacramento. En cada Misa, por ejemplo, se nos da un anticipo del cielo, de la nueva creación que Dios está obrando: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

    La Sagrada Escritura es muy clara: “Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5, 17). El plan de Dios es un nuevo recomienzo, transformarnos en su Nueva Creación. Nos revestirá de luz, “porque el Señor será tu luz perpetua” (Is 60, 19). Lejos de ser un mensaje triste y que pretenda meter miedo, el final de la historia será luminoso. Los finales tristes –como escribe Valentín Aparicio- son anticristianos.

    Por tanto, el Apocalipsis no es sólo para esperarlo, sino para vivirlo. Es un manual para los últimos tiempos. Una luz que marca el Norte en la confusión actual que nos rodea. No es un libro de futuro, sino actual, que nos concierne ahora, aquí. No infunde pánico, sino que anima garantizando la victoria del bien. 

    Muy sugerentes los comentarios del autor al texto de Génesis 2, 15: “Lo colocó en el jardín para que lo guardara y cultivara.” Cultivar en hebreo significa también “servir en la liturgia”. “Guardar” no es sólo proteger un lugar para que no entren intrusos, es también “observar unos mandamientos.” Así, esa frase de Génesis que Dios dirige a Adán y Eva contiene lo que los sacerdotes han de realizar en el templo de Jerusalén: dar culto a Dios, y observar los mandamientos (Nm 3, 6-7; 18, 7). Es el sacerdocio común de los fieles, que en el desempeño de sus actividades profesionales en medio del mundo, mediante las que cuidan y mejoran la creación, transforman su trabajo en un verdadero culto a Dios, haciendo que resplandezca su gloria, como predicó el fundador del Opus Dei

    Porque el jardín del Edén era un templo, un espacio sagrado donde la humanidad vivía en Alianza o comunión con Dios. El pecado nos desterró a un mundo herido, lejos de Dios. Y desde entonces el sentimiento de la humanidad es de nostalgia: porque ya a nada de este mundo podíamos llamar casa

    Pero el Apocalipsis, última página de la Biblia, nos muestra la Nueva Creación: ahora se nos ha devuelto, con creces, el paraíso perdido. Se nos introduce de nuevo en el jardín del Edén, que es Templo. Hemos recuperado la función sacerdotal de Adán y Eva en el Paraíso. Allí hay un río de agua viva, que brota del trono de Dios y del Cordero. Y un árbol de vida y de Inmortalidad, la misma vida divina, desbordante, que Dios nos desea comunicar. Se nos muestra que la vocación originaria del hombre es la liturgia. Y que la Santa Misa nos une a la liturgia eterna del cielo, y por eso es el centro de la vida del cristiano. 

    Muy sugerentes también sus recomendaciones para vigilar: cree en el infierno; evita el pecado (porque supone pactar con la bestia); no te dejes seducir (“surgirán falsos testigos y embaucadores…”); ama a Dios con todo tu corazón (y demuéstralo con hechos); cuida la liturgia, verdadera alabanza a Dios en la que nos unimos a la liturgia celeste; vigila en lo concreto, en lo pequeño y en lo grande(aquí se ve la necesidad de buscar un buen acompañamiento espiritual en amigos fiables); persevera, sin desánimo por la extensión del mal: al final se trata sencillamente de eso: de morir cristianamente; evangeliza: los cristianos somos sal de la tierra y luz del mundo, y eso requiere hablar. 

    Como señala el autor, el Apocalipsis no es sólo para esperarlo, sino para vivirlo. Es un manual para los últimos tiempos. Una luz en la confusión que nos rodea. No es un libro sobre el futuro, sino actual. No infunde pánico, sino que anima, porque garantiza la victoria del bien. Nos enseña que paciencia y fe son las dos armas para vencer a la bestia. 

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jueves, 23 de febrero de 2023

¿Puede una madre olvidarse del fruto de sus entrañas?

 



En su impresionante comentario al Padrenuestro, en el primer tomo de su Jesús de Nazaret, Benedicto XVI se pegunta en qué sentido podemos dirigirnos a Dios como Padre.

Es Padre porque es nuestro Creador, le pertenecemos. Cada uno de nosotros, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios, Él conoce a cada uno. Y por eso, en virtud de la creación, somos ya de modo especial hijos de Dios.

Pero somos también hijos en otra y más profunda dimensión: hemos sido creados según la imagen de Jesucristo, el Hijo en sentido propio, de la misma sustancia del Padre. Por eso, ser hijo de Dios, afirma Benedicto, es también un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que estamos llamados a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. La palabra Padre que dirigimos a Dios comporta un compromiso a vivir como hijo.

