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sábado, 25 de febrero de 2023

El espíritu de La Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado


 


El espíritu de la Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado. Edición coordinada por Fernando Fernández Rodríguez. Unión Editorial. 1995


    Profesores, alumnos y amigos del profesor Vicente Rodríguez Casado (1918-1990) aportan en esta obra un sorprendente testimonio sobre la huella que este gran humanista dejó en sus vidas, gracias a sus iniciativas culturales y su dinámica manera de entender la vida cultural y universitaria, en la España de los años 40 a 70 del siglo XX.

    Rodríguez Casado, catedrático de Historia en las universidades de Sevilla y Madrid, fue promotor e impulsor de numerosos Ateneos y fundaciones culturales.  Este libro se centra especialmente en una de sus iniciativas más queridas: la Universidad Hispanoamericana de Santa María de La Rábida, de la que fue fundador y rector. Hizo de ella un potente foco de libertad, cultura y convivencia, por el que pasaron varios miles de jóvenes estudiantes de toda España y de otros países de la América hispana.

    Junto a testimonios de gran calado intelectual, como el de los profesores Jesús Arellano y Miguel Chavarría, el libro recoge otros muchos – hasta ciento setenta - que muestran el alcance y la variedad de puntos de vista de quienes compartieron esa iniciativa durante sus treinta años de existencia.

    He tomado nota de algunas de las ideas expresadas en los testimonios, que componen un mosaico en el que se aprecia el peculiar espíritu, plural y abierto, al que se refiere el título del libro, que se publicó en 1995, 5 años después de la muerte de su protagonista, como homenaje a su buen hacer y testimonio para la historia universitaria española.

    La actividad intelectual y humana que despliega Rodríguez Casado está inspirada en sus convicciones cristianas, fortalecidas por su vocación al Opus Dei. Ese sentido cristiano que inspira su quehacer hace que junto a él y en su entorno la convivencia sea sencilla, confiada y estimulante, porque está basada en el respeto a la personalidad de cada uno y en la afirmación de la individualidad personal. Para un cristiano, cada persona es hija de Dios, al margen de sus ideas, y por tanto merecedora de respeto, atención y cuidado. Eso se traduce en la práctica diaria en la delicadeza de trato mutuo, y un estilo de convivencia en que se fomenta la libertad de ser, pensar y expresarse de cada cual: las distintas formas de pensar no separan, sino enriquecen.

    Entusiasmo, fortaleza y optimismo son otros rasgos en la acción de Rodríguez Casado. Como otros muchos jóvenes de la época, había sufrido la crueldad de la guerra: en 1936 tuvo que refugiarse junto con su padre en la embajada de Noruega en Madrid, de la que salió en 1938 para alistarse en el ejército republicano y, una vez en el frente, intentar pasar al bando nacional. Lo logró, coincidiendo providencialmente en la aventura con Álvaro del Portillo. Duras historias similares forjaron el ánimo de miles de jóvenes que, como él, al terminar la guerra, se veían ante la gran tarea de reconstruir el país y la convivencia entre españoles.

    Ese espíritu que imprimió a su quehacer -positivo, abierto, cálido y acogedor- se percibe tanto en las clases como en el resto de actividades de la universidad: conferencias, ciclos de diálogos y tertulias culturales, conciertos musicales, planes deportivos y lúdicos. Y suponía un descubrimiento luminoso para los estudiantes y jóvenes licenciados que pasaban por la universidad unas semanas o meses de verano. Un descubrimiento muchas veces decisivo para el enfoque de su vida personal: porque iluminaba una posible vocación profesional, orientaba hacia un estilo de trabajo más riguroso, o abría los ojos a la belleza de un compromiso existencial con los valores trascendentes. Muchos descubrieron allí que, como en toda actividad humana, también en el trabajo intelectual es necesario poner el corazón, para dar a la existencia un sentido social que va más allá de lo que pide la justicia.

    La vida estudiantil, resaltan como factor común los testimonios, resultaba alegre y desenfadada, pero a la vez seria, porque se percibía el valor enriquecedor de lo que recibían y construían entre todos. El rector, presente en todas las actividades que le resultaba posible –que eran la mayoría- conseguía con su gran humanidad que la convivencia fuera siempre festiva, hasta en los aspectos más serios.

    El carácter multidisciplinar de los asistentes y de las actividades complementaba los saberes parciales de cada uno, y abría horizontes de interpretación científica y vital. Todos aprendían de los demás, y los conocimientos adquirían una dimensión más universal, descubriendo quizá por primera vez el sentido genuino de la universidad como ámbito donde se comparten los saberes.

    Allí recibían a numerosos profesores invitados, a los que sólo se les exigía que respetaran la libertad de pensar de los demás. Esa actitud contrastaba fuertemente, resalta uno de los testimonios, con “cierto paletismo ideológico actual”, que tacha los hechos que no entiende y desfigura el pasado inmediato, por ejemplo, al no querer reconocer la existencia de un respeto al pluralismo como el que había en España aquellos años en ámbitos como la universidad de La Rábida.

    Historiadores, periodistas, filósofos, científicos, poetas, pintores… se comunicaban en La Rábida de forma abierta y libre, desde sus diversas ideologías y culturas. Se percibía que el amor a la libertad y al trabajo universitario reinaban en el ambiente, puesto que son valores que emanan con naturalidad del sentido cristiano de la vida.

    Uno de los testimonios, al describir ese ambiente de libertad que se respiraba en La Rábida, refiere que, desde la perspectiva actual, en la España de Franco de los años 50 había más libertad de la que algunos políticos e ideólogos quieren dar a entender. “Los únicos que no tenían libertad eran los políticos, que además sólo carecían de libertad política, es decir, de la libertad de organizar partidos. Salvo eso, en lo demás eran libres. Y la mayoría de la gente no sentía la necesidad de tener partidos políticos para vivir libremente.”

