jueves, 5 de septiembre de 2019
Derecho a la información
domingo, 2 de febrero de 2014
Dios, la Iglesia y el mundo
Sobre Dios, la Iglesia y el Mundo. Fernando Ocáriz. Ed. Rialp
Monseñor Fernando Ocáriz (París,
1944) es profesor de Teología y consultor de diversos organismos de la Curia
Romana. Miembro de la Academia Pontificia de Teología, trabajó estrechamente
con Joseph Ratzinger. Desde enero de 2017 es Prelado
del Opus Dei.
Monseñor Fernando Ocáriz |
Este libro es el
resultado de una extensa y sugerente entrevista realizada por el
periodista Rafael Serrano, en la que responde con ponderación,
agudeza y rigor intelectual a cuestiones que preocupan a la opinión pública:
la defensa de los derechos humanos, relaciones entre la fe y la
razón, la libertad, el sentido del trabajo, la pobreza y la justicia social, la
crisis de la Iglesia, las vocaciones y la nueva evangelización, la prelatura
del Opus Dei, el ateísmo,…
Como indica el título del libro, son temas que afectan no sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil. Cada una tiene su ámbito propio, pero están esencialmente entrelazadas.
Anoto algunas de las ideas que me han parecido más relevantes.
Fe, ciencia y razón
A su condición de
teólogo Ocáriz añade la de físico, lo que da singular autoridad a sus
apreciaciones sobre las relaciones entre la
fe y la razón, entre la teología y las ciencias naturales. “La
teología está más próxima a las inquietudes humanas que la física de partículas”,
afirma, refiriéndose a quienes (con poco conocimiento de la naturaleza humana)
desprecian las cuestiones metafísicas y teológicas.
La física investiga
las propiedades de la materia y de la energía, pero el origen absoluto
de la realidad material está fuera de su alcance. La creación está
en otro nivel, al que sólo acceden la filosofía y la fe, cada una a su modo.
Pero los dos niveles comunican en la realidad misma y en la inteligencia del
creyente.
La creación es una
realidad actual y permanente, y no solo ni esencialmente un inicio temporal
absoluto. Ser criatura es la condición metafísica radical de todo lo que
existe, exceptuando a Dios. En las criaturas, existir es tener el ser
actualmente recibido del Ser absoluto que es Dios, con evolución o sin
ella.
La fe no sólo no se
opone a la razón, sino que exige una razón fuerte e incisiva. Así lo
afirma Juan Pablo II en Fides et ratio, n. 48: “Es
ilusorio pensar que la fe ante una razón débil tenga mayor incisividad: al
contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición”. Como
escribió San Agustín, “todo el que cree, piensa. Porque la fe,
si lo que se cree no se piensa, es nula”: punto muy importante que resalta
la necesidad de una formación doctrinal sólida.
El futuro del cristianismo
Muchos se preguntan
sobre el futuro del cristianismo en una Europa que sufre una profunda
crisis moral: “no soy profeta”, dice. Y añade: no es una excusa, sino
consecuencia de una verdad de fe: el resultado de la providencia divina y la
libertad humana no es previsible ni programable. Para el cristiano, el
porvenir no es objeto de adivinación, sino de esperanza.
En el centro de sus
respuestas está Jesucristo.
Ser cristiano, afirma, no consiste en suscribir una doctrina, sino en seguir a
una persona: a Jesucristo, que aparece en nuestra vida y nos pregunta como a
los Doce: “Y vosotros ¿quién decís que soy Yo?” Con nuestras obras hemos
de dar respuesta a esa pregunta que nos hace el mismo Jesús.
Más adelante insiste
en ese concepto esencial para entender el cristianismo: la Iglesia no es
primariamente una institución. La Iglesia es una Persona: Jesucristo,
presente entre nosotros, Dios que viene a la humanidad para salvarla,
llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia.
Jesucristo salva mediante su Cuerpo Místico,
que es la Iglesia, en la que hay una unión real y vital de la Cabeza (Cristo) y
sus miembros. Jesucristo salva especialmente mediante la predicación
del Evangelio y la celebración de los sacramentos.
La crisis de la Iglesia
No faltan las
preguntas acerca de la crisis sufrida por la Iglesia tras el Concilio
Vaticano II. Crisis ha habido a lo largo de toda la historia. La crisis,
afirma, no es mero retroceso, también viene acompañada de renovación.
