jueves, 14 de agosto de 2014

Donde el corazón te lleve



Donde el corazón te lleve. Susana Tamaro. Ed Seix Barral




Con la sencillez y estilo poético que le caracterizan, Susana Tamaro (Trieste, 1957) aborda en esta novela la dificultad de comunicación entre personas cercanas, que tantas veces está en el origen de muchas incomprensiones y problemas familiares.


En los últimos días de su vida, presintiendo su muerte, una anciana escribe una larga carta a su nieta. “Los muertos pesan por todo lo que entre ellos y nosotros no ha sido dicho, más que por su ausencia”. Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente. La abuela ha decidido abrir su alma a la nieta, sincerarse de sentimientos y heridas jamás confesados. Y contarlos tiene un efecto liberador.


El amor propio  nos encierra muchas veces en el mutismo y en la falta de comprensión hacia quienes no aceptan nuestros puntos de vista.  Olvidamos con frecuencia  que somos seres relacionales, que necesitamos a los demás y ellos nos necesitan, y que  conversar - y sobre todo escuchar e intentar comprender- es una de las cosas más valiosas que podemos regalar a los seres queridos.


Sin estridencias negativas, el relato deja ver al trasluz la falta de fe cristiana de los personajes. Falta de fe que se percibe, a mi juicio, en cierto fondo de tristeza y amargura,  pero suavizada por un sutil sentimiento de añoranza, como de quien comprende que cuanto sucede debe tener un sentido que se le escapa. Una añoranza que mira con sana envidia a quienes creen en Dios y tienen una visión cristiana del mundo. “En la lengua hebraica no existe la palabra azar –escribe la abuela-  y usan ese vocablo árabe (azar), porque donde hay Dios, no hay sitio para el azar”. 


Pero hay un problema que no sabe resolver: la presencia del mal. Se rebela ante el horror y la injusticia. ¿Cómo los permite Dios, si es un Padre providente? Es el viejo problema de la libertad: Dios nos ha hecho libres para que tengamos el mérito de escoger libremente el bien, pudiendo escoger el mal. Pero escogimos el mal, y con ese pecado en el origen del hombre se introdujo el desorden en el mundo. Un desorden que hacemos mayor cada vez que  obramos mal, y que frenamos y podemos contrarrestar con nuestras acciones buenas. 


La novela es conmovedora y se lee con agrado. Invita a mejorar la calidad de la relación con los seres queridos, a reflexionar sobre los motivos de nuestros silencios. Un buen propósito, en esta sociedad de la comunicación hiperconectada, que está generando tantos casos  de mutismo y aislamiento en individuos que no saben abrir su mundo interior. Y que por no expresarlo, acaban empobreciendo la calidad de sus sentimientos.

Tamaro describe con fina intuición la decisiva necesidad del amor, y su capacidad de transformar la vida de las personas. El amor abre las ventanas entre el alma y el cuerpo: "Cuando están abiertas, el cuerpo da al alma una gran luz, e igualmente el alma al cuerpo, con un sistema de espejos que se iluminan entre sí. En breve se forma a tu alrededor una especia de halo dorado y cálido, y ese halo atrae a los hombres como la miel atrae a los osos."

Mientras no estás enamorada, nadie te presta atención, escribe Tamaro. Pero ahora todos te pronuncian dulces palabras, te galantean, porque tu cuerpo se ha iluminado por el amor. Y esa luz irradia, es pegadiza en quienes la perciben, y es capaz de cambiar las vidas de quienes tenemos cerca. 

miércoles, 13 de agosto de 2014

La personalidad



La personalidad. Rafael Escolá. Ed MC






Rafael Escolá (Barcelona 1919, Pamplona 1995), ingeniero industrial y fundador de la prestigiosa empresa de proyectos de ingeniería IDOM, fue una persona de cualidades humanas excepcionales, con una rica personalidad cuajada de virtudes que supo transmitir con generosidad a cuantos le trataron. Además de su trabajo como ingeniero intervino en varios proyectos educativos para jóvenes, como el Colegio Gaztelueta de Bilbao. 


