Mariano Artigas. EUNSA, 1992
En otras ocasiones he mencionado al profesor Mariano
Artigas. Titular de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Navarra, físico y filósofo, ha sido uno de los
principales expertos en el análisis de esa delgada línea que parece separar la
ciencia de la fe, pero que en realidad las une estrechamente.
Quienes, como Artigas, saben de
ciencia y conocen a fondo la fe católica, comprueban que no sólo no se
contradicen, sino que se complementan maravillosamente. Y juntas son capaces de hacer progresar el
conocimiento humano hasta límites insospechados.
Unas preguntas que
requieren respuesta
Artigas reflexiona
sobre las relaciones de la ciencia con la fe, y lo hace con el tacto de
quien sabe que importa mucho no banalizar en ese terreno. Están en juego cuestiones serias, sobre las
que todo hombre se pregunta en su ser más íntimo.
¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi destino? ¿Qué sentido tiene la
conducta ética? ¿Por qué debo hacer el bien y evitar el mal? ¿Soy fruto del
ciego azar, o de una evolución ideada por un
diseñador inteligente? ¿Quién me ha creado? ¿Qué sentido tienen mis
certezas, y qué les diferencia de la verdad? ¿Soy capaz de encontrar la verdad?
¿Soy inmortal, o seré aniquilado?
No hay persona con sentido común que no vea que estas son las
preguntas que vale la pena hacerse. Y que respuestas falsas, por banales o
irreflexivas, pueden llevar a la
angustia vital, y acabar convirtiendo el mundo en un infierno.
Sobre tan decisivas cuestiones trata este interesante y
asequible manual. Su modo de exposición, con una argumentación rigurosa, es
atractivo, incluso cuando habla de cuestiones complejas.
Artigas analiza la
evolución de las tesis de los
principales científicos y pensadores: Einstein, Popper, Bergson, Eccles,
Darwin, Wallace,… Se detiene en las luces aportadas por los últimos descubrimientos científicos, que con frecuencia
han tumbado hipótesis que se habían presentado como “verdades científicas incontrovertibles” y definitivas.
Una materia menos material de lo que parece
Son interesantes, por ejemplo, sus razonamientos al mostrar lo tremendamente
empobrecedor que resulta el
“cientifismo”, que reduce el conocimiento del hombre a la ciencia
experimental, a lo que pueda ser
demostrado mediante fórmulas matemáticas, o en un laboratorio.
El cientifismo materialista, al prescindir de la capacidad de la razón de
alcanzar verdades espirituales más allá de la materia, produce una jibarización
del ser humano tremendamente reductiva y alicorta.
La ciencia nos ha permitido progresar mucho. Sabemos mucho
más que nuestros antepasados. Pero en
realidad seguimos sabiendo muy poco. Ciertas deificaciones de “lo científico”
como único conocimiento cierto y clarividente se han mostrado exageradas. Se
equivoca –concluye Artigas- quien piense que en la ciencia no existen los
misterios, o que tenemos ya un dominio sólido y un conocimiento consistente del
mundo material.
Por ejemplo, desde que en 1897 se descubrió el electrón, la
tecnología electrónica ha experimentado un avance exponencial, pero aún no
sabemos qué es realmente un electrón. Cada avance científico abre nuevas
incógnitas cada vez más profundas y difíciles.
De hecho, en las ciencias ha dejado de usarse el concepto de
materia. Nos encontramos en un momento de progresiva desmaterialización de la
ciencia. En lugar de una materia que se presenta como inatrapable, se habla de “lo material”, porque no existe
ninguna entidad puramente material.
Todo lo material tiene unas dimensiones
ontológicas y metafísicas con un dinamismo propio, nunca son algo meramente
pasivo. Son formas materiales que expresan modos de ser que no se agotan en la
mera exterioridad, y por eso indican cierta inmaterialidad.
La singularidad de la
persona humana
Pero en el caso del ser humano la cosa va mucho más allá. Frente
a quienes reducen el hombre a mera materia, Artigas enumera una larga lista de
rasgos distintivos de la persona que manifiestan una interioridad irreductible
a pautas naturales. Son rasgos que muestran las extraordinarias dimensiones
espirituales del ser humano.
Estas son algunas:
La actividad consciente de la persona, su interioridad y
auto-reflexión. El sentido del tiempo. La capacidad de abstracción. El sentido
de la evidencia y de la verdad, que son
presupuestos de la ciencia. La capacidad de argumentar. La existencia y
el uso del lenguaje. La capacidad de comunicarse, y de instruir y de enseñar a
otros. La libertad y capacidad de autodeterminación, que se asientan en la
capacidad racional.
La capacidad de apreciar los valores, y el sentido del bien y del mal. La responsabilidad. La creatividad e inventiva, en las que se
apoyan los logros de la ciencia y la tecnología. La búsqueda de explicación
acerca de la propia existencia. La capacidad de amar.