    Rodríguez Casado buscaba en sus múltiples iniciativas de cultura (Cofradías de pescadores, Ateneos populares, universidades de verano…) la formación de la juventud, tanto intelectual como obrera, pero también la formación de personas adultas, de manera que mejorara su capacidad de juzgar con sentido crítico y constructivo los acontecimientos a todos los niveles: tanto individual y familiar, como social y político.

    La formación que buscaba era humanista, arraigada en lo mejor de lo clásico y abierta a todos los avances de la cultura y la ciencia, para fortalecer la capacidad crítica y de discernimiento con una formación personal bien asentada. Esa formación, que capacita para interpretar los acontecimientos y las personas, era para él la mejor arma para garantizar la libertad, pues inmuniza frente a dictámenes coercitivos o manipulaciones y demagogias políticas de cualquier signo (estatales, ideológicas o de partido).

    Sus consejos estaban llenos de sabiduría, eran estimulantes y animaban a superar las dificultades con realismo: “Que los desengaños nunca lleguen a amargar el fondo del alma, aunque sean muchos y dolorosos.” Y siempre resaltaba la libertad, también a los que asumen tareas de gobierno: “Mandar es distribuir responsabilidades, y que cada responsable tome y asuma decisiones con espíritu de libertad.”

    Uno de sus temas preferidos era la Historia de España. Entre sus publicaciones más conocidas está precisamente Conversaciones de Historia de España. Cuando se dirigía a los jóvenes, buscaba siempre hablarles con ideas y palabras esenciales, que desde la verdad del pasado les sirvieran para la vida del presente (“lo demás les aburre, por no interesarles o no entenderlo.”) Los jóvenes necesitan que se les hable de ideales nobles y grandes, de confianza en su capacidad de trabajar para construir un mundo mejor y más justo. “España sigue teniendo en nuestros tiempos una misión universal que cumplir, misión que le reclama el reforzamiento y sobreelevación de su vitalidad interior en todos los terrenos: económico, social, político, espiritual y religioso.” Con sus clases, los alumnos ampliaban su visión de la historia, haciéndola más universal (“menos pueblerina”) y más abierta a la situación internacional del momento.




    Rodríguez Casado desprendía una gran fe en la acción de la Providencia, Dios vivo y operante en la historia humana: como diría más tarde Benedicto XVI, Dios actúa en la historia a través de personas que le escuchan. Y Rodríguez Casado era un hombre de oración.

   Se refería a la virtud cristiana de la Esperanza como la capacidad y resolución humano-divinas de hacer realidad, en el progresivo presente y en el futuro a la mano, el bien, la verdad y la belleza, que subsisten vivas en los pueblos y culturas de la tierra, y especialmente en los pueblos hispánicos que llenan América, que por eso fue llamado por Pablo VI en 1968 como el Continente de la Esperanza.

    Esa esperanza brillaba en su forma alegre y abierta de entender la vida y la muerte: “la vida no se pierde, sino que se cambia. La muerte es mudarse a una manera de vivir eterna.” La plenitud de la esperanza, decía, emerge a veces lentamente, pero emerge siempre y es ya real en nuestro presente.  Por eso Rodríguez Casado no era un “optimista” en el sentido superficial y simplón, sino un “ocupante”: no le gustaba ver el lado “preocupante” de las situaciones y proyectos: simplemente se ocupaba en resolverlos, uno detrás de otro, sin desánimos.

    Muchos destacan su entrañable y desbordante humanidad, que armonizaba con un físico ciertamente voluminoso. Tenía una gran capacidad de amistad, que le hacía sentirse íntimo y como en su casa por donde pasara. No creaba distancias desde su eminencia intelectual y su rango, al contrario: hasta los más jóvenes se sentían sus amigos. Esa cercanía amistosa con estudiantes y colegas resultaba aún más penetrante y formadora que su propia actividad docente. Como resalta uno, tenía el don de decir lo más difícil y hondo con lenguaje juvenil, pero además el trato personal y la convivencia directa con él te llenaba de ideales de vida y de trabajo, te estimulaba en el deseo de formarte bien para servir mejor a la sociedad.

    Cuantos evocan La Rábida identifican ese peculiar espíritu: sana humanidad, abierta libertad, actitud universalista, afán creador, resolución hacia ideales de acción y de trabajo. Sin duda allí, como en tantas otras iniciativas similares que surgieron en la España de aquellos años, se forjaron los valores de cientos y miles de jóvenes que, con el tiempo, con su trabajo y buen hacer, hicieron posible el milagro español

 

Relacionados:

Un diplomático en el Madrid rojo. (Memorias de la guerra civil escritas por el cónsul noruego Féliz Schlayer, en cuya embajada estuvo refugiado Vicente Rodríguez Casado junto a su padre).

El espíritu de la juventud. (Impacto juvenil de Camino, el libro más conocido de san Josemaría Escrivá de Balaguer).

Álvaro del Portillo

Benedicto XVI

Qué es el Opus Dei 

Libertad en materia política en el Opus Dei



 

 

 

 

 

 

jueves, 18 de marzo de 2021

El cardenal Herranz recuerda a san Josemaría y san Juan Pablo II

 



En las afueras de Jericó. Recuerdos de los años con san Josemaría y san Juan Pablo II.

Julián Herranz. Ed. Rialp

 

El cardenal Julián Herranz nació en Baena (Córdoba) en 1930, se licenció en Medicina, y desde 1953 se formó en Roma junto al fundador del Opus Dei. Después de realizar los estudios teológicos, en 1955 recibió la ordenación sacerdotal y pasó a formar parte del clero de la prelatura. Durante más de veinte años colaboró con san Josemaría Escrivá en la sede central del Opus Dei.