Dios mismo, como buen Padre, se ha ocupado de muchas maneras en explicarnos cómo es su amor por nosotros. En Isaías 66, 13 lo compara con el amor de una madre por el fruto de sus entrañas: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.” Y más adelante insiste: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías, 49, 15)

Benedicto XVI explica cómo ese amor aparece reflejado de un modo conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa “seno materno”, y poco a poco pasa a usarse también para designar el amor misericordioso de Dios hacia el ser humano.

La Sagrada Escritura emplea esas imágenes tomadas de la naturaleza para describir actitudes fundamentales de nuestra existencia. “El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive custodiada en el seno de la madre.”

Ese lenguaje figurado del cuerpo, que nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia cada uno de nosotros de un modo más profundo, nos enseña también algo esencial sobre nosotros mismos: lo sagrado de cada vida humana, para la que el Creador ha ideado un recinto de protección y cariño único: el seno materno.

Una madre y un hijo en sus entrañas. No se pueden contemplar esas dos existencias que crecen entrelazadas sin conmoverse,  y sin vivo deseo de protegerlas, porque son vidas humanas llenas de dignidad, y porque nos remiten a algo tan sublime y único como el Amor de Dios por cada uno de nosotros.

 

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martes, 14 de febrero de 2023

El hecho extraordinario. La música en la conversión de García Morente

            

 

Decía Edith Stein que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino de Cristo. Hablaba de su experiencia. Como verdadera filósofa, buscaba siempre la verdad, y quedó deslumbrada por la sincera y sencilla luminosidad que transmite El libro de la vida, de santa Teresa de Jesús. Dios se sirve del encanto de unas palabras verdaderas, escritas por una persona santa, para adentrarse en el alma de quien lee con espíritu abierto a la verdad.

Ha escrito Benedicto XVI, en su magnífico Jesús de Nazaret, que la salvación no se alcanza viviendo cada cual su religión o su ateísmo, como sostiene cierto pensamiento actual. Dios nos pide mantener el espíritu despierto para poder escuchar su hablar silencioso, que está en nosotros y nos rescata de la simple rutina conduciéndonos por el camino de la verdad: un camino que finaliza en Jesucristo.

Quien mantiene el espíritu despierto, está en condiciones de escuchar ese hablar silencioso de Dios en todo cuanto contenga chispazos del ser de Dios, que es la Verdad, el Bien, la Belleza, el Sumo Amor.

Si Dios se sirvió, en el caso de Edith Stein,  de la autobiografía de una santa, también la buena música contiene un resplandor divino capaz de elevarnos hasta el Creador. Lo saben bien los amantes de la música, como Benedicto XVI: «La música puede abrir las mentes y los corazones a la dimensión del espíritu, y llevar a las personas a levantar la mirada hacia lo Alto, a abrirse al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen en Dios su fuente última

Esta reflexión viene tras la relectura de El hecho extraordinario, una carta en la que narra su conversión Manuel García Morente. Filósofo, catedrático de Ética de la Universidad de Madrid, buen amante de la música, alumno de la Institución Libre de Enseñanza y ateo declarado, al comienzo de la guerra civil fue destituido de sus cargos en la universidad, y huyó a Francia cuando recibió aviso de que planeaban asesinarle.

Refugiado en casa de unos amigos en París, una noche de 1937 reflexiona sobre su vida. ¿Quién está detrás de mi existencia? ¿Quién conduce mi vida, pues soy consciente de que ni me la he dado a mí mismo ni la conduzco? Y en ese momento aparece en su mente la idea de la providencia divina. Se asusta ante semejante pensamiento, impropio de un ateo, y para despejarse enciende la radio y escucha música clásica.

Y al cabo de un momento llega a sus oídos “algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales, que nadie puede escucharlo con los ojos secos. Cantábalo un tenor magnífico, de voz dulce, aterciopelada, flexible y suave, que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina.” Se trataba de un fragmento de La infancia de Jesús, del compositor francés Héctor Berlioz.

        Todo parece indicar que escuchó El descanso de la Sagrada Familia, el movimiento coral que aparece en el minuto 48:46 de la versión insertada arriba. En ese pasaje, “la dulce y penetrante música de Berlioz” ilumina con luz maravillosa la representación que imprimen en su mente las palabras de la Virgen María: “Ved esta hermosa alfombra de hierba suave y florida / el Señor la tendió en el desierto para mi Hijo.” Y en ese momento, música y letra se funden en una visión que “tuvo un efecto fulminante para mi alma.”

