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viernes, 18 de diciembre de 2020

Felicidad

 




Consejos para una vida feliz

Meses después de desatada la pandemia, nos viene bien analizar su efecto en nuestra salud psicológica y en nuestra felicidad. ¿Somos ahora más o menos felices que hace apenas un año, cuando comenzaron los confinamientos? ¿Qué cambios ha provocado en nuestra conducta, en nuestro carácter, en nuestro estilo de vida la pandemia y todo lo que ha provocado?  

Es importante, si queremos ser felices, descubrir el camino para afrontar saludablemente lo que la vida nos depara, entrenar nuestra capacidad de respuesta para que sea adecuada a los desafíos del momento. 

Los problemas están para resolverlos, sin dejar que dañen el meollo de nuestra personalidad y su rumbo hacia lo mejor. Porque si los afrontamos bien, pueden ayudarnos a crecer como personas.  

 

Crecerse ante las dificultades

Quizá lo primero que se constata es que la pandemia nos ha brindado la oportunidad de crecer en fortaleza. Si en la vida no hubiera dificultades seríamos endebles, frágiles, como se hace blandengue el niño al que todo se lo dan resuelto sus padres.

La fortaleza, el ánimo para afrontar las dificultades de la vida, crece cuando no nos arrugamos ante los contratiempos, y hacemos de la necesidad virtud, mirando de frente los obstáculos de la vida. 

Tenemos esa capacidad de crecernos, a pesar de que algún sistema educativo parece querer erradicarlo.  Porque hay ideologías que buscan una sociedad ignorante y débil, que respalde la gestión de gobernantes que resuelvan su vida sin tener que trabajar, pudiendo hacerlo.

Sin embargo, crecerse es fuente de felicidad. La satisfacción del deber cumplido acompaña siempre al esfuerzo que supone afrontar  una dificultad. Arrugarse, paralizarse ante el peligro, deja siempre un fondo de tristeza, de remordimiento por las cosas no hechas por falta de atrevimiento.

 

Controlar los miedos

Cuando aún seguimos sin ver el final del túnel, hemos de examinar cómo hemos controlado los miedos: al contagio, a perder la salud, a correr el riesgo de salir en ayuda de quien nos necesitaba, incluso el miedo a salir de casa…

Una cosa es la prudencia, virtud necesaria que consiste en poner los medios adecuados para alcanzar lo bueno; y otra la cobardía, que nos retrae de intentar alcanzar lo bueno por temores paralizantes o injustificados.

La cobardía nace del egoísmo y siempre acarrea infelicidad. Además la cobardía nunca es prudencia, sino todo lo contrario: la cobardía puede convertir nuestras acciones u omisiones en actos verdaderamente imprudentes, porque nos dañan y dañan a los demás.


 

Apreciar las pequeñas cosas que hacen la vida amable

Esta crisis, con sus restricciones, confinamientos y cuarentenas, nos ha puesto en evidencia la precariedad de nuestra salud y lo pasajera de la vida. Como si de una guerra se tratara.

Pero también nos ha hecho descubrir la importancia de pequeñas cosas que teníamos y no valorábamos: los paseos con los amigos, las cercanas relaciones familiares, los almuerzos compartidos, las risas en la cafetería, el ambiente de camaradería jovial que nos hacía disfrutar en el trabajo…

Esas pequeñas cosas daban luz y relieve a nuestra vida, y eran fuente de felicidad. Una fuente inadvertida. Vivíamos rodeados de cosas buenas, y no nos dábamos cuenta de que eran un regalo. Ahora las añoramos, pero hemos aprendido a valorarlas.  

 

Pensar en las cosas buenas que tenemos

Debemos aprender a pensar en las cosas positivas que tenemos. También las que aún ahora, cuando pervive el virus entre nosotros, no hemos perdido: la amistad, la convivencia familiar, querer y sentirse querido y acompañado, aunque sea en la distancia, el trabajo que si se busca no falta, las buenas lecturas que reconfortan... Tantas cosas buenas que aún podemos disfrutar, que son muchas más de las que hemos perdido.

Nos conviene hablar más de las pequeñas cosas buenas que nos suceden cada día. No darlas por supuesto, porque son cosas buenas y bellas, y considerar la bondad y la belleza nos hace mejores y más felices: la llamada de un amigo, el paseo al aire libre con la familia, la satisfacción de una tarea profesional bien acabada…  

Hay que detenerse a contemplarlas y saborearlas. Porque ojos que no ven, corazón que no siente. Si logramos que esas cosas positivas sean nuestro tema de conversación preponderante, seremos  un bálsamo para nuestras familias y amistades.