 

Doctorado en Derecho Canónico, en 1960 fue llamado para trabajar al servicio de la Santa Sede. Intervino en el Concilio Vaticano II como experto para la reforma legislativa de la Iglesia. Ha colaborado con todos los papas desde san Juan XXIII hasta Francisco. Desde 1994 fue Presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y de la Comisión disciplinar de la Curia romana.

 

El cardenal Herranz ha tenido el privilegio poco común de conocer y tratar a seis grandes papas, tres de ellos canonizados y otro, Juan Pablo I, declarado Venerable por Francisco. De ellos, trató con especial intensidad a san Juan Pablo II, a quien conoció ya desde los trabajos conciliares del Vaticano II y fue quien le hizo cardenal. Conoce de cerca las enormes dificultades que pesan sobre los hombros del Obispo de Roma, y cómo han vivido todos ellos entregados a su ministerio, guiados por el deseo de servir fielmente a la Iglesia.

 

Ese mismo deseo lo vio hecho vida en san Josemaría, de quien aprendió a manifestar “con obras y de verdad” el amor a la Iglesia. Por eso, como señala en el prólogo, más que un libro autobiográfico, esta obra es “un testimonio de gratitud hacia dos hombres santos –san Josemaría y san Juan Pablo II- cuya cercanía espiritual me ha proporcionado luz y fuerza para contemplar serenamente las vicisitudes narradas.

  

En sus recuerdos nos ofrece un emocionado y lúcido repaso a las experiencias vividas en esos intensos años de historia de la Iglesia, y a sus encuentros con sus principales protagonistas, junto a los que sin duda el mismo Herranz ha tenido también un papel significativo. Testigo tanto de la intensa vida de la Iglesia como del desarrollo apostólico del Opus Dei, sus puntuales recuerdos dan luz sobre sucesos de la vida eclesiástica en torno a los que existían versiones controvertidas.

 

En el libro destacan a mi juicio tres aspectos. El primero, el sentido sobrenatural con que enfoca situaciones que se prestarían a interpretaciones demasiado humanas. Herranz tiene la conciencia clara de que es el Espíritu Santo quien rige los destinos de la Iglesia. Ese sentido sobrenatural le lleva a salvar las intenciones de las personas y pasar por encima de diferencias de criterio de unos y otros: toda mirada humana es limitada, y una misma realidad a unos les puede parecer cóncava y a otros convexa, según la posición desde la que observen. El sentido sobrenatural lleva a Herranz a aplicar la máxima de san Agustín: “En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo caridad.”

 

  El segundo aspecto destacable pienso que es su discreción, la ausencia de protagonismo, propia de quien intenta hacer suyo el lema de “servir al Señor en su Iglesia sin hacer ruido.” Herranz deja caer la frase del poeta francés Paul Verlaine: “Dadme el silencio y el amor al misterio.” Esa ausencia de afán de protagonismo, tan relacionada con la humildad, se percibe en una contenida narración de los sucesos, que –siendo precisa y transparente- no va más allá de lo que estima prudente para el bien de las personas. Mantiene lejos el funesto morbo presente en algunas desinformaciones sobre la vida de la Iglesia, que tanto engaño produce en quienes lo dejan crecer en su apreciación de la realidad.   

 

Y un tercer aspecto es el alma de poeta del autor. El cardenal Herranz es aficionado al montañismo, y en la contemplación de los grandes paisajes naturales encuentra inspiración para su actitud ante la vida. Esa alma de poeta, que se recrea en la contemplación, aflora también en muchos pasajes de sus recuerdos, que se convierten en sutiles invitaciones a la contemplación de la belleza en cuanto nos rodea, porque ese es el camino para elevar la mente y el espíritu a la Belleza Suprema: “De la belleza de Dios deriva toda belleza creada: se ha de contemplar y amar la belleza de los cuerpos, del arte, de la música, de la poesía, de la naturaleza, pero también y sobre todo la belleza eterna de Dios.”

 

Otro de sus libros, Atajos de silencio, está inspirado en sus paseos por el monte y lo ha dedicado expresamente al valor de la contemplación. Cuando nos detenemos sorprendidos en la contemplación de un paisaje nos estamos preparando también para elevar el espíritu a la contemplación de Dios. Porque Dios se nos manifiesta de mil modos: en una bella puesta de sol, en un gesto de bondad, en una sonrisa agradecida…

 

Del mismo modo, Dios se nos manifiesta singularmente en la vida de los santos: “Cum Maria contemplemur Cristi vultum! En los santos, Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro (Lumen Gentium, 50).”

 

Por eso los recuerdos de Herranz se detienen sobre todo en los dos personajes que más huella han dejado en su vida: san Josemaría y san Juan Pablo II. Es consciente de que Dios le pedirá cuenta del privilegio de haber tratado con tan estrecha cercanía a dos personas en cuyas vidas era posible reconocer el rostro amable del Padre. 

 

Herranz aporta significativas reflexiones al hilo de acontecimientos y anécdotas. Así, cuando constata el gran problema de la cultura actual, la ausencia de Dios, recuerda lo aprendido de san Josemaría: “Vivir como si Dios no existiese es una subcultura paganizante: hay un quid divinum escondido en las situaciones más comunes, que cada uno debe descubrir, mantener y enseñar.”

 

No podemos vivir como si no hubiese sucedido la portentosa Encarnación del Hijo de Dios: “La irrupción de Dios hecho hombre en el tiempo y en el espacio ha partido en dos la historia de lo creado: “Et Verbum caro factum est, et habitabit in nobis”. Esa asombrosa inserción del eterno en lo temporal puede dinamizar, hasta santificarla por completo, mi propia vida: eso es lo que san Josemaría nos hace comprender.”