        García Morente cae de rodillas, y recuerda su niñez, cuando  rezaba junto a su madre, recostado en su regazo y ambos de rodillas. Y las palabras del Padrenuestro, casi olvidadas, acuden a sus labios…

        Todo lo bello nos acerca a Dios, porque procede de Dios. Cultivemos el arte de lo bello: desde la contemplación de la naturaleza hasta la belleza que se esconde en un amable gesto de servicio; desde la lectura reposada de textos sublimes (hay tantos) hasta la escucha silenciosa de los grandes maestros de la música: esa música que “al elevar el alma a la contemplación, nos ayuda a captar los matices más íntimos del genio humano, en el que se refleja algo de la belleza incomparable del Creador del universo.” (Benedicto XVI).

    De todo lo bello y de todo lo bueno puede servirse Dios para adentrarse en nuestra alma, si le buscamos con un corazón sincero. Y sin miedo al compromiso que la verdad exige. García Morente se comprometió con la verdad recién descubierta: se convirtió, volvió a la Iglesia católica, en 1938 regresó a España y en 1940 fue ordenado sacerdote. Era el camino que Dios, sabio Conductor, tenía previsto para él. 



 P/D: García Morente escucharía también, en ese momento o más tarde, el fragmento que precede a El descanso de la Sagrada Familia. Es el precioso movimiento La despedida de los pastores (minuto 44:44), una tierna melodía con la que la masa coral despide a Jesús, María y José cuando tienen que huir a Egipto. 

           

 


lunes, 2 de enero de 2023

Algunos libros en la vida de Joseph Ratzinger


 

Lecturas que dejaron huella en Joseph Ratzinger-Benedicto XVI

Peter Sewald, en su espléndida biografía de Benedicto XVI, desgrana, al hilo de sus conversaciones con el papa, algunas de las lecturas que han podido marcar la trayectoria intelectual de Ratzinger desde sus años jóvenes.

Para un intelectual que ha dedicado su vida a buscar la verdad en lo mejor del saber humano y en el tesoro del Evangelio y de los Padres de la Iglesia, es lógico que la enumeración no sea exhaustiva. Pero algunos títulos resultan significativos, y el propio Ratzinger señala que han sido decisivos en el desarrollo de su pensamiento.

 

Amor y verdad. Agustín y Tomás de Aquino

        Ratzinger descubre a san Agustín al leer Las Confesiones, y queda cautivado por su profunda y viva teología, que emana de su experiencia vital, muy distinta a la de Tomás de Aquino.

La lectura de Tomás de Aquino (demasiado impersonal para su gusto, en un principio) no le interpela con esa fuerza, pero la de Agustín sí, profundamente, porque Agustín se muestra como hombre apasionado que sufre y se interroga. Agustín es alguien con el que uno puede identificarse, afirma Ratzinger, porque Agustín ve la propia pobreza y miseria de pecador a la luz de Dios, y a la vez se siente movido a la acción de gracias por el hecho de ser aceptado por Dios y elevado mediante la transformación de su persona.

A Agustín lo veo como un amigo, como un contemporáneo que me habla”, explica Ratzinger. Agustín es “una persona animada por el inagotable deseo de encontrar la verdad, de descubrir qué es la vida, de saber cómo debe vivir uno.”

        La huella de Agustín de Hipona se percibe en los escritos de Ratzinger: “El ser humano es un gran enigma, un profundo abismo. Sólo a la luz de Dios puede manifestarse plenamente también la grandeza del ser humano, la belleza de la aventura de ser hombre.”

Con la lectura de san Agustín, en Joseph Ratzinger arraiga el convencimiento de que no bastan los libros para conocer a Dios: “sólo una profunda moción del alma puede producir abundancia de conocimiento de Dios.”

Pero también el poderoso rigor intelectual de Tomás de Aquino ayudó a configurar su mente. Ya en 1946 su profesor le hizo un encargo que le marcaría: traducir del latín la Cuestión disputada sobre la caridad, de santo Tomás. Debía encontrar las innumerables citas en los pasajes originarios de la Sagrada Escritura, así como rastrear los textos de filósofos y teólogos que menciona Tomás –Platón, Aristóteles, Agustín–, cotejarlos y localizar y registrar capítulo y líneas correspondientes a cada uno de ellos.

Esta tarea propició su encuentro intelectual con Edith Stein, que había traducido por primera vez al alemán las Cuestiones disputadas sobre la verdad.