Entre otros
factores, apunta un texto de Kierkegaard, a propósito de la
situación de los luteranos en Dinamarca en el siglo XIX: “los que tenían que
mandar se hicieron cobardes, y los que tenían que obedecer, insolentes. Así
sucede cuando la mansedumbre toma el lugar del rigor”. Es un diagnóstico que
hace pensar, afirma, aunque el rigor deba ir acompañado siempre de la
mansedumbre.
La existencia de Dios
Respecto al ateísmo,
una verdad llena de sentido común: la existencia de Dios no
depende de que uno la acepte o no. El diálogo sobre la existencia de Dios
se corta muchas veces antes de entrar en materia, por el apriori falso de que
la inteligencia humana no es capaz de conocer realidades que no son empíricas.
Pero la neurociencia y la biología se van abriendo cada vez con más frecuencia
a las preguntas sobre realidades no empíricas.
La “demostración” más
decisiva de la existencia de Dios es la verdad histórica de la Resurrección de
Jesucristo. Por eso lo más
importante es mostrar a Jesucristo muerto y resucitado. Presentar
la verdadera imagen de Jesucristo es lo más motivador para
animar a profundizar en la fe cristiana.
Derechos humanos
Ninguna prueba
empírica nos muestra por qué el hombre tiene derechos inalienables; al
revés, la afirmación de los derechos humanos está por encima y regula
la actividad científica. Sin reconocer valores absolutos –y en último
término a Dios- no tiene sentido ni siquiera el concepto de derechos humanos.
El mismo Derecho no sería sino “un aspecto decorativo del poder”, según la
afirmación de Marx.
Marx decía que
hay que hacer desaparecer el ateísmo negativo (que se ve necesitado de Dios
para negarlo y afirmar al hombre) para dar paso al ateísmo positivo, que haga
desaparecer la pregunta misma sobre la existencia de Dios. Pero la
pregunta sobre el sentido último de la existencia no es nunca totalmente
eludible, y es implícitamente la pregunta sobre Dios.
Es posible plantear la
fe en ambientes ajenos a la Iglesia, no tanto apoyándonos en el atractivo
de la fe, sino en algunas de sus atractivas consecuencias:
-la entrega
de tantos cristianos que, por su fe, prestan un servicio heroico a los más
necesitados;
-la vida ordinaria y
también heroica de padres y madres de familia cristiana;
-la vida y aportaciones de
grandes científicos profundamente creyentes.
Y un apunte que tiene
su retranca: fue Voltaire quien dijo con bastante lógica: “prefiero
que mi barbero sea creyente, porque me da cierta seguridad de que no me
degollará”.
Libertad religiosa
Explica las contradicciones a que llevan concepciones equívocas de la libertad. Sin verdad moral, sin norma, la libertad se vuelve autodestructiva del hombre y de la convivencia. Por ejemplo, hoy el concepto de discriminación se amplía cada vez más, hasta llegar a límites confusos, y entonces prohibir la discriminación puede transformarse en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa.
Como afirmó el
cardenal Ratzinger, muy pronto no se podrá afirmar que la
homosexualidad constituye un desorden objetivo de la estructuración de la
existencia humana. Es un ejemplo de cómo se está intentando imponer la dictadura
del relativismo.
Ratzinger afirma
que si un Estado no reconoce valores absolutos previos (como sucede en
los Estados ateos) no durará mucho como Estado de Derecho. El
“prudente relativismo”, que se presenta como necesario para respetar mejor las
diferencias, lleva en sí mismo la inclinación hacia la dictadura, donde la
verdad la establece el poder.
Niega que haya habido
contradicción teórico-doctrinal en los diversos pronunciamientos del Magisterio
de la Iglesia acerca de la libertad religiosa, aunque es cierto que han
sido distintas las consecuencias prácticas socio-políticas tras los diversos pronunciamientos.
El Magisterio
anterior condenó una concepción de libertad que se entendía como ausencia
de obligación de buscar la verdad en materia religiosa. El Vaticano
II ha defendido la libertad religiosa entendida como derecho civil que no debe
ser impedido por el Estado. Con la misma palabra (libertad) se alude a
realidades distintas.