Y la actitud religiosa: sólo el hombre puede dirigirse a
Dios, los animales no rezan: quizá esta es la diferencia más radical entre el
hombre y los animales. Por eso podemos afirmar que el hombre es un ser que participa
de la espiritualidad propia de Dios: un ser único, que posee dimensiones
espirituales y materiales.
Todos estos rasgos muestran que a través de su inteligencia
y su voluntad, el hombre trasciende el ámbito de lo natural. Por eso se puede
decir que el hombre es único. Sólo en él
la acción de Dios produce un ser que sin dejar de pertenecer a la naturaleza,
posee unas dimensiones que la trascienden. Como dijo Wallace, co-descubridor
con Darwin de la evolución, “el hombre posee unos atributos espirituales que no
proceden de la evolución, sino que tienen un origen sobrenatural”.
Ante esta singularidad, el materialismo de algunos
científicos se muestra ciego. Lo ha denunciado John Eccles, Nóbel de medicinapor sus trabajos sobre el cerebro: “El materialismo no sabe dar respuesta a esos
problemas fundamentales que surgen de la experiencia espiritual del hombre. El
materialismo no consigue explicar nuestra singularidad (…) Cada alma es una
nueva creación divina. Afirmo que ninguna otra explicación resulta sostenible”.
Es razonable creer
Artigas argumenta una verdad esencial: la fe no va contra la
razón, sino que la supone y perfecciona.
La fe no es irracional, comenzando por el hecho de que sólo una persona
inteligente es capaz de creer en la revelación divina.
Por otra parte, cuando algo se presenta con las garantías
necesarias, creer es una actitud razonable.
En realidad, creer es una actitud profundamente humana. Sin fe en los
demás no podríamos vivir. Y si Dios
existe, es perfectamente razonable que nos haya querido comunicar verdades a las
que no podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas.
¿Qué garantías tiene
la revelación divina que ofrece la Iglesia? En realidad, la mayor parte de las
dificultades frente a la fe provienen de prejuicios hacia la Iglesia. Pero
cuando se estudia la historia de la Iglesia con rigor, en fuentes fidedignas y libres de los prejuicios que han extendido las leyendas negras, se comprueba
con asombro que la revelación que Jesucristo trajo al mundo ha sido transmitida
íntegra hasta nuestros días, con una
fidelidad heroica, incluso a través de la miseria de miembros de la Iglesia.
Esa
transmisión fiel a lo largo de veinte siglos es un hecho constatable, que deja
pasmado al observador externo. En ese hecho singular el creyente ve la prometida asistencia del Espíritu
Santo a su Iglesia hasta el fin de los
tiempos.
Lo peor de prejuicios y calumnias, dice Artigas, es que acaban
haciendo mella en los propios católicos, que adoptan una actitud de desconfianza hacia la Iglesia.
Una de esas calumnias
mil veces repetidas es la que afirma que la Iglesia ha estado siempre con los
ricos y se ha olvidado de los pobres. Pero la realidad es bien distinta:
ninguna otra institución se ha preocupado tanto por los pobres. Es tan patente,
que incluso Gramsci instaba a los comunistas a preocuparse por los pobres
aprendiendo de lo que hace la Iglesia.
¿De qué le sirve la
ética a un ateo?
Los argumentos de Artigas muestran verdades evidentes, que
no deberían molestar a nadie. Así, cuando se pone en el punto de vista de
quienes piensan que no somos más que animales un poco más evolucionados.
Entonces, dice, ¿por qué preocuparse de la verdad y de la ética? A un ateo
consecuente no le debería preocupar demasiado la ética.
Y respecto a los agnósticos, gracias a Dios la mayoría de
ellos son inconsecuentes: de otro modo el mundo sería un infierno. Porque si el
hombre es sólo un animal más listo que los demás, si todo es fruto del ciego
azar y no podemos saber nada de nuestro origen ni de nuestro fin, no tiene
sentido afirmar que el ser humano posee derechos inviolables, o que existe una
ética, o que debemos buscar la verdad, o que hemos de respetar la libertad de
los demás.
Afirmar que sólo somos animales algo más evolucionados es
tanto como dar vía libre a la ley del
más fuerte, y sobrevivirá sólo el que sea más depredador. Todos sentimos en lo
más íntimo que tal cosa es una
barbaridad, inconsecuente con nuestra naturaleza.
Si no hemos llegado a esa jungla inhabitable a la que
conduciría el ateísmo consecuente es porque aún vivimos de rentas. Vivimos de
ideas y religiosidad que hemos heredado de nuestros antepasados. Pero las
rentas se acabarán –pronostica Artigas- si no somos capaces de producir nuevos
recursos morales.
El libro ayuda a pensar en lo que de verdad debería
importarnos. Y es una invitación a sacar conclusiones. Porque la verdad no es neutra: compromete la conducta, obliga a
cambiar estilos de vida. Quizá por eso algunos prefieren darle la espalda.
Sobre este tema, ver también la reseña a Oráculos de la ciencia