 

Reflexiona también sobre la enseñanza del fundador del Opus Dei acerca del espíritu de santificación del trabajo, que ve providencial para el mundo actual y el futuro de la construcción social: “Santificar el trabajo, santificarse en él y santificar con él a los demás, es el medio con el que el hombre será capaz de plasmar en la faz de la tierra su rostro espiritual.”

 

Es significativo el comentario que san Juan Pablo II hizo a Herranz cuando le nombró Presidente de su Consejo Legislativo: “Yo espero que usted trabaje con el espíritu de Escrivá.”

 

        El título del libro -En las afueras de Jericó- evoca la curación del ciego Bartimeo por Jesús (Mc, 10, 46-52). “¡Señor, que vea!”. Un pasaje muchas veces predicado por san Josemaría, que lo empleaba en su diálogo personal con Dios: “Señor, que yo vea lo que Tú quieres de mí!”

 

Sin duda Herranz ha hecho suya también muchas veces esa plegaria, pidiendo ver en el ajetreado y a veces oscuro marco de tiempo que abarca el libro: “Luces y sombras, momentos opacos de ceguera humana y otros radiantes, iluminados por la presencia y la palabra de Cristo. Como aquel día en las afueras de Jericó.”

 

Jesús a veces parece que no oye, y además muchos intentan acallar la voz del que reza “¡Cállate, no des voces…!” Pero Bartimeo insiste con más energía… y Jesús realiza el milagro: “Ve, tu fe te ha salvado.” Y lo primero que vio fue “el rostro sonriente de Jesús”.

 

Quizá esa sea una buena conclusión para el lector: más allá de sabrosas anécdotas, más allá de claroscuros eclesiales, te queda la íntima convicción de que Dios rige los destinos de su Iglesia y del mundo, y siempre envía personas santas, dispuestas a escucharle y hacer su Voluntad en la tierra.



viernes, 12 de marzo de 2021

Hasta la última gota



Pedro Casciaro. Hasta la última gota. Ed. Rialp. Rafael Fiol

 

Pedro Casciaro fue uno de los primeros jóvenes que siguieron a san Josemaría en el Opus Dei. Formado junto a él en los durísimos años de la guerra civil y postguerra española, le ayudó en la puesta en marcha de la primera obra corporativa en Madrid y en la primera expansión del Opus Dei. Fue el primer director de la Residencia Universitaria Samaniego, de Valencia. Ordenado sacerdote en 1946, en 1948 marchó a México, para iniciar el trabajo apostólico de la Obra, extendiendo entre todo tipo de personas el mensaje de la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria. 

 

Un ejemplo cercano

 

En este sugerente libro, Rafael Fiol, que trabajó muchos años junto a Casciaro en México, nos narra algunos de los hitos de su vida, pero sobre todo ahonda en su personalidad, tratando de encontrar la raíz de su generosa respuesta a la llamada de Dios. Su vida, asegura, fue un esfuerzo continuo por identificarse con la Voluntad de Dios, desde el primer momento de su entrega en el Opus Dei. 


El relato, repleto de sucesos y anécdotas entrañables, recoge también testimonios de numerosas personas que trataron con Casciaro. Nos va dibujando el temple humano y sobrenatural de una personalidad rica y singular, que lucha para superar sus defectos y se va forjando bajo la orientación sabia y santa de san Josemaría.

 

La narración nos permite contemplar un ejemplo cercano de fe y audacia, y también de optimismo y buen humor, con la humildad propia de quien no se considera importante y por eso sabe reírse de sí mismo. Casciaro destacaba desde la adolescencia por su espíritu de iniciativa, sabía asumir responsabilidades y tenía dotes de gobierno, al parecer heredados especialmente de su abuelo. Dejó escrito en el guión de una clase sobre el gobierno: “La capacidad de decisión está íntimamente unida con el espíritu de sacrificio, porque escoger –con conciencia- significa renunciar.” 

 

Amar a Jesucristo con obras y de verdad

 

Vemos también a un hombre dispuesto a hacer locuras para llevar a Jesucristo a todos los rincones del mundo, emprendiendo proyectos que con ojos humanos parecerían imprudentes.

 

Es significativa la anécdota con don Marcelino Olaechea, que fue arzobispo de Valencia y gran amigo de san Josemaría. Casciaro le acompaña en el acto en que el papa san Pablo VI inaugura un Centro de Formación para la Juventud Trabajadora en Roma, que el Opus Dei puso en marcha en unos momentos en que todavía eran muy pocos los miembros de la Obra en Italia: “¡Estáis locos!... –le dice al oído con cariño el arzobispo- estáis locos, pero de Amor de Dios, como vuestro fundador, que os ha pegado a todos su locura divina.


san Pablo VI y san Josemaría, el día de la inauguración del Centro ELIS en Roma

 

Esa locura le llevará a iniciativas semejantes en México, como la puesta en marcha, sin recursos humanos, de varios centros de formación para mujeres y hombres del campo aprovechando las ruinas de Montefalco, una antigua finca incendiada y abandonada durante la revolución mexicana.

 

Venciendo todo tipo de dificultades, Montefalco se convirtió pronto en un foco de progreso humano y cristiano, que ha logrado una transformación notable en la calidad de vida de toda la comarca. Como ésta, muchas otras iniciativas apostólicas en tierras mexicanas se deben a su impulso lleno de fe y valentía.

 

Finura de espíritu

 

Fiol destaca un rasgo atractivo de la personalidad de Casciaro: la finura de espíritu, “una actitud moral que consiste esencialmente en la atención al otro. Esta cualidad perfecciona el espíritu humano, haciéndolo cada vez más delicado. Efectivamente, la persona fina no solo es moralmente recta, sino que capta, percibe con delicadeza, los detalles. Pedro tenía esta virtud, porque se volcaba en una atención activa a los demás. Y sin duda el trato con Dios deja finura en el alma.”