El amor y la verdad se convertirían con el tiempo en temas centrales de toda la obra de Ratzinger. A su juicio, no puede haber amor sin verdad ni verdad sin amor. Curiosa casualidad: el amor no solo fue su primer tema como teólogo, sino también el tema de su primera encíclica como papa. Su ópera prima en la facultad, con el título de Comunicación sobre el amor, apareció en una tirada de dos ejemplares (el primero, manuscrito; el segundo, mecanografiado); su ópera prima como papa, Deus caritas est [Dios es amor], en una tirada de más de tres millones de ejemplares.

Edith Stein fue canonizada por Juan Pablo II, en presencia de Ratzinger, el 11 de octubre de 1998 en la plaza de San Pedro de Roma. Simultáneamente, el papa polaco declaró a la mártir alemana copatrona de Europa. «Sea consciente de ello o no, quien busca la verdad, busca a Dios», afirmó la carmelita santa.


El futuro de la humanidad. Herman Hess, Guardini, Newman, Orwell

        Influyen mucho en el joven Ratzinger dos obras de Herman Hess: El juego de los abalorios y El lobo estepario. Hess se confronta críticamente con el espíritu de la época.

En El juego de los abalorios hay un asombroso parecido con la trayectoria intelectual y religiosa de Ratzinger: el joven protagonista ingresa en una orden ficticia que busca la verdad mediante el saber y la música, y llega a lo más alto de la orden.

El lobo estepario narra el desgarro anímico de la época: el protagonista es un personaje hipersensible y solitario, hombre de libros y de ideas, buen conocedor de Mozart y de Goethe, criado por padres y maestros cariñosos, severos y muy píos, que vive inmerso entre una cultura europea antigua que se hunde y una tecnocracia moderna que crece excesivamente. Añora los corazones llenos de espíritu, no puede encontrar la huella de Dios en una época tan burguesa, y por eso se siente como un lobo estepario en medio de un mundo cuyas metas no comparte.

        Ratzinger estudió a fondo las obras de Romano Guardini y de J. H. Newman, de Sartre, el Diario de un cura rural, de Bernanos… Todo ello iba dejando huella en su mente, que aprendía a discernir con sentido crítico, a tomar lo bueno y colegir el daño que puede hacer lo malo.

Son obras que ayudan a penetrar y hacerse cargo de los problemas que abruman al hombre de nuestro tiempo. Permiten vislumbrar también los riesgos que acechan a la humanidad, sobre los que Benedicto no ha cesado de reflexionar y poner en guardia con su Magisterio, en el que junto a la racionalidad de los argumentos se percibe la asistencia del Espíritu Santo.

Cuatro de sus lecturas preferidas sobre la peligrosa deriva del mundo han sido 1984 (G. Orwell), Un mundo feliz (Aldous Huxley), Señor del mundo (R.H. Bergson, puesta de relieve y recomendada también por el papa Francisco), y Breve relato del Anticristo (Vladimir Soloiev).

 



Amor y sexualidad. Adam y Joseph Pieper

Los libros de August Adam sobre el amor y la sexualidad influyeron en el pensamiento de Ratzinger. Adam afirma que el impulso sexual no debe considerarse “impuro”, sino un regalo que a través del amor al prójimo alcanza su santificación.

        Estas ideas, junto a las de Josef Pieper en su libro El amor, aparecen en su primera encíclica: Deus caritas est, en la que habla de “sumergirse en la embriaguez de la felicidad”. La encíclica explica la misión caritativa de la Iglesia en el mundo: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en Él.”. Ese es el corazón de la fe cristiana, la imagen cristiana de Dios y la consiguiente imagen del hombre y de su camino en la tierra: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él.”

        El cristianismo no ha destruido el eros: al contrario, la humanidad de la fe incluye el sí del hombre a su corporeidad, creada por Dios. El eros regalado por el Creador permite al ser humano pregustar algo de lo divino.

        Amor a Dios y amor al prójimo forman una unidad indisoluble. Sin amor al prójimo el amor a Dios se marchita. Sin amor y contacto con Dios, en el otro no reconoceré su imagen divina.

        “El amor es una luz –en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios.”

 

La nueva física encamina de nuevo a los científicos hacia Dios y hacia la imagen cristiana del hombre.

La Filosofía de la libertad de Wenzl mostró que la imagen del mundo derivada de la física clásica, en la que Dios no desempeñaba ya papel alguno, había sido reemplazada, a consecuencia del desarrollo de las propias ciencias de la naturaleza, por una imagen del mundo que volvía a ser abierta.