           


Ejercitar el optimismo

Las personas felices son optimistas. Hay que ejercitar el optimismo, que consiste en buena parte en detenerse a pensar en las cosas positivas y no en las negativas. El que piensa constantemente en las cosas negativas se encierra en un círculo vicioso negativo, que acaba siendo oprimente para uno mismo y para los seres cercanos.

Si me han dado un “no”, o sencillamente he experimentado algún tipo de fracaso, darle vueltas y obsesionarme con el “no” o el fracaso nos convertirá en personas negativas. Es el momento de idear nuevas formas de resolver la cuestión, y de pensar en todos los “síes” que ese mismo día he recibido: el sí del nuevo día que ha amanecido para mí; el sí de mis seres queridos que siguen ahí; el sí de la salud o de la posibilidad de recuperarla; el sí de mi misión en la vida… 

El sí, en definitiva, de mi capacidad de dar sentido positivo a todo, incluso a lo que podría parecer negativo, porque podemos darle la vuelta. Eso lo tenemos más fácil quienes sabemos que somos hijos de Dios, que es Padre que nos quiere con locura. 

Cuando algo sale mal, hay que recordar aquel castizo dicho que solía recomendar san Josemaría: “Donde una puerta se cierra, otra se abre.” Y también aquella palabra confiada de Abraham: "Dios proveerá". Y seguir adelante con buen ánimo.



Controlar la memoria y la imaginación

Nos conviene ejercitar a diario nuestra psicología, tanto como ejercitamos los músculos haciendo deporte. Tener una psicología sana y fuerte requiere entrenarnos en desechar con rapidez las percepciones negativas de la realidad, porque nos cargan de negatividad, pesimismo y angustia.

Hay que saber controlar la memoria y la imaginación, para no obsesionarnos con el coronavirus, o con acontecimientos negativos. Por supuesto hemos de estar informados y compartir noticias de interés, siempre que sean fiables, pero no puede ser el COVID y la situación sanitaria el único tema de conversación, ni debe reclamar más de lo necesario nuestra atención cualquier noticia triste.

Ojo, por ejemplo, a la búsqueda compulsiva de “últimas horas del coronavirus”. Hay otros muchos temas importantes para nuestra vida.



                       


Buenas amigos, buenas lecturas, buenas películas

       Hay que saber conectar con personas inspiradoras, esas que transmiten felicidad y son ejemplo de buen hacer. Fijarnos en sus hábitos, los lugares que frecuentan, su estilo de vida… Y extraer conclusiones para construir un ideal de vida propio con el que soñar, que cada día habremos de tejer poco a poco.

La pandemia ha sido un tiempo (y aún lo puede ser unos meses más) muy propicio para cultivar la afición a las buenas lecturas, y también a las buenas películas: esas que dejan poso, transmiten optimismo y nos hacen disfrutar.

Leer lo que han escrito los mejores nos hace mejores personas. Hay que frecuentar a esos grandes autores que han sabido mostrar lo mejor de lo que es capaz el ser humano, y enseñan con arte a distinguir entre el bien y el mal, el amor y el egoísmo.

Hay mucho bueno donde elegir, y no hay tiempo para leerlo todo. Por eso es importante saber escoger, y optar por los que más valor han aportado a la humanidad. Hay muy buenos elencos de lecturas recomendables, que ayudan a comprender el mundo que vivimos y tienen una concepción de la persona acorde con su dignidad.

Entre los libros también hay “mucho malo”, que deberemos mantener lejos si no queremos que nos emponzoñe la mente y la psique. Algunos escritores son tristemente famosos por el rastro de angustia, desesperanza, pesimismo o vicio que han dejado con sus obras. No pocas veces han sido reflejo de su propia triste vida. Hemos de saber eludirlos para que nuestra navegación en la vida sea saludable. No podemos permitir que nadie intoxique los ideales que nos hemos trazado.

 

Llevar las riendas de nuestra interioridad: eres lo que contemplas

Una persona feliz conduce el protagonismo de su propio interior, no lo deja en manos de impactos del exterior. Lo que nos llega de fuera no debe perturbar nuestra intimidad, nuestras prioridades. Sólo hemos de dejar que modulen nuestra respuesta: si es nocivo, no detenernos en su contemplación, porque lo que miramos y escuchamos influye en nuestra intimidad, y si es nocivo envenena y afea la personalidad.

Somos lo que contemplamos. Sería penoso quedarse aprisionado en una consideración exhaustiva de cosas tristes o negativas, o indignas de nuestra humanidad. Eso nos cargaría de negatividad tóxica.