 

Aprendió de san Josemaría a formar a las personas que tenía al lado. “Tenía la virtud de sacar el lado positivo y las virtudes de las personas que colaboraban con él.” La conciencia de su responsabilidad para transmitir el espíritu que había aprendido del fundador le llevaba a corregir con prontitud y firmeza, pero “decía las cosas con un entrañable estilo de afecto y fino humor. Sabía crear a su alrededor un clima de paz, de tranquilidad, de alegría, de buen humor, de espontaneidad, de cariño, de afabilidad, de educación, de altura humana y sobrenatural, que hacía la convivencia muy grata, y que transmitía a todos entusiasmo por la Obra y la labor apostólica.

 

Una personalidad liberal e independiente

 

Pedro Casciaro había nacido en Murcia en 1915, donde hizo sus primeros estudios. A los 10 años su padre obtuvo la plaza de catedrático de instituto en Albacete, y se trasladó allí con su familia. En 1931, con 16 años, se trasladó a Madrid para estudiar Matemáticas y Arquitectura: una orientación profesional que cuadraba muy bien con sus talentos y aficiones: tenía fina sensibilidad artística y genio creativo. Era además muy independiente, y había sido educado por sus padres con planteamientos liberales y una superficial formación religiosa.

 

En enero de 1935 conoció a san Josemaría, joven sacerdote de 33 años. Ese encuentro transformó su vida: le cautivaron su trato sencillo y cordial, su cultura y su sincera piedad. Al acabar la conversación le salió espontáneo pedirle que fuera su director espiritual, a pesar de que nunca lo había tenido ni sabía muy bien en qué consistía. En noviembre de ese mismo año pidió ser admitido en el Opus Dei. Toda su vida, el desarrollo de su rica personalidad –en lo humano y en lo sobrenatural- estaría marcada desde ese momento por la huella que dejó en su alma joven el trato estrecho con el fundador.

 

Al estallar la guerra civil española Pedro se encontraba pasando unos días con sus abuelos en la finca que poseían en Torrevieja. Su padre, concejal republicano, fue encarcelado en Albacete por los sublevados, pero al ser conquistada la ciudad por tropas republicanas fue liberado y nombrado presidente del Frente Popular de la provincia. Hombre recto, intentó detener la tremenda represión que se desató contra la Iglesia, y logró salvar varias vidas de sacerdotes y religiosas. Salvó también de la destrucción numerosas obras de arte religiosas, entre otras la imagen de la Patrona de Albacete, la Virgen de los Llanos.

 

Destinado a Valencia para servir al ejército republicano, el joven Casciaro desertó para unirse a san Josemaría y otros miembros de la Obra en su huida hacia la libertad a través de los Pirineos. Una aventura fascinante, en la que se jugó la vida con una desenvoltura y valentía solo explicables por la ayuda del cielo.


En Andorra junto al fundador tras lograr pasar a Francia en busca de la libertad


Mente y corazón universales 


Casciaro se sintió ya protagonista de una aventura sobrenatural, incluso antes de haber solicitado ser de la Obra. Contaba que durante los días de vacaciones en Torrevieja “la semilla de la universalidad [de la Obra] ya estaba germinando, porque recuerdo que contemplaba con rara nostalgia los vapores que zarpaban del puerto, cargados de sal y con rumbo a países para mí desconocidos. Al mismo tiempo me preguntaba cómo llegarían a ser compatibles las exigencias de la familia y de mi futura profesión con el deseo de participar de alguna manera en la expansión de aquella inquietud apostólica, que las conversaciones con el Padre habían sembrado en mi alma (...).

En cuanto a la expansión del Opus Dei, no reflexioné entonces demasiado. Era algo que formaba parte de la fe que sentía en las palabras del Padre. Quizá consideraba al principio esa expansión geográfica como una serie de realizaciones lejanas que apenas llegaría a ver en mi vida. Y sin embargo, ya entonces el Padre nos decía: «Soñad y os quedaréis cortos». La realidad se encargó de hacerme ver que, a pesar de haber sido bastante soñador en mi juventud, mis sueños se quedaron verdaderamente cortos.” Con ese título -Soñad y os quedaréis cortos- Casciaro publicó un apasionante libro de memorias.


don Pedro Casciaro en México

Guadalupano

 

Parte del secreto de Casciaro para afrontar con valentía y magnanimidad retos y dificultades de todo tipo está sin duda en su devoción a la Virgen, siguiendo la huella de san Josemaría. Se aplicaba como dichas para sí las palabras de la Guadalupana al indio Juan Diego: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿Acaso no estás bajo mi sombra y amparo? ¿No soy tu salud? (…) ¿Qué has menester?”

 

Del trato filial y confiado con Dios y con la Virgen sacó las fuerzas para entregarse generosamente a Él y al prójimo, “hasta la última gota.”



 

miércoles, 24 de febrero de 2021

La primera expansión del Opus Dei

 



Posguerra. La primera expansión del Opus Dei durante los años 1939 y 1940

 

El historiador Onésimo Díaz analiza en este libro el desarrollo de la Obra fundada por san Josemaría Escrivá en los meses que sucedieron al final de la guerra civil española.

 

En abril de 1939 el Opus Dei lo formaban 14 hombres muy jóvenes y 2 mujeres recién incorporadas. El único inmueble del que disponían para realizar su labor apostólica al comienzo de la guerra, la Academia DYA, en Madrid, había quedado toralmente destruido por los bombardeos y saqueos durante la contienda.

 

Onésimo Díaz, que es investigador del Centro de Documentación y Estudios JosemaríaEscrivá de Balaguer, ha tenido acceso para su trabajo a valiosa documentación, tanto la que se conserva en el Archivo General de la Prelatura (diarios de los primeros centros del Opus Dei, abundante correspondencia de aquellos jóvenes con el fundador y entre sí, relatos de conversaciones y correspondencia con autoridades eclesiásticas, etc.) como la del Archivo de la Universidad de Navarra, el Archivo General de la Administración y el del Palacio Real, entre otros fondos.