La convicción entre los intelectuales con los que se codea Ratzinger en la universidad era que los científicos, «en virtud del cambio radical iniciado por Planck, Heisenberg o Einstein, estaban de nuevo en el camino hacia Dios». Era hora de que la metafísica, es decir, la doctrina de lo que se encuentra detrás del mundo conocido y calculado, volviera a ser de una vez la base común de todas las ciencias.

En resumen: el futuro tan solo podía ser reconstruido sobre una base intelectual, conforme a la idea de la vida que está bosquejada en la liberal y reconciliadora imagen cristiana del hombre.

 

Cambio radical de pensamiento y Filosofía de la libertad.

Si esta obra de Wenzl (Filosofía de la libertad) fue para Joseph impulso para pensar e inspiración, el libro del profesor de teología moral Theodor Steinbüchel Cambio radical de pensamiento se convirtió en lectura clave. Quería conocer «lo nuevo» en lugar de limitarse a una filosofía «manida» y «envasada». El novel estudiante se sentía muy decepcionado por profesores que habían dejado de ser personas indagadoras y, en su estrechez intelectual, se contentaban con «defender lo hallado frente a cualquier pregunta».

En Verdad, valores, poder, de Steinbüchel, Ratzinger leyó frases que le conmovieron profundamente: «El ser humano se da solo ante Dios y solo en libertad; únicamente bajo ambas condiciones es persona». El «conviértete en lo que eres» tiene sentido sólo si se sabe realmente qué es el hombre: ser hacia Dios. Y llegar a ser uno mismo, como exigía Heidegger, solamente es auténtica realización del yo si es incorporado a la relación con Dios, en la que se cumple lo que de verdad son el «hombre» y el «yo».

De ahí que Dios no sea, como sostiene Nietzsche, la muerte y la ruina del hombre, sino su vida: «El garante de su libertad es Dios, porque este lo ha creado como el ser que se trasciende hacia el tú y porque esta trascendencia de su ser tan solo se realiza en la vida de la libertad personal».

Steinbüchel, en su Cambio radical de pensamiento, se basa en la obra poco conocida de Ferdinand Ebner, quien a principios de siglo XX redescubre que la palabra de la revelación no es una construcción del pensamiento, sino hallazgo y recepción, comprensión de sentido que el pensamiento no ha ideado por su propio poder.  Un ser conocido que es la realidad del Dios personal que en su palabra se dirige al hombre perceptor.

Sólo en este dinamismo vivo y decisivo se constituye la existencia humana en su singularidad más profunda, misteriosa y responsable. Ebner construyó una filosofía de la relación yo-tú entre la criatura y el Creador que ponía las bases del existencialismo cristiano y del pensamiento dialógico.

 

Hildegarda de Bringen, sabia, científica y mística

Quizá para nosotros poca conocida, desde su juventud Ratzinger se sintió atraído por la figura de Hildegarda de Bringen, sabia, médica, poeta, compositora y mística, que vivió en el siglo XI y ha sido canonizada y declarada doctora de la Iglesia por él cuando llegó a Papa. Hildegarda amó a Jesucristo en su Iglesia, sin ingenuidad ni timideces: como Benedicto. Seguro que esta santa doctora ha ocupado el papel de guía fiel en el camino espiritual e intelectual de Benedicto.


                           

miércoles, 30 de marzo de 2022

Bienvenida a casa

    Que Dios es el Señor de la historia se percibe con nitidez en este testimonio de María Himalaya. Su verdadero nombre es Amaya Martínez. Enfermera y fisioterapeuta, deportista de élite, vasca, con una trayectoria profesional prestigiosa, creció en la cultura materialista y atea que comenzó a extenderse en amplios sectores de la España de finales del siglo XX. 

    La brutalidad del aborto en la clínica en que trabajaba, la ambición de poder y dinero, y -aunque entonces no lo sabía- la ausencia de Dios, acabaron por secarle el corazón. 

    Pero Dios está siempre ahí, y su Amor no nos deja. Vale la pena dedicar unos minutos a escuchar de su propia voz qué sucedió en un encuentro con Jesús que cambió radicalmente el rumbo de su vida. 

    Escucharle, y dejar que sus palabras nos entren bien adentro. "Luz, para aquellos que habitan en la oscuridad"

lunes, 10 de mayo de 2021

Chequear el amor

  

Chequear el amor

 

En la anterior entrada escuchábamos el tema central de la música que Geoffrey Burgon compuso para la versión televisiva de Retorno a Brideshead.


