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viernes, 24 de junio de 2016

Vértigo y El cielo de Siberia. Eugenia Ginzburg





    Estos dos libros contienen el apasionante relato autobiográfico de la escritora y profesora rusa Eugenia Ginzburg (1904-1977). Miembro del Partido comunista ruso, sufrió una de las sangrientas depuraciones de Stalin y fue deportada a Siberia tras una parodia de juicio. Sobrevivió tras 18 años bajo las crueldades del Gulag soviético. Fue rehabilitada en 1955. 




    Sobrecoge la narración de las experiencias vividas en las cárceles por las que pasó, los trabajos forzados en los lager, la infamia de los personajes crueles a los que estuvo sometida, y también el sufrimiento impotente de muchos miles de inocentes como ella. Es un relato sereno, que busca la objetividad, casi todavía incrédulo ante lo que contemplaron sus ojos y sufrieron sus carnes y su alma. Pero un relato sincero, de algo tan indeleblemente grabado en su memoria que no debe sorprender que recuerde con tanto detalle.






    Mujer de pensamiento cultivado, aunque atrapada en los rígidos dogmas del marxismo, la evidencia de tanta contradicción en los principios marxistas, y la maldad de un sistema en el que antes creía, quiebran los cimientos de sus ideas y su forma de entender la vida. Con la viveza y el sereno rigor de una profesora, va describiendo las diversas etapas de su evolución intelectual y moral en esos años.



Mujeres y niños en un lager soviético



    El bien siempre está presente en el mundo, incluso donde el mal sobreabunda. Eugenia es testigo de hechos que le golpean, como el de ver morir por su fe a un grupo de admirables religiosas, condenadas a morir en un lago helado por negarse a trabajar en domingo, porque es el día que debe dedicarse a  honrar a Dios, y a pesar de que se comprometían a compensar trabajando más el resto de la semana.   En el relato del martirio se percibe el impacto de ese ejemplo de coherencia y valentía en la conciencia de Eugenia


    Sumergida en ese mundo de odio y terror, intuye también la importancia del perdón que enseña el Evangelio,  y sobre todo la necesidad de pedir perdón a quienes equivocada e injustamente hemos hecho daño. Quien no es capaz de pedir perdón se prepara para seguir cometiendo injusticias. Sorprendida, descubre que el horror nos sitúa ante la íntima necesidad de entonar, nosotros también, el "mea culpa" por nuestras malas acciones y por el bien que hemos dejado de hacer a sabiendasEs significativo cómo siente surgir ese sentimiento dentro de sí misma en el lager de Belichié 

    "Ví cómo se alzaba de pronto, en medio de aquel abismo de barbarie moral, el grito de Mea máxima culpa!, y cómo este grito devolvía al hombre el derecho de llamarse hombre. Y comprobé así que la necesidad de arrepentirse y de confesarse es, realmente, una constante del alma humana.

    Se me podrá objetar que es más frecuente encontrar hombres que proclaman a gritos su inocencia, descargando las propias culpas sobre la época, sobre el prójimo, sobre su juventud e inexperiencia. Y es verdad. Pero estoy casi segura de que los que se proclaman inocentes a gritos lo hacen precisamente para acallar la voz interior, suave e implacable, que les recuerda continuamente su responsabilidad personal... 

    En todo corazón late un mea culpa, y sólo hay que saber cuándo prestará oído el hombre a esas dos palabras que resuenan en lo más hondo de su ser.

    Durante las noches de insomnio se oyen muy claramente. Esas noches de insomnio en las que, como dice, Puskhin, todos "releemos la vida con horror", y nos estremecemos, y maldecimos. En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y en las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. De uno u otro modo. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa..."


    Al cabo de años de sufrimientos en el Gulag, pierde toda esperanza de salir de allí con vida. Vive con el convencimiento de que Stalin no perdonaría nunca a quienes había hecho tanto daño; que ninguno de los deportados podría salir nunca de aquel engranaje de castigo, porque debía ser muy duro para el tirano reconocer las tremendas injusticias cometidas, y admitir que vivieran en libertad los miles y miles de hombres y mujeres inocentes cuyas vidas rompió tan despiadadamente.