 

Con ese abundante material, el conjunto resulta una panorámica minuciosa y de gran detalle que nos permite asistir, casi a tiempo real, al desarrollo en las diferentes ciudades a las que acudían el fundador y aquellos jóvenes primeros que le secundaban con gran entusiasmo y no pocas dificultades: Valencia, Barcelona, Valladolid, Bilbao…


Se describen no sólo los detalles de la puesta en marcha de las actividades, sino también los pasos previos que tuvieron que dar y el motivo de que se comenzara concretamente en esas ciudades, que tenían en común ser sedes universitarias.

 

Onésimo Díaz ofrece también una contextualización de los hechos, en el marco de la situación que se vivía en esos inquietantes momentos de la posguerra en España y la Guerra Mundial en Europa.

 

Sorprende el esfuerzo agotador que debieron emplear el fundador y sus jóvenes seguidores (Álvaro del Portillo, Pedro Casciaro, Francisco Botella,…)  teniendo en cuenta las dificultades para viajar, la escasez económica y que la mayor parte de ellos no habían terminado todavía sus estudios universitarios y además seguían movilizados en unidades militares.

 

A lo largo del libro van apareciendo nombres de jóvenes que comenzaron a frecuentar las actividades de formación cristiana que se organizaban: así, en el capítulo dedicado a Valencia vemos los pasos de Rafael Calvo Serer, que había solicitado la admisión en el Opus Dei en 1936, Amadeo de Fuenmayor, José Manuel Casas Torres, Florencio Sánchez Bella, José Orlandis,…

 

Se narra también la intervención de amigos eclesiásticos del fundador, como Antonio Rodilla, Eladio España, Antonio Justo Elmida (rector del Colegio Mayor Juan de Ribera de Burjasot) o el obispo auxiliar de Valencia monseñor Francisco Javier Lauzurica, gran amigo del fundador desde que se conocieron en el seminario de Logroño, y con quien ya habían hablado en 1935 para comenzar cuanto antes en Valencia: sin duda su presencia fue determinante para que Valencia fuese la primera fuera de Madrid.

 

Se refleja también, gracias a las anotaciones que se conservan tanto en los diarios como en la abundante correspondencia, detalles del contenido de los medios de formación, y consideraciones sobre el espíritu y el mensaje del Opus Dei que escuchaban directamente del fundador.

 

Se percibe la sorpresa con que aquellos jóvenes escuchaban un mensaje que precisamente por estar enraizado en el Evangelio les sonaba a nuevo: la llamada a santificar el estudio y el trabajo profesional y todas las actividades de la vida ordinaria.

 

No se trataba de saber cosas, sino de vivirlas. Por eso el contenido de las actividades formativas era eminentemente práctico. Por ejemplo, en los Círculos de San Rafael, en el que se glosaba el Evangelio del día y se comentaba algún aspecto de la vida cristiana, el momento más importante era el del examen personal, unas preguntas redactadas por el fundador a las que cada uno debía responder en silencio en su interior.

 

Uno de aquellos jóvenes, Alfonso Balcells, a propósito de la predicación de san Josemaría en unos ejercicios espirituales a los que acababa de asistir, anota sorprendido que eran “ejercicios de vida, y no de muerte”. En contraste con lo que era habitual en aquellos tiempos, se fomentaba la alegría y la actitud optimista propia de los hijos de Dios, el amor más que el temor de Dios, la santificación de las actividades temporales, y no sólo el pensamiento del más allá.

 

En Valencia, la primera ciudad fuera de Madrid a la que extendió su trabajo apostólico, el Opus Dei cuajó con fuerza, y pronto hubo que buscar un lugar más amplio donde organizar las actividades de formación.  Se cambió un minúsculo entresuelo en la calle Samaniego, El Cubil, por una sede más amplia en la misma calle, que dio origen a la residencia de estudiantes Samaniego, que pocos años después se convertiría en el colegio mayor universitario de la Alameda.


San Josemaría y el beato Álvaro del Portillo
en los Viveros Municipales de Valencia
Octubre de 1939


Sorprende la fortaleza y el buen humor de aquellos primeros seguidores de san Josemaría, su capacidad de pasar por encima de las dificultades de todo tipo –que las hubo- y que esconde una profunda fe y la convicción de estar trabajando con un encargo divino en servicio de la Iglesia y del mundo.

 

A la vez, quedaba de manifiesto que lo importante en el Opus Dei no es disponer de instrumentos materiales, sino que cada uno interiorizase el mensaje y se propusiera seriamente imitar y seguir de cerca a Jesucristo en su vida ordinaria.  

 

El 5 de octubre de 1939 el periódico Levante se hacía eco de la primera edición de Camino, la obra más conocida de san Josemaría, que acababa de imprimirse en la ciudad del Turia, y tuvo un impacto inusitado entre los jóvenes.  

 

Es notable el esfuerzo de reconstrucción pormenorizada de los hechos y de su contextualización que ofrece Onésimo Díaz en este libro. El trabajo puede considerarse en continuidad con los escritos por José Luis González Gullón sobre los años anteriores del Opus Dei: DYA, la primera obra corporativa del Opus Dei, y Escondidos, que narra la aventura de supervivencia del fundador y los primeros fieles de la Obra en la zona republicana durante la guerra civil.

 

 


miércoles, 13 de enero de 2021

Episodios Nacionales

 


Episodios Nacionales. Benito Pérez Galdós. Ed. Aguilar, 1971 (Obras completas)

 

Este clásico de la literatura española consiste en un conjunto de cuarenta y seis novelas históricas, que Benito Pérez Galdós comenzó a escribir en 1872, con el episodio Trafalgar, y culminó en 1912, con el dedicado a Cánovas. Tenía en proyecto varios episodios más, que abarcarían hasta Alfonso XIII, pero no llegó a concluirlos.

