El manifiesto Negro.
Frederick Forsyth. Ed de Bolsillo.
Interesante y larga novela de acción y espionaje, publicada
en 1996, que el autor sitúa en una futura Rusia de finales del siglo XX y
comienzos del XXI. Campan a sus anchas por todo el país bandas mafiosas, casi
siempre dirigidas por ex miembros del KGB, con auténticos ejércitos
paramilitares a su servicio.
En esa situación caótica ha surgido un partido de
corte ultranacionalista e ideología nazi, que tiene planes secretos para convertir
de nuevo a Rusia en un totalitarismo de partido único. El plan incluye resucitar
los gulags de Stalin y del comunismo soviético, para encerrar y silenciar a
todo el que se atreva a disentir. Y ese partido está a punto de ganar las elecciones
democráticamente.
Monk, agente de la CIA retirado del servicio, y sir
Irvine, antiguo jefe del espionaje británico, ya jubilado pero bien
relacionado, actúan extraoficialmente para impedir que el líder de ese partido,
Komarov, y su cruel jefe de seguridad, el coronel Grighin, lleven a cabo sus
propósitos.
La primera parte de la novela es bastante verosímil,
la segunda menos creíble. Sin embargo, me parece sugerente la puesta en escena
del terrible poder de las técnicas de desinformación, capaces de arruinar el
genuino valor democrático de unas elecciones, porque falsean la verdad sobre
los contendientes, sus programas y sus verdaderos propósitos. Sin información veraz
no hay democracia posible.
Forsyth
dedica buena parte de la trama a esa perversión de la democracia, empleada con
ignominiosa y desvergonzada normalidad por tantos políticos y directores de
comunicación o de campaña en la vida real. Cuando se confunde la capacidad de
persuasión con la mentira, y la política con el arte de pronunciar palabras
embaucadoras y falsas, el resultado es toda una floración de personajes que hacen
del engaño la herramienta más útil para su negocio particular, y convierten el
bien común en una palabra tan vacía como mentirosa.
En ese ambiente es difícil encontrar hombres de
palabra, que dicen verdad y hacen lo que dicen, y por eso se convierten en personas dignas de confianza. Ya solo hay “hombres de palabras”, sofistas especializados
en decir muchas palabras que suenen bien a sabiendas de que no piensan cumplirlas. “El director de
comunicación del presidente Komarov –escribe Forsyth- era, como muchos políticos
y abogados, un hombre de palabras, porque
estaba convencido de que no había problemas que estas no pudieran resolver.”
Pero esa corrupción de la sofística no sucedía sólo
en Rusia. Si el sistema de propaganda comunista era especialista en engañar y envenenarla convivencia con sus tácticas, de una manera sutil la desinformación florecía
también en Occidente, como describe Forsyth: “Las relaciones públicas, que en
Rusia se llamaban propaganda, en USA constituían una industria multimillonaria,
capaz de convertir en celebridad al más lerdo, en sabio al más tonto.”
La realidad actual, como se ve, no es muy diferente
de la que el autor situaba en su novela en el entonces futuro año 2000. Y mueve
al lector a abrir los ojos para no dejarse embaucar, y a trabajar para cambiar
esos vicios perversos en el mundo de la comunicación, que es el de todos. Porque
sin aprecio a la verdad no hay democracia que dure largo tiempo. Un aprecio a la verdad que los
ciudadanos deberían hacer valer cada día.
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