Plaza de San Pedro, Roma. Canonización de san Josemaría Escrivá
Llamada universal a la santidad y
filiación divina
Sobre la llamada universal a la santidad, enseñada por el fundador del Opus Dei, proclamada por el concilio Vaticano II… pero ignorada por muchos aún, hace una afirmación que invita a la reflexión: la existencia de muchedumbres que ignoran la llamada a la santidad no desmiente la universalidad de esa llamada, sino que indica cómo nos llega: “¿cómo la conocerán, si nadie se la enseña?” decía san Pablo (Romanos 10, 13).
Esa realidad nos
invita a los cristianos a ser más apostólicos, imitando también en esto a Jesucristo,
que nos busca uno a uno y nos descubre el sentido de la existencia.
Dedica un detenido y bello
comentario a la
filiación divina. Nuestra condición de hijos de Dios es
un rasgo característico de la espiritualidad del Opus Dei, que como enseñó san
Josemaría hunde sus raíces en el Evangelio. Ya
san Pablo escribió que la finalidad misma de la Encarnación del Hijo de Dios ha
sido nuestra adopción filial: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer (…) para redimirnos (…) a fin de que
recibiésemos la adopción de hijos” (Gal 4, 4-5).
Esa realidad fundamental de
nuestra vida tiene importantes consecuencias: todo en la vida del
cristiano ha de estar caracterizado por su condición de hijo de Dios:
-la oración
debe ser un diálogo filial, lleno de amor, sencillez, confianza y sinceridad;
-el trabajo
podemos realizarlo con segura conciencia de estar trabajando en las cosas de
nuestro Padre: “todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, y Cristo de
Dios “ (I Cor, 22).
-en los demás
vemos a hermanos;
-el afán
apostólico es participación del amor de Dios por los hombres, hijos suyos;
-la conversión
es la vuelta a la casa del Padre, como relata admirablemente la parábola del
hijo pródigo, en la que se nos dice que Dos no se cansa de esperarnos;
-sabernos hijos
nos da una gran libertad de espíritu, la libertad de los hijos de Dios; no
vivimos atemorizados, sino esponjados en el sentimiento de sabernos hijos
queridos;
-nos da
profunda alegría y optimismo, propios de la esperanza;
-la condición de
hijos nos hace amar al mundo, que salió bueno de las manos de Dios y nos lo ha
dado en herencia;
-quien se sabe
hijo de Dios afronta la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el
bien y vencer el pecado.
Doctrina social de la Iglesia y
participación en la vida pública
Algunos
consideran la doctrina social como
una teoría inoperante, que se queda en el terreno de los principios. Sin
embargo los principios básicos que enseña la Iglesia constituyen un
impulso vital para actuar bien: solidaridad, subsidiariedad,
participación en la vida pública,… y todo un conjunto de valores que merecen
protección (la vida, la familia, el matrimonio, la educación de los hijos, el
trabajo, la organización política, el medio ambiente, la paz
internacional…)
Son principios
generales, que no lesionan la necesaria autonomía de cada cristiano para buscar
soluciones concretas codo con codo con el resto de conciudadanos. Soluciones
que serán diferentes en cada época y lugar.
Lo que es
claro, y a veces se olvida, es que sin hombres justos no funcionan con justicia
las estructuras, por buenas que sean.
¿Merece la pena
animar a personas rectas y competentes a meterse en política, dado el
desprestigio de los políticos y los numerosos casos de corrupción? Todas las
actividades han de estar vivificadas por el espíritu de Cristo, y por eso los
cristianos no pueden ausentarse de la vida pública. Ocáriz comenta un pasaje de
una de las homilías más conocidas de san Josemaría, Amar al
mundo apasionadamente.
El fundador del
Opus Dei explica que un católico dedicado a la política no debe pretender
que representa a la Iglesia, ni que sus opiniones sean las únicas “soluciones
católicas”.
Pero es
evidente la necesidad de la presencia en la vida pública de cristianos
coherentes (hombres justos): profesionalmente bien preparados, con
espíritu de servicio, dispuestos a ganar menos dinero, a tener menos prestigio
y a complicarse más la vida que en otras profesiones, dispuestos a emplearse en
cultivar su imagen aunque no les guste, y a recibir ataques personales… Y que
además no pretendan representar a la Iglesia, que se responsabilicen
personalmente de sus ideas y decisiones, y no se sirvan de la Iglesia
mezclándola en luchas partidistas.