 

Los Episodios Nacionales constituyen un valioso retrato de la vida española entre 1805 y 1880. Entorno a personajes reales que fueron protagonistas de la historia española, Galdós da vida a otros de ficción que le sirven para recrear usos y costumbres populares del momento. Toma pié de los hitos más importantes acaecidos en España durante el siglo XIX, pero pone el foco sobre todo en el modo de vivir, pensar y actuar de las gentes. El resultado es una crónica de tono cercano y costumbrista, más que un tratado de rigor histórico.

 

Galdós, nominado al premio Nóbel de literatura en 1912, domina con maestría el lenguaje. Aprovecha su  habilidad como escritor para ponerla al servicio de sus ideas políticas, aun a costa de deformar o caricaturizar la realidad cuando le conviene. Emplea profusamente la ironía y la exageración para dejar en ridículo a personajes que encarnan ideas distintas a las suyas. 


En ese estilo caricaturesco con frecuencia no sale bien parado el clero, ni los seguidores de partidos distintos al suyo, como los carlistas. Carga las tintas en lo que llama despectivamente la España tradicional, cuyos personajes dibuja siempre como fanáticos e intransigentes. Y enfrente sitúa a personajes amables, atentos y caritativos, que por supuesto pertenecen siempre a la España futura, que es la de su partido liberal.  

  

Se percibe en sus escritos la evolución de su pensamiento político. Sus inicios fueron liberales, y se vinculó al Partido Progresista de Sagasta, con el que fue elegido diputado en 1886. Más tarde pasó al Partido Republicano, y finalmente en 1910 participó con Pablo Iglesias, fundador del PSOE, en la Conjunción Republicano-Socialista.

 

Esa trayectoria queda reflejada en los Episodios, con cierto sesgo anticlerical creciente. Es un sesgo que siempre acompañó al partido republicano, y fue heredado después por el partido socialista. Junto al sesgo anticlerical, crece en sus relatos el pesimismo y la tendencia a reflejar ambientes sórdidos.

 

En sus últimos años Galdós abandonó la política desencantado, y se sumó al pesimismo respecto a España de muchos intelectuales de finales del XIX y principios del XX. El estado de ánimo que le provocaba los políticos españoles se refleja en estas líneas de su último Episodio Nacional, dedicado a la época de Cánovas:

 

Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve, no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que de fijo ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos...”

 

Contrasta ese tono amargo con el que empleaba en los Episodios de la primera época, épico y esperanzado. Por ejemplo, en Bailén, publicado en 1873:

 

Bien puede decirse que la estrategia, y la fuerza y la táctica, que son cosas humanas, no pueden ni podrán nunca nada contra el entusiasmo, que es divino.”

 

       Los Episodios Nacionales de Galdós, aunque desiguales, constituyen una pieza imprescindible para acercarse a la historia de la literatura española. Al menos alguno de ellos, como Trafalgar o La batalla de los Arapiles, parecen de lectura obligada. Se puede aprender mucho de la riqueza de su vocabulario, y además en buena parte son de lectura fácil y entretenida.

 

Pérez Galdós con 51 años, retrato de Sorolla



       Me ha sorprendido gratamente encontrar en el texto de los Episodios frases que solía emplear en sus escritos y en su predicación oral san Josemaría, lo que quizá  indica que debió leerlos en su juventud. Es sabido que el fundador del Opus Dei era aficionado a la lectura desde niño. Tenía dotes como narrador por su graciosa expresividad: entretenía a sus hermanas pequeñas contándoles cuentos. La claridad de sus escritos y de su predicación oral, que ha sido resaltada por especialistas, se fue labrando sin duda gracias a lacalidad de sus lecturas infantiles.

 

He anotado algunas de esas frases o expresiones que Josemaría Escrivá empleó con frecuencia, que bien podrían ser herencia de la lectura de Galdós. O quizá sencillamente sean frases castizas, que emplearon ambos porque ya pertenecían al acervo popular español


En cualquier caso, las dejo aquí, para quien desee profundizar en el sentido de esas expresiones. Creo recordar que había alguna coincidencia más, pero no llegué a tomar nota. 

 

-Mendizábal, (3.25; 898): “Señor de Calpena, usted pitará!”  (por triunfará, tendrá éxito). San Josemaría usaba esa expresión para referirse a personas que dan pasos decididos y bien orientados en su compromiso personal.

 

-Mendizábal, (2.20; 896): “Religioso de verdad, sin aspavientos.” San Josemaría era amigo de la sencillez en todas las facetas de la vida, y usaba la expresión “sin aspavientos” especialmente para referirse al modo de vivir la piedad cristiana, que debía ser interior, recia, sin manifestaciones externas aparatosas. Lo aplicaba también al modo de cumplir el deber, sin hacerlo valer y sin ostentación.

 

-Zumalacárregui, (28.266; 874): “los pobres ojalateros” (Galdós se refiere a los carlistas). San Josemaría señalaba el peligro de excusarse con circunstancias externas pasada o futuras (“ojalá hubiera pasado esto o lo otro”) para no asumir la responsabilidad del presente. Solía llamarlo mística ojalatera.

 

-Zumalacárregui (26.250; 874): “Una raza que al inclinarse para caer en tierra, ya está pensando en cómo levantarse.” El fundador del Opus Dei solía referirse a la lucha interior diciendo que el peligro no está en caer (somos humanos y cometemos errores) sino en no querer levantarse cuando uno ha caído.