Felipe Prósper, Presidente de IDOM y de la Fundación Rafael Escolá, le describe en una interesante conferencia en TECNUM como una persona optimista y valiente, en la que destacaba “la austeridad, el trato educado, amable y nada autoritario, y la capacidad para encontrar en cualquier acontecimiento sencillo un pretexto para celebrar la amistad, para crear en torno a sí un clima de cariño.” 


En este librito Rafael Escolá vuelca su experiencia acerca del desarrollo de la personalidad. Lo que afirma es fruto sobre todo de su propia trayectoria personal,  pero también de su larga experiencia en la formación de jóvenes durante muchos años. Eran famosas sus divertidas charlas informales, en las que con gran sentido del humor despertaba en los jóvenes la ilusión por desplegar todo el potencial de virtudes de que eran capaces, perdiendo el miedo a la exigencia y el  esfuerzo. 


La personalidad, afirma, no es fruto del ADN (de la herencia de los padres), sino fundamentalmente de la voluntad, que es capaz de moldear muchas manifestaciones del carácter y del temperamento. Cuando hay un fondo de convicciones bueno, surgen actitudes nobles que tallan el perfil de la personalidad: sinceridad y veracidad, audacia con sentido común, respeto a las personas, optimismo, nobleza; actitudes generosas, amables, serenas, valientes, bienhumoradas… Son esos valores positivos, quizá poco comunes, hacia los que las convicciones nos inclinan y hay que saber elegir siempre, cueste lo que cueste.


La naturalidad para manifestar las propias imperfecciones, sin tratar de ocultarlas por miedo a perder prestigio. El dominio de los gestos que acompañan y delatan las actitudes interiores, que son a veces más explícitos que las palabra. Las decisiones y elecciones que manifiestan una tendencia seria y constante: por ejemplo, al escoger aficiones que perfeccionan (lectura, montañismo...) Y siempre, buscar la excelencia profesional en el oficio de cada uno: para los estudiantes, el estudio. Éste de la excelencia profesional es un campo en el que Escolá habla de algo muy propio, como ressaltaba este artículo de Expansión. Estas  actitudes suponen siempre, por lo contagioso, una influencia postiva en los demás, y arrastran.


Muestra también el “campo de minas” que puede encontrase quien desee afirmar su personalidad por caminos equivocados, confundiéndola con manías y defectos: buscar diferenciarse de lo que considera “vulgar”, querer ser "muy independiente", olvidando que los seres humanos somos seres  relacionales; que necesitamos de los demás y ellos nos necesitan;  presentarse con una exagerada y postiza firmeza de carácter y convicciones; aparecer “como muy ocupado”; adoptar actitudes señoriales; buscar con el prestigio el ascendiente sobre los demás; opinar sobre todo; manifestar continuas agudezas… Lejos de contribuir a desarrollar la personalidad, se trata de defectos que nos afean como personas.


lunes, 11 de agosto de 2014

Cómo hablar de Dios hoy






¿Cómo hablar de Dios hoy? (Anti-manual de evangelización)
Fabrice Hadjadj
Ed. Nuevo Inicio

 

Fabrice Hadjadj (Nanterre, 1971) es director del Instituto de Estudios Antropológicos Philantropos de Friburgo. Filósofo, escritor, ensayista y  dramaturgo, está casado con una actriz de teatro y es padre de seis hijos.

Este libro tiene su origen en una conferencia del mismo título, impartida en 2011 en la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, invitado por el cardenal Stanilas Rylko.

De origen judío y criado en un hogar de ideología maoísta, Hadjadj afronta,  con un estilo iconoclasta y rompedor, una de las cuestiones peor resueltas en muchos ambientes: ¿podemos hacer de Dios un tema de conversación?¿cómo hablar de Él?