**
Se trata de un
libro de gran interés, porque invita a la reflexión y permite entender mejor
cuestiones de actualidad, de la mano de
un intelectual notable y riguroso.
sábado, 2 de marzo de 2013
Verdad, valores, poder. Joseph Ratzinger
Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad
pluralista. Joseph Ratzinger. Ed. Rialp
Verdad,
valores, poder, son piedras de toque que nos permiten calibrar la calidad de
una sociedad pluralista. Este libro recoge tres ensayos del cardenal
Joseph Ratzinger sobre cuestiones tan esenciales.
Con
la nitidez y hondura características de su pensamiento, el futuro papa
Benedicto XVI reflexiona sobre el problema al que se enfrenta una sociedad, que
intenta construirse en torno a la democracia, cuando
pierde una
referencia clara acerca de los valores que debe promover, y considera la verdad
un concepto meramente subjetivo. Conceptos fundamentales como conciencia y
culpa se difuminan. En esa sociedad la persona está en riesgo de perder su
libertad.
Las democracias que no se apoyan en un mínimo de valores, no expuestos al arbitraje de mayorías cambiantes, degeneran en tiranías. Las democracias occidentales corren ese riesgo, porque buscan en vano un fundamento en el pantanoso terreno del relativismo, y desprecian el firme apoyo de los valores cristianos sobre los que crecieron.
En La
Democracia en América, Tocqueville escribe que en América era posible un orden de libertades,
una libertad vivida en común, precisamente porque era una sociedad en la que
seguía viva la conciencia moral fundamental alimentada por el cristianismo. Pero
sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir
efecto.
La
historia del siglo XX, afirma Ratzinger, ha demostrado dramáticamente
que la mayoría es manipulable y fácil de seducir, y que la libertad
puede ser destruida en nombre precisamente de la libertad. La mayoría no puede
ser fuente del derecho ni lo único decisivo en democracia. Es indiscutible que
la mayoría no es infalible, y que sus errores no afectan sólo a asuntos
periféricos, sino a bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad
y los derechos del hombre. Ni la esencia de los derechos humanos ni
la de la libertad es evidente siempre para la mayoría. Si la mayoría siempre
tiene la razón, el derecho tendrá que ser pisoteado.
Ratzinger analiza el comentario de Hans Kelsen, maestro del positivismo jurídico, a la pregunta de Pilatos a Jesús: ¿Qué es la verdad? Kelsen dice que la pregunta ya contenía la respuesta: la verdad es inalcanzable. Por eso Pilatos no espera la respuesta: se dirige a la multitud y les dice: ¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos? Es decir: somete la cuestión (sobre qué es la verdad) a la voluntad popular y deja que sea el pueblo quien decida.
Actuando
así, Pilato se comporta como el “perfecto demócrata”: confía
el problema de designar lo que es verdadero y justo a la opinión de la mayoría.
“El hecho de que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo
e inocente no parece inquietar a Kelsen. No hay otra verdad
que la de la mayoría”.
La
democracia, en el ámbito anglosajón, se apoyaba en un consenso fundamental
cristiano. Pero a partir de Rouseau (siglo XVIII) comenzó a
dirigirse contra la tradición cristiana. Lo democrático será desde
entonces un concepto que se entiende en oposición al cristianismo e incorpora
los dogmas masónicos del progreso necesario, el optimismo
antropológico, la divinización del individuo y el olvido de la persona. Por
eso Ratzinger recuerda que es misión de la Iglesia, y de cada cristiano,
hacer que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin
la que no es posible la libertad común.
Ratzinger
resalta el valor de la conciencia, que en su primer estrato
contiene el recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero,
insertado por Dios en nosotros. Es una tendencia ontológica del ser creado
por Dios a promover lo conveniente a Dios. Ahí radica el derecho de la
actividad misionera de la Iglesia: aunque lo ignoren, todos esperan
secretamente el Evangelio, la Noticia del Amor de Dios a los hombres.
En
ese recuerdo primordial radica también el que nadie debe obrar
contra su conciencia. Aunque sea errónea, no es culpa nunca seguir la
convicción alcanzada, pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar las protestas que proceden de lo
íntimo de nuestro ser. Hitler y Stalin obraron
convencidos, pero son culpables.
Debemos seguir el veredicto evidente de
la conciencia. Pero eso no significa que la conciencia sea infalible, pues
sería tanto como afirmar que la verdad no existe, y todo sería subjetividad. Y
por tanto tampoco existiría libertad.