Pensar en uno mismo, para dar sentido a nuestra vida

Puede parecer egoísmo, pero hay que saber dedicar un tiempo diario a “no hacer nada”. El activismo es una enfermedad que nos impide pensar. Hemos perdido la capacidad de reflexionar, de tomar distancia de lo que nos rodea para mirarlo con perspectiva y dar sentido a nuestra actividad, tan frenética y desnortada a veces.

Necesitamos espacios y momentos de reflexión serena, de diálogo con uno mismo, para conocernos, entendernos, aclarar el sentido de nuestra conducta y ver si está siendo la adecuada.

Solemos dedicar tiempo a pensar en nuestras actividades, pero no a pensar en nosotros mismos. Quizá porque nos asusta lo que podamos descubrir: planteamientos egoístas, insolidarios, victimistas, autocompasivos, cobardes.

El activismo, el no saber estarse quieto, a solas con uno mismo, a veces esconde el miedo a conocerse, a descubrir nuestros defectos. Y actuamos como las cucarachas, que corren a esconderse cuando se enciende la luz: prefieren la oscuridad. Muchos se esconden en un activismo oscuro, porque impide ver el sentido de su vida. Y una vida sin sentido no puede ser feliz.

Es necesario pararse a pensar para poseer nuestra intimidad: saber quién soy, de dónde vengo, qué estoy llamado a hacer en la vida, qué deseo hacer, qué espero de mis seres queridos y que están esperando ellos de mí, qué valores me mueven y si son acordes con mi dignidad como persona, qué bien aporto a mi familia y a la sociedad en la que me muevo, que me apenaría no haber hecho si muero mañana.

Se trata de dejar de hacer cosas para pensar en por qué y cómo las hacemos. Es un diálogo con uno mismo que permite que nos entendamos, y también que nos comprendamos, poniendo en esa reflexión la cabeza y el corazón. Y siendo sinceros con nosotros mismos si constatamos que no nos entendemos y estamos necesitando que nos ayuden. Todos necesitamos esa ayuda externa de un buen amigo y consejero. Al fin y al cabo, somos seres sociales, necesitamos unos de otros.

Pensar en uno mismo no consiste en un ejercicio de autocompasión, ni de egoísmo, ni de victimismo. Es todo lo contrario: se trata de saber quién soy, conocer mis valores y mis limitaciones, y así poseerme. Sólo quien se posee tiene capacidad de darse, de amar y de ser amado. Sólo poseyéndonos seremos verdaderamente los protagonistas de la fantástica película en que podemos convertir nuestra vida.

                                      

 

El secreto de la felicidad es amar

       Tomás de Aquino, que era sabio y divertido, decía que la felicidad sólo se alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios, que es Amor y el sumo bien, es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo que el hombre disfruta imperfecta y esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.

Todo el camino de la vida feliz se hace amando, porque estamos hechos para amar, a imagen de Dios que es Amor. La Felicidad con mayúscula, la que no pasará ya nunca, es para los que cada día recorren el camino hacia ella amando a los que tiene cerca y lejos, y así son ya felices ahora y hacen felices a los que tienen cerca. Odiar, que es lo contrario de amar, es una tenebrosa fuente de amarga infelicidad, en la tierra, y lo que es peor, en el más allá.

El hecho mismo de estar en camino es ya fuente diaria de felicidad. Pararse, rendirse, es fuente de abatimiento y tristeza. A veces nos quedamos parados porque nos cansamos de amar. Y nos cansamos porque confundimos el amor con el placer momentáneo, y eso no es amor, sino un sentimiento que nace del egoísmo y por eso tiene un recorrido de felicidad tan vulgar y efímero.

Amar es darse sin cansancio, aunque no haya retorno. Amar es ofrecer amor aun a riesgo de rechazo. Ese amor incondicional y vulnerable, que se ofrece aun sin saber si será correspondido, es la auténtica fuente de felicidad.

Dios mismo nos ha enseñado, al hacerse uno de nosotros, hasta qué punto el Amor es capaz de mostrarse vulnerable. Ahí está, en Belén y en la Cruz y en la Eucaristía, esperando nuestra respuesta. Llamando a nuestra puerta. Y nosotros tantas veces “mañana te abriremos", respondemos.

A participar de ese Estilo de Amor estamos llamados todos. Lo alcanzaremos con un ejercicio diario que nos aleje de la vulgaridad y busque la excelencia del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.  

Ahí está “la fonte que mana y corre” felicidad.