George Weigel señalaba que esa música ofrece un fondo sonoro perfecto para el mensaje que Evelyn Waugh quiere transmitirnos: la decisiva realidad del amor en nuestras vidas, ya que hemos sido creados por amor y para amar.


El amor está en el centro de nuestra condición humana, y no es un vago sentimentalismo: se trata de ese amor que Dante refleja en su Divina Comedia como “el Amor que mueve el sol y las demás estrellas”.  


Añade Weigel que esa decisiva realidad del amor está expresada, de un modo todavía más sublime, en el himno Ubi caritas et amor (Donde hay caridad y amor, allí está Dios). Se trata de una de las más bellas composiciones de la tradición católica.


El Ubi caritas se canta especialmente en la Misa de la Cena del Señor, el Jueves Santo, mientras el celebrante lava los pies a doce miembros de la comunidad (como hizo Jesús con sus discípulos en la Última Cena). Se suele cantar también durante la comunión de los fieles. Y dice así:


Ubi caritas et amor Deus ibi est. 

Congregavit nos in unum Christi amor.

Exultemus, et in ipso iucundemur. Timeamus et amemus Deum vivum.

Et ex corde diligamus nos sincero.

 

Donde hay caridad y amor, allí está Dios.
El amor de Cristo nos ha reunido en unidad.
Saltemos de gozo y alegrémonos en Él.
Temamos y amemos al Dios vivo,
y amémonos con corazón sincero.


Vale la pena escuchar dos de las mejores versiones de ese maravilloso himno, compuesto en el siglo VIII por Paulinus de Aquileia. La serena melodía gregoriana que encabeza esta entrada es la más conocida.  

 

El compositor francés Maurice Duruflé creó en 1960 esta otra versión del precioso motete. Entronca con la versión gregoriana, pero añade una armonía contemporánea, con varias voces que se interpelan, se separan y vuelven a unirse, recordándonos que donde hay amor y caridad, allí está Dios: 



Como señala Weigel, a través de una misteriosa interacción de texto y música el motete logra captar la sed de amor que tiene el ser humano, el esfuerzo por encontrar los amores más puros, la escala del amor a la que Cristo nos invita, el perdón de Cristo que hace posible la subida a los auténticos amores, de modo que el amante pueda amar al Amor eternamente.


Estamos ante el núcleo central de la religión católica:  el amor es la realidad más viva que existe, porque el propio Dios es amor. Es cuestión de dejarse asir por la Verdad que es Amor, el Amor que se encarnó en el mundo en la persona de Jesús de Nazaret, sobre todo en su pasión, muerte y resurrección.” 

 

Y nos encontramos con Jesús en su Iglesia, que es también esa misteriosa pero viva realidad que llamamos «Cuerpo místico de Cristo», en la que sus miembros, siendo pecadores, saben que están llamados a subir por esa escala del amor que les une cada vez más estrechamente a su Cabeza, que es Cristo mismo, el Amor de los amores.

 

Nunca pretendas conseguir algo menos que la grandeza moral y espiritual que por la gracia puedes alcanzar”, concluye Weigel.

 

 

lunes, 12 de abril de 2021

Tomás Luis de Victoria: la música del Siglo de Oro español




Victoria

Josep Cercós. Josep Cabré. Ed. Espasa Calpe

 

He vuelto a ver Converso, la sencilla y genial película documental de David Arratibel. Y me ha conmovido aún más que la primera vez. Es un documento humano, real, hilvanado sin sofisticación mediante llanas y genuinas conversaciones entre los miembros de una familia, que por fin, gracias al propio documental, encuentran la ocasión de sincerarse sobre lo esencial y –sorprendentemente- siempre rehuído: su encuentro personal con Dios.

 

Pero en esta segunda visualización he descubierto un protagonista subyacente: la música. Y no cualquier música, sino una de las más sublimes jamás compuestas en la historia de la música: el O Magnum Mysterium, antífona del II Domingo de Pascua, de Tomás Luis de Victoria.

 

En la familia Arratibel hay profesores de música y un buen organista, y cantan esa pieza a capella, como broche de cierre perfecto para el documental. Me ha cautivado de tal manera esa melodía que la he buscado en la red. Así suena:

 

            

 

 Esa melodía no la puede componer cualquiera. Hace falta finura especial, sintonía con lo espiritual, deseo de poner la música al servicio de lo sagrado. He buscado saber más de su autor. Y me he encontrado con esta pequeña y significativa biografía de Tomás Luis de Victoria, uno de esos luceros que brillaron en el firmamento del nunca suficientemente bien ponderado Siglo de Oro español.