    Descubrirá también, en medio de tanta maldad, que existe la bondad, y se le aparece en la persona de un prisionero católico, médico, con el que más tarde se casaría. Exiliada a Europa, se convirtió al catolicismo y falleció en 1977.





sábado, 2 de marzo de 2013

Verdad, valores, poder. Joseph Ratzinger




Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista. Joseph Ratzinger. Ed. Rialp


Verdad, valores, poder, son piedras de toque que nos permiten calibrar la calidad de una sociedad pluralista. Este libro recoge tres ensayos del cardenal Joseph Ratzinger sobre cuestiones tan esenciales.


Con la nitidez y hondura características de su pensamiento, el futuro papa Benedicto XVI reflexiona sobre el problema al que se enfrenta una sociedad, que intenta construirse en torno a la democracia, cuando pierde una referencia clara acerca de los valores que debe promover, y considera la verdad un concepto meramente subjetivo. Conceptos fundamentales como conciencia y culpa se difuminan. En esa sociedad la persona está en riesgo de perder su libertad.


Las democracias que no se apoyan en un mínimo de valores, no expuestos al arbitraje de mayorías cambiantes, degeneran en tiranías. Las democracias occidentales corren ese riesgo, porque buscan en vano un fundamento en el pantanoso terreno del relativismo, y desprecian el firme apoyo de los valores cristianos sobre los que crecieron. 


    En La Democracia en América,
 Tocqueville escribe que en América era posible un orden de libertades, una libertad vivida en común, precisamente porque era una sociedad en la que seguía viva la conciencia moral fundamental alimentada por el cristianismo. Pero sin convicciones morales comunes las instituciones no pueden durar ni surtir efecto.


    La historia del siglo XX, afirma Ratzinger, ha demostrado dramáticamente que la mayoría es manipulable y fácil de seducir, y que la libertad puede ser destruida en nombre precisamente de la libertad. La mayoría no puede ser fuente del derecho ni lo único decisivo en democracia. Es indiscutible que la mayoría no es infalible, y que sus errores no afectan sólo a asuntos periféricos, sino a bienes fundamentales que dejan sin garantía la dignidad y los derechos del hombre. Ni la esencia de los derechos humanos ni la de la libertad es evidente siempre para la mayoría. Si la mayoría siempre tiene la razón, el derecho tendrá que ser pisoteado. 


  Ratzinger analiza el comentario de Hans Kelsen, maestro del positivismo jurídico, a la pregunta de Pilatos a Jesús: ¿Qué es la verdad? Kelsen dice que la pregunta ya contenía la respuesta: la verdad es inalcanzable. Por eso Pilatos no espera la respuesta: se dirige a la multitud y les dice: ¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos? Es decir: somete la cuestión (sobre qué es la verdad) a la voluntad popular y deja que sea el pueblo quien decida. 


   Actuando así, Pilato se comporta como el “perfecto demócrata”: confía el problema de designar lo que es verdadero y justo a la opinión de la mayoría. “El hecho de que en el caso de Jesús fuera condenado un hombre justo e inocente no parece inquietar a Kelsen. No hay otra verdad que la de la mayoría”.

       La democracia, en el ámbito anglosajón, se apoyaba en un consenso fundamental cristiano. Pero a partir de Rouseau (siglo XVIII) comenzó a dirigirse contra la tradición cristiana. Lo democrático será desde entonces un concepto que se entiende en oposición al cristianismo e incorpora los dogmas masónicos del progreso necesario, el optimismo antropológico, la divinización del individuo y el olvido de la persona. Por eso Ratzinger recuerda que es misión de la Iglesia, y de cada cristiano, hacer que surja con fuerza renovada aquella evidencia de los valores sin la que no es posible la libertad común.


       Ratzinger resalta el valor de la conciencia, que en su primer estrato contiene el recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero, insertado por Dios en nosotros. Es una tendencia ontológica del ser creado por Dios a promover lo conveniente a Dios. Ahí radica el derecho de la actividad misionera de la Iglesia: aunque lo ignoren, todos esperan secretamente el Evangelio, la Noticia del Amor de Dios a los hombres

        En ese recuerdo primordial radica también el que nadie debe obrar contra su conciencia. Aunque sea errónea, no es culpa nunca seguir la convicción alcanzada, pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar las protestas que proceden de lo íntimo de nuestro ser. Hitler y Stalin obraron convencidos, pero son culpables.

 

 Debemos seguir el veredicto evidente de la conciencia. Pero eso no significa que la conciencia sea infalible, pues sería tanto como afirmar que la verdad no existe, y todo sería subjetividad. Y por tanto tampoco existiría libertad.

