En las afueras de Jericó. Recuerdos
de los años con san Josemaría y san Juan Pablo II.
Julián Herranz. Ed. Rialp
El cardenal Julián Herranz nació en Baena (Córdoba)
en 1930, se licenció en Medicina, y desde 1953 se formó en Roma junto al
fundador del Opus Dei. Después de realizar los estudios teológicos, en 1955
recibió la ordenación sacerdotal y pasó a formar parte del clero de la
prelatura. Durante más de veinte años colaboró con san Josemaría Escrivá en la
sede central del Opus Dei.
Doctorado en Derecho Canónico, en 1960 fue llamado para
trabajar al servicio de la Santa Sede. Intervino en el Concilio Vaticano II
como experto para la reforma legislativa de la Iglesia. Ha colaborado con todos
los papas desde san Juan XXIII hasta Francisco. Desde 1994 fue Presidente del
Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y de la Comisión disciplinar de
la Curia romana.
El cardenal Herranz ha tenido el privilegio poco
común de conocer y tratar a seis grandes papas, tres de ellos canonizados y
otro, Juan Pablo I, declarado Venerable por Francisco. De ellos, trató con
especial intensidad a san Juan Pablo II, a quien conoció ya desde los trabajos
conciliares del Vaticano II y fue quien le hizo cardenal. Conoce de cerca las enormes
dificultades que pesan sobre los hombros del Obispo de Roma, y cómo han vivido
todos ellos entregados a su ministerio, guiados por el deseo de servir
fielmente a la Iglesia.
Ese mismo deseo lo vio hecho vida en san Josemaría,
de quien aprendió a manifestar “con obras y de verdad” el amor a la Iglesia.
Por eso, como señala en el prólogo, más que un libro autobiográfico, esta obra
es “un testimonio de gratitud hacia dos hombres santos –san Josemaría y san
Juan Pablo II- cuya cercanía espiritual me ha proporcionado luz y fuerza para
contemplar serenamente las vicisitudes narradas.”
En sus recuerdos nos ofrece un emocionado y lúcido repaso
a las experiencias vividas en esos intensos años de historia de la Iglesia, y a
sus encuentros con sus principales protagonistas, junto a los que sin duda el
mismo Herranz ha tenido también un papel significativo. Testigo tanto de la
intensa vida de la Iglesia como del desarrollo apostólico del Opus Dei, sus
puntuales recuerdos dan luz sobre sucesos de la vida eclesiástica en torno a los
que existían versiones controvertidas.
En el libro destacan a mi juicio tres aspectos. El
primero, el sentido sobrenatural con que enfoca situaciones que se prestarían a
interpretaciones demasiado humanas. Herranz tiene la conciencia clara de que es
el Espíritu Santo quien rige los destinos de la Iglesia. Ese sentido
sobrenatural le lleva a salvar las intenciones de las personas y pasar por
encima de diferencias de criterio de unos y otros: toda mirada humana es limitada,
y una misma realidad a unos les puede parecer cóncava y a otros convexa, según
la posición desde la que observen. El sentido sobrenatural lleva a Herranz a
aplicar la máxima de san Agustín: “En lo esencial unidad, en lo dudoso
libertad, en todo caridad.”
El segundo aspecto destacable pienso que es su
discreción, la ausencia de protagonismo, propia de quien intenta hacer suyo el
lema de “servir al Señor en su Iglesia sin hacer ruido.” Herranz deja caer la
frase del poeta francés Paul Verlaine: “Dadme el silencio y el amor al misterio.”
Esa ausencia de afán de protagonismo, tan relacionada con la humildad, se
percibe en una contenida narración de los sucesos, que –siendo precisa y
transparente- no va más allá de lo que estima prudente para el bien de las
personas. Mantiene lejos el funesto morbo presente en algunas desinformaciones
sobre la vida de la Iglesia, que tanto engaño produce en quienes lo dejan crecer en
su apreciación de la realidad.
Y un tercer aspecto es el alma de poeta del autor.