 

Nacido en Ávila en 1548, de familia cristiana, muy joven sintió la llamada al sacerdocio y entró a formar parte del coro de la catedral, donde recibió su primera formación musical. Uno de sus hermanos era amigo de santa Teresa de Ávila. A los 17 de años se trasladó a Roma para seguir sus estudios sacerdotales y perfeccionar los conocimientos musicales como organista y compositor. Su gran maestro fue Palestrina, el famoso compositor italiano, aunque siempre se mantuvo fiel a un estilo propio, claro, sereno, de sobriedad castellana, que llegó a influir en alguna de las obras del propio Palestrina.

 

Los autores de esta biografía resaltan que Tomás Luis de Victoria, a diferencia de otros compositores de la época –y especialmente los de Roma o la escuela flamenca- no escribía según le surgía la inspiración, o por ansia de componer, sino por la necesidad que sentía de contribuir al engrandecimiento del Reino de Dios a partir de lo que sabía hacer: componer música. Por eso fue sobrio no sólo en el estilo, sino también en la cantidad: mientras que Palestrina escribió 300 motetes y 153 misas, Victoria se limitó a 50 motetes y 21 misas. 


En su producción destaca el Oficio de Difuntos para los funerales de María de Austria, hermana de Felipe II, que fue su protectora en las Descalzas Reales:


            

 

El Oficio de Semana Santa es considerado una de las obras cumbre de Victoria, y quizá de la música. Contiene todos los textos litúrgicos desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección. Incluye un bellísimo Pange lingua a 5 voces:


           

  

La serenidad de la música de Victoria contrasta con la complejidad típica de la escuela flamenca. Victoria sacrifica las posibilidades de su genio musical y su técnica en beneficio de la comprensión de lo que se canta, siguiendo fielmente en esto las disposiciones del Concilio de Trento: la música no debía ser un elemento decorativo o de entretenimiento, sino parte importante de la liturgia, que debía ser inteligible para los fieles. Esta fue también una constante de la música litúrgica de la escuela española: simple, austera, sin artificios, que acompañase a los fieles hacia la contemplación del misterio divino expresado en los textos sagrados.

 

Otra nota que se percibe en la obra, y en la vida, de Victoria es su ausencia de protagonismo, su olvido de sí mismo. A diferencia de otros grandes autores del momento, que  acostumbran ilustrar la portada de sus obras impresas con un retrato del autor, Victoria no lo hizo, y de hecho no existen retratos suyos.

 

Ponía por entero sus composiciones al servicio del fervor religioso, y ese es el secreto de que consiguiera una expresividad musical no superada por ninguno de sus contemporáneos. Es una impronta tan personal que no es posible adscribirlo a ninguna otra escuela. De hecho, influyó en otros autores españoles y en su propio maestro Palestrina, que asumirá en los últimos años de su vida el dramatismo realista propio de Victoria.

 

Una anécdota significativa muestra el diferente modo de ser de Palestrina y de Victoria. Giovanni Pierluiggi da Palestrina, que estaba casado y tenía dos hijos de la edad de Tomás Luis de Victoria, siendo ya mayor enviudó. Muchos pensaron que quizá se retiraría a un convento para seguir componiendo música piadosa. Pero no solo se casó de nuevo con una rica mujer, sino que además abrió un negoció de pieles para suministrar vestimentas a las autoridades romanas y a la Curia. En contraste, ya en esos momentos Victoria ansiaba volver a España, no estaba a gusto en el bullir romano. Soñaba con la vuelta a Castilla, donde todo invitaba al recogimiento y a la oración. Esos caracteres tan distintos, y complementarios desde luego, pues en cualquier vida honesta se puede dar gloria a Dios, marcan también los diferentes estilos de cada uno.

 

Era frecuente en esa época tomar como base para la música religiosa melodías procedentes de la música profana. Fue famosa por ejemplo la canción L’HommeArmé, melodía favorita de Carlos I, sobre la que Cristóbal Morales compuso dos Misas e inspiró también a otros autores. Sin embargo, esta práctica no fue usada por Victoria, incluso antes de que la prohibiera el Concilio. Victoria solo escribió música propiamente religiosa, inspirándose en antífonas del canto gregoriano o en su propio genio creativo. La única excepción fue la Misa pro Victoria, que se compuso sobe la canción La Guerre, de Janequin, y dio origen a la Misa de batalla. Está compuesta a base de notas cortas y repetidas con aire de fanfarria, con un estilo concertante nada usual en Victoria. La dedicó a Felipe II.