Ratzinger observa que la falsa idea de que es más libre quien no está cargado con las exigencias de la fe ha paralizado la actividad evangelizadora de la Iglesia en los últimos decenios. Es el pensamiento de que la falsedad y el alejamiento de la verdad podrían aportar una vida más cómoda que la de quien afirma que existe la verdad. ¿No habría que liberar al hombre de la verdad, que lo ata y no lo hace más libre? ¿No es mejor dejar a los hombres sin fe, para no atarles?
“Quien
ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a
los demás a seguirla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena
conciencia.”
Esa cierta aversión “casi traumática” a
lo que llaman catolicismo preconciliar quizá procede de una fe soportada como
una carga. Parecen decir que la conciencia errónea protege al hombre de las
exigencias de la verdad.
Pero en realidad “la conciencia es la
ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sostiene y
nos sustenta a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de
responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento.”
Newman
decía que la conciencia es la presencia clara e imperiosa de la voz de la
verdad en el sujeto. Es la anulación de la mera subjetividad en la tangencia en
que entran en contacto la intimidad del hombre y la verdad de Dios.
Acallar
esa voz, para permanecer en un convencimiento subjetivo, no exculpa al hombre: Hitler
y sus SS actuaron con convencimiento subjetivo, con la seguridad y falta de
escrúpulos que se derivan de él.
Distinguir la verdadera voz de la conciencia
Un hombre de conciencia es el que no
compra tolerancia, éxito, bienestar, reputación y aprobación públicas
renunciando a la verdad.
¿Cómo
distinguir la verdadera voz de la conciencia? Hay dos señales claras: que esa
voz no coincida con los deseos y gustos propios, y que no coincida con lo
aparentemente más beneficioso o llevadero para la sociedad, con el consenso de
grupo, o con las exigencias del poder político o social.
No
se puede comprar el progreso y el bienestar traicionando la verdad reconocida.
Hoy el concepto de verdad ha sido abandonado y sustituido por el de progreso.
El progreso “es” la verdad. Pero es así precisamente como se destruye el
progreso, pues al separarse de la verdad pierde la dirección, y tanto puede ser
progreso como retroceso.
En el hombre existe la presencia
inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito
en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad en el
fondo de su ser. No verla es culpa. Solo se deja de ver cuando no se la quiere
ver.
El error, la conciencia errónea, sólo son
cómodos en un primer momento. Enseguida, tarde o temprano, sobreviene la
deshumanización. En el telón de acero, el sistema marxista era un sistema de engaño,
y produjo embotamiento del sentido moral y una sociedad inhumana. La verdadera
culpa es la supresión de la verdad que precede a la conciencia errónea, que
deja al hombre en una falsa seguridad y en un desierto inhóspito.
Por eso el sentimiento de culpa es
necesario, porque rompe la falsa tranquilidad de la conciencia. Es una señal
tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, que nos permite conocer la
alteración de las funciones vitales normales. Quien no es capaz de sentir culpa
está espiritualmente enfermo. El
enmudecimiento de la culpa es una enfermedad de alma más peligrosa que la culpa
reconocida como culpa: no hay más que pensar en los crímenes contra la
humanidad perpetrados por gentes sin escrúpulos de conciencia en los lager y gulags comunistas o en los campos de exterminio nazis.
No acallar la conciencia es lo que nos
salva. En Lc 18, 9-14 vemos a Jesús que puede obrar en el pecador que se
reconoce culpable porque no se oculta tras su conciencia errónea. Jesús sin
embargo no puede actuar en el fariseo que no siente la necesidad de perdón ni
de conversión. Es precisamente el grito de la conciencia que llega al publicano
lo que le hace capaz de alcanzar la verdad y el amor salvador.
El peligro de perder el sentido de culpa
nos acecha a todos, y debemos rezar con el salmo: “¿Quién será capaz de
reconocer los deslices? Límpiame de los que se me ocultan” (Ps 19, 13). El
hombre que no examina su conciencia corre peligro de adormecer ese sentimiento
de culpa, sin el que no es posible acceder al perdón.
Y
este es el reto y la responsabilidad al que se enfrenta el cristiano: conducir
de nuevo a la humanidad hacia el reconocimiento de los valores morales eternos:
desarrollar de nuevo el oído casi extinguido para escuchar el consejo de Dios
que habla al corazón de cada persona.