El cardenal Herranz es aficionado al montañismo, y en la contemplación de los grandes
paisajes naturales encuentra inspiración para su actitud ante la vida. Esa alma
de poeta, que se recrea en la contemplación, aflora también en muchos pasajes
de sus recuerdos, que se convierten en sutiles invitaciones a la contemplación
de la belleza en cuanto nos rodea, porque ese es el camino para elevar la mente
y el espíritu a la Belleza Suprema: “De la belleza de Dios deriva toda belleza
creada: se ha de contemplar y amar la belleza de los cuerpos, del arte, de la
música, de la poesía, de la naturaleza, pero también y sobre todo la belleza
eterna de Dios.”
Otro de sus libros, Atajos de silencio, está
inspirado en sus paseos por el monte y lo ha dedicado expresamente al valor de
la contemplación. Cuando nos detenemos sorprendidos en la contemplación de un
paisaje nos estamos preparando también para elevar el espíritu a la
contemplación de Dios. Porque Dios se nos manifiesta de mil modos: en una bella
puesta de sol, en un gesto de bondad, en una sonrisa agradecida…
Del mismo modo, Dios se nos manifiesta singularmente
en la vida de los santos: “Cum Maria contemplemur Cristi vultum! En los santos,
Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro (Lumen
Gentium, 50).”
Por eso los recuerdos de Herranz se detienen sobre
todo en los dos personajes que más huella han dejado en su vida: san Josemaría
y san Juan Pablo II. Es consciente de que Dios le pedirá cuenta del privilegio
de haber tratado con tan estrecha cercanía a dos personas en cuyas vidas era
posible reconocer el rostro amable del Padre.
Herranz aporta significativas reflexiones al hilo de
acontecimientos y anécdotas. Así, cuando constata el gran problema de la cultura
actual, la ausencia de Dios, recuerda lo aprendido de san Josemaría: “Vivir
como si Dios no existiese es una subcultura paganizante: hay un quid divinum
escondido en las situaciones más comunes, que cada uno debe descubrir, mantener
y enseñar.”
No podemos vivir como si no hubiese sucedido la
portentosa Encarnación del Hijo de Dios: “La irrupción de Dios hecho hombre en
el tiempo y en el espacio ha partido en dos la historia de lo creado: “Et
Verbum caro factum est, et habitabit in nobis”. Esa asombrosa inserción del
eterno en lo temporal puede dinamizar, hasta santificarla por completo, mi
propia vida: eso es lo que san Josemaría nos hace comprender.”
Reflexiona también sobre la enseñanza del fundador del Opus Dei acerca del espíritu de santificación del trabajo, que ve providencial
para el mundo actual y el futuro de la construcción social: “Santificar el trabajo, santificarse en él y
santificar con él a los demás, es el
medio con el que el hombre será capaz de plasmar en la faz de la tierra su
rostro espiritual.”
Es significativo el comentario que san Juan Pablo II
hizo a Herranz cuando le nombró Presidente de su Consejo Legislativo: “Yo
espero que usted trabaje con el espíritu de Escrivá.”
El título del libro -En las afueras de Jericó- evoca la
curación del ciego Bartimeo por Jesús (Mc, 10, 46-52). “¡Señor, que vea!”. Un
pasaje muchas veces predicado por san Josemaría, que lo empleaba en su diálogo
personal con Dios: “Señor, que yo vea lo que Tú quieres de mí!”
Sin
duda Herranz ha hecho suya también muchas veces esa plegaria, pidiendo ver en
el ajetreado y a veces oscuro marco de tiempo que abarca el libro: “Luces y
sombras, momentos opacos de ceguera humana y otros radiantes, iluminados por la
presencia y la palabra de Cristo. Como aquel día en las afueras de Jericó.”
Jesús
a veces parece que no oye, y además muchos intentan acallar la voz del que reza
“¡Cállate, no des voces…!” Pero Bartimeo insiste con más energía… y Jesús
realiza el milagro: “Ve, tu fe te ha salvado.” Y lo primero que vio fue “el
rostro sonriente de Jesús”.
Quizá
esa sea una buena conclusión para el lector: más allá de sabrosas anécdotas,
más allá de claroscuros eclesiales, te queda la íntima convicción de que Dios
rige los destinos de su Iglesia y del mundo, y siempre envía personas santas,
dispuestas a escucharle y hacer su Voluntad en la tierra.
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