 

Victoria rehuyó la vida placentera romana, y fue progresivamente sumergiéndose en la oración y contemplación que subyace en su obra. Señal de esa inmersión hacia el mundo interior es también que a partir de cierto momento deja de dedicar sus obras a personajes de la realeza o de la Curia, para dedicarlos a la Virgen o a la Santísima Trinidad. Se percibe que su intención es volcarse en la contemplación de lo divino, y así logra que también el oyente se sienta sumergido en ese mundo contemplativo.

 

Él mismo lo explica: “He procurado no ser del todo ingrato con Dios, de quien todos los bienes proceden, por esta gracia y beneficio de Dios que me ha concedido y que me inclina por cierto natural instinto a la música sagrada, no sin frutos por lo que oigo decir a otros…” El verdadero destinatario de sus obras es Dios.

 

En la misma línea escribe a Felipe II, cuando está a punto de regresar a España: “Ya desde el principio me propuse no fijarme en el solo deleite de los oídos y del ánimo, ni del contentarme con este conocimiento, antes bien, mirando más allá, resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros (…) ¿A qué mejor fin debe servir la música, sino a las sagradas alabanzas de aquel Dios inmortal de quien proceden el ritmo y el compás, y cuyas obras están dispuestas en forma tan portentosa que ostentan cierta armonía y cántico admirables?”

 

En la obra de Victoria no hay desnivel de calidad, y toda ella es de grado notablemente superior al de sus contemporáneos. Abundan los temas eucarísticos y marianos: Salve Regina, Alma Redemptoris Mater, Ave Regina. Quizá su máximo esplendor lo alcanza en los motetes de la Pasión. Hay un dramatismo realista, común a composiciones españolas de la época, que los distingue claramente del resto de escuelas europeas, motivado por la profunda y sincera religiosidad, y también por las circunstancias especiales de la situación política, económica y cultural, que dieron un sello propio y esplendoroso a la España del Siglo deOro, que abarca desde finales del siglo XV (1492, año del fin de la Reconquista y del descubrimiento de América) hasta mediados del siglo XVII.

 

Fue una época en la que alcanzaron excelencia todas las áreas del saber y la cultura en España. Fue mítico el prestigio de las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares. En la famosa Escuela de Salamanca tuvo su origen el Derecho de Gentes, precursor de los Derechos Humanos, basado en la ley natural e iluminado por la fe cristiana según la cual todos somos hijos de Dios y hermanos.

 

En la literatura surgen figuras inolvidables como Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca. En la mística, San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o fray Luis de León. Grandes fundadores y promotores del saber, como san Ignacio de Loyola. Pintores como Velázquez, José de Ribera o Ribalta. Escultores como Berruguete, arquitectos como Juan de Herrera… Y en esa pléyade irrepetible, brilla la música sacra de Tomás Luis de Vitoria.

 

Nuestros bachilleres deberían retomar el estudio del Siglo de Oro español. ¿Por qué se ha retirado de los planes de estudio, hasta el punto de que probablemente no ya los alumnos, sino muchos de sus profesores ni siquiera hayan oído hablar de que exista un Siglo de Oro español? Los prejuicios que lanzaron los enemigos políticos de España –y de la Iglesia católica, de la que España era un bastión- sin duda han llegado hasta nuestros días, tratando de ocultar con su basura los ricos manantiales de humanidad que fluyeron aquellos años en España. Y que aún están ahí, ofreciendo su saludable influencia. Resultan proféticas las palabras mencionadas de Victoria a Felipe II: “… resolví ser útil, dentro de lo posible, a los presentes y a los venideros.” Y vaya que lo ha sido y seguirá siendo.

 

El Siglo de Oro nos enseña cómo el ser humano, puesto en ambiente favorable ante la trascendencia, ante Dios,  es capaz de alcanzar las más altas cotas de ciencia y cultura, de verdad, bien y belleza. El influjo benéfico de la estela que levantaron aquellos hombres y mujeres españoles del siglo XVI sigue llegando hasta nosotros.

 

De ese benéfico influjo es testigo discreto este buen documental, que muestra que las creaciones musicales, cuando salen de personas que rezan, son capaces de penetrar los abismos celestiales y plasmarlos en melodías, que al ser escuchadas toman nuestra mente y nuestro corazón y los alzan de vuelta hacia las intimidades divinas.

 

Aunque de lo que es mejor testigo el documental Converso es de la acción del Espíritu Santo en la historia y en cada alma. Sigue soplando donde quiere y como quiere. Mayormente allí donde alguien implora su acción y busca sinceramente la verdad.