 

 Ratzinger observa que la falsa idea de que es más libre quien no está cargado con las exigencias de la fe ha paralizado la actividad evangelizadora de la Iglesia en los últimos decenios. Es el pensamiento de que la falsedad y el alejamiento de la verdad podrían aportar una vida más cómoda que la de quien afirma que existe la verdad. ¿No habría que liberar al hombre de la verdad, que lo ata y no  lo hace más libre? ¿No es mejor dejar a los hombres sin fe, para no atarles? 


“Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a seguirla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia.”

 

Esa cierta aversión “casi traumática” a lo que llaman catolicismo preconciliar quizá procede de una fe soportada como una carga. Parecen decir que la conciencia errónea protege al hombre de las exigencias de la verdad.

 

Pero en realidad “la conciencia es la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sostiene y nos sustenta a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento.”

 

Newman decía que la conciencia es la presencia clara e imperiosa de la voz de la verdad en el sujeto. Es la anulación de la mera subjetividad en la tangencia en que entran en contacto la intimidad del hombre y la verdad de Dios.

 

Acallar esa voz, para permanecer en un convencimiento subjetivo, no exculpa al hombre: Hitler y sus SS actuaron con convencimiento subjetivo, con la seguridad y falta de escrúpulos que se derivan de él.


Distinguir la verdadera voz de la conciencia

 

Un hombre de conciencia es el que no compra tolerancia, éxito, bienestar, reputación y aprobación públicas renunciando a la verdad.

 

¿Cómo distinguir la verdadera voz de la conciencia? Hay dos señales claras: que esa voz no coincida con los deseos y gustos propios, y que no coincida con lo aparentemente más beneficioso o llevadero para la sociedad, con el consenso de grupo, o con las exigencias del poder político o social.

 

No se puede comprar el progreso y el bienestar traicionando la verdad reconocida. Hoy el concepto de verdad ha sido abandonado y sustituido por el de progreso. El progreso “es” la verdad. Pero es así precisamente como se destruye el progreso, pues al separarse de la verdad pierde la dirección, y tanto puede ser progreso como retroceso.

 

En el hombre existe la presencia inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito en la revelación de la Historia Sagrada. El hombre puede ver la verdad en el fondo de su ser. No verla es culpa. Solo se deja de ver cuando no se la quiere ver.

 

 El error, la conciencia errónea, sólo son cómodos en un primer momento. Enseguida, tarde o temprano, sobreviene la deshumanización. En el telón de acero, el sistema marxista era un sistema de engaño, y produjo embotamiento del sentido moral y una sociedad inhumana. La verdadera culpa es la supresión de la verdad que precede a la conciencia errónea, que deja al hombre en una falsa seguridad y en un desierto inhóspito.

 

 Por eso el sentimiento de culpa es necesario, porque rompe la falsa tranquilidad de la conciencia. Es una señal tan necesaria para el hombre como el dolor corporal, que nos permite conocer la alteración de las funciones vitales normales. Quien no es capaz de sentir culpa está espiritualmente enfermo. El enmudecimiento de la culpa es una enfermedad de alma más peligrosa que la culpa reconocida como culpa: no hay más que pensar en los crímenes contra la humanidad perpetrados por gentes sin escrúpulos de conciencia en los lager y gulags comunistas o en los campos de exterminio nazis.

 

 No acallar la conciencia es lo que nos salva. En Lc 18, 9-14 vemos a Jesús que puede obrar en el pecador que se reconoce culpable porque no se oculta tras su conciencia errónea. Jesús sin embargo no puede actuar en el fariseo que no siente la necesidad de perdón ni de conversión. Es precisamente el grito de la conciencia que llega al publicano lo que le hace capaz de alcanzar la verdad y el amor salvador.

 

 El peligro de perder el sentido de culpa nos acecha a todos, y debemos rezar con el salmo: “¿Quién será capaz de reconocer los deslices? Límpiame de los que se me ocultan” (Ps 19, 13). El hombre que no examina su conciencia corre peligro de adormecer ese sentimiento de culpa, sin el que no es posible acceder al perdón.

 

Y este es el reto y la responsabilidad al que se enfrenta el cristiano: conducir de nuevo a la humanidad hacia el reconocimiento de los valores morales eternos: desarrollar de nuevo el oído casi extinguido para escuchar el consejo de Dios que habla al corazón de cada persona.