 

-Los Apostólicos, 18.184; 620: “Como aquí no hay cumplimientos, que es palabra compuesta de cumplo y miento…” Así prevenía san Josemaría del peligro de conformarse  con un cumplimiento anodino y rutinario, sin el brío propio del amor, que requiere compromiso y energía. Esto, para quien sabe que Dios le espera en el cumplimiento amoroso de sus deberes ordinarios, es grave, porque está falto de amor. Un cumplmiento anodino bien puede acabar sigificando "cumplo y miento." Lo explicaba muchas veces el sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo

 

-Cádiz, 3.32: “Yo gozo extraordinariamente al ver frente a mí los caracteres altivos (…); gusto de ver bullir la sangre impetuosa del que no quiere ser domado ni … “ (En otra pasaje hay un diálogo en el que alguien se dirige a un joven: “Veo bullir en ti la sangre de tu padre…”) Josemaría Escrivá, en alguna ocasión, hablando en la intimidad con fieles del Opus Dei, les decía: ¿Sabéis por qué os quiero tanto? Porque veo bullir en vosotros la sangre de Cristo.

 

-El Grande Oriente, (21.370): “Aparta, Señor, de mí lo que me apartó de Ti” (Inscripción grabada en una antigua casa en la calle de la Cabeza, de Madrid). San Josemaría solía usarlo en presente, como oración personal: “Aparta, Señor de mí lo que me aparte de Ti.” Tenía en su habitación unos azulejos con esas palabras, para traerlas con frecuencia a su mente.

 

-El Grande Oriente, (15.325): “La amaba en globo, con sus defectos, conociéndolos y aceptándolos…” El santo de lo ordinario, como llamaba san Juan Pablo II a san Josemaría, insistía en que la caridad consiste en querer a los demás como son, con sus defectos, aunque precisamente porque les queremos les debemos ayudar con paciencia y cariño a superarse.

 

-El Grande Oriente, (4.4.242): “No puedo ni valgo nada.” San Josemaría repetía esa frase con esas palabras en su oración personal: se veía falto de todo mérito y por eso lo fiaba todo a su condición de hijo de Dios, que es quien obra en cada uno y de quien nos vienen todos los bienes.

 

-El Equipaje del rey José, (1.18.183): “…hasta que no ahorquen al último Papa con las tripas del último fraile, no habrá paz…” 

    En alguno de sus encuentros con un auditorio numeroso San Josemaría usó esa expresión en tono simpático, poniéndola en boca de un anticlerical, “Decía un anticlerical (quizá estaba pensando en este texto de Galdós): yo ahorcaría al último cura con las tripas del último obispo…” para añadir con gracia a continuación: “Pues ¡qué mal gusto,no?! Yo os diré un modo mejor de acabar con los curas: ¡venid todos, todos, a confesar!… ¡Y acabaremos todos los sacerdotes muertos de tanto trabajo!¡A confesar, así nos mataréis a todos!”

    San Josemaría coincide con Galdós en señalar los defectos del clericalismo. Se declaraba anticlerical, y hacía con frecuencia en su catequesis una defensa del "anticlericalismo bueno", por supuesto muy distinto del radical y violento, o del que pretende restringir la libertad religiosa. 

    En su predicación prevenía a laicos y sacerdotes contra el clericalismo, un modo de actuar de algunos clérigos que pretende inmiscuirse en las libres decisiones de los fieles laicos en cuestiones temporales. Y señalaba que también es clericalismo la conducta de algunos fieles que  reducen su condición de cristianos a la participación en actividades eclesiásticas, y en cambio se inhiben de participar con madurez en la vida pública bajo su responsabilidad personal. O actúan haciendo valer su condición de católicos, en lugar de hacerlo como un ciudadano más, que ejerce sus derechos y cumple con sus obligaciones de ciudadano.

 

-La batalla de Arapiles, (cap.27.243): “Es lo que yo llamo un ave doméstica. No, señor Araceli, no pidáis a la gallina que vuele como el águila. Le hablaréis el lenguaje de la pasión y os contestará cacareando en su corral.”

    En Camino, nº 7, san Josemaría usa una expresión que recuerda este texto:

             “No tengas espíritu pueblerino. —Agranda tu corazón, hasta que sea universal, "católico". No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas.

 

Post scriptum:

Me ha alegrado esta noticia sobre la presentación de la edición comentada de Camino, publicada por el Centro en la Biblioteca para la Edición de Clásicos Españoles. El investigador Fidel Sebastián confirma el eco galdosiano en los escritos de san Josemaría Escrivá, y dice entre otras cosas: 

¿Qué estilo tiene el lenguaje de Camino?

San Josemaría habla de las cosas más santas, como hablan Santa Teresa o San Juan de la Cruz o un Fray Luis de Granada, pero con un lenguaje absolutamente civil, que al que más se parece es al de Galdós. Si miráis la cantidad de citas que traigo de Galdós: este término, esta expresión, este giro. El estilo lingüístico de san Josemaría es muy de los escritores del realismo y naturalismo de esa época, y de los poetas que estaban más de moda como Gabriel y Galán, que era muy popular. Era lo que la gente, en los casinos, recitaba. Y eso es muy simpático. Varias expresiones de Camino se entienden mejor si vemos cómo las usa Galdós en su contexto. Es la gracia de contextualizar el léxico. También en esto se diferencia mucho de la edición de Pedro Rodríguez, que lógicamente no atiende este aspecto filológico porque no lo pretendía.

En mi opinión, san Josemaría habla la lengua de Galdós. La que hablaba la gente culta que quería ser natural. Habla con el lenguaje de la gente corriente. San Josemaría era, fundamentalmente, universitario. Su formación intelectual, era universitaria, pasó por el seminario, fue un cura excelente, era la adquirida de su paso por la facultad de derecho. Con una imagen galdosiana, su lenguaje se puede decir que es la llaneza. La llaneza galdosiana. Y con este tipo de léxico, al mismo tiempo, tiene la fuerza de un Fray Luis de Granada. Cuando trata de conmover, conmueve como el que más. San Josemaría conmovía a los públicos.