Diríase que sólo los ateos hablan de Dios a todas horas, y -quizá como contestación- también los fundamentalistas. Ante esa insistencia, otros muchos -agnósticos y cristianos vergonzantes- optan por el silencio, incluso llegan a considerar de mal gusto o incómoda la mención de Dios.

En ese ambiente, ¿qué puede hacer un cristiano corriente, un cristiano que se sabe hijo de Dios, pero que se sabe también incapaz de hablar con propiedad de un Dios que le supera infinitamente, que no ve sino con los ojos de la fe? ¿Puede hacer algo más que emitir tímidos balbuceos?

Para responder, Hadjadj reflexiona acerca de la palabra y el origen de su eficacia: su poder de designar a las cosas tal como ellas son. Frente a ese sentido original, surgió desde antiguo la perversión del lenguaje: Dicen los impíos “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro amo?” (Salmo 11, 5) Es la vieja perversión sofística, que usa la palabra como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio de cada ser.

Antes de su conversión, Hadjadj, como buen ateo, entendía la palabra Dios como un “tapa-agujeros”, un remedio para explicar lo inexplicable. Su conversión fue en buena parte  descubrir que la palabra Dios –siempre presente en la humanidad- en realidad es un “abre-abismos” que nos adentra en la infinitud de lo insondable.

El anuncio del Evangelio no tiene nada que ver con las seducciones retóricas de las técnicas de comunicación. “En el principio era el Verbo”, dice san Juan.  Verbo, Palabra. Hecho a imagen de Dios,  es precisamente la palabra lo más específico del hombre. La palabra es lo que nos distingue de los animales. Hay un infinito entre la Palabra divina y la palabra humana, pero ese infinito no rompe la  relación: la palabra humana, con todo su deterioro e imperfecciones a causa del pecado original, no cesa de beber en su fuente original y silenciosa que es la Palabra divina, origen de todas las cosas.

Por eso, hablar de la palabra humana es remontar el curso que nos lleva a la fuente: a Dios. Y  hablar de Dios es reverberar la Palabra que nos da la existencia. Por eso, hablar de Dios es un acto de amor a la persona a la que hablamos: porque es reverberar la Palabra que le da la existencia y le mantiene en ella, y por tanto desea infinitamente que él exista, que es la señal del amor.

Hablar de Dios requiere humildad: la  del que sabe que sus palabras son un pobre balbuceo, que no llega a explicar apenas nada de la hondura de su significado. Y la humildad del que comprende que incluso en el interlocutor más hostil hay un corazón a hechura de Dios, capaz de darle lecciones.

Quien intenta hablar de Dios ha de saber que no es mejor que los demás.  Dios está presente hasta en el más anticristiano: si no con su presencia de gracia, sí al menos con su presencia de creación, de inmensidad.        

Si hablo de Dios a quien se considera mi enemigo debo ser consciente de que Dios se aplica a crear a ese enemigo con amor. Desde luego,  eso no garantiza una eficiencia irresistible, porque la Palabra de Dios, que penetra hasta la médula (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia. Pero no le hablaría con propiedad de Dios si no tuviera en cuenta el hecho de que Dios le ama infinitamente.

Para el cristiano, el anuncio es una cuestión de ser, y no de hacer. No se trata de hacer evangelización, sino de ser (verdaderamente) cristiano. “Ay de mí, si no evangelizara”, dice san Pablo. Se juega la condenación. Hablar de Dios tiene una urgencia soteriológica (de salvación), pero también tiene un fundamento antropológico, porque separar la palabra y el ser sería inhumano: el hombre es un animal de palabra, y  no puede no hablar de lo que le es más sustancial.

¿Y por qué Dios no podría anunciarse directamente, sin nuestra colaboración? Dios parece esconderse para hacerse presente por medio de sus criaturas. Si parece silencioso es para que nosotros no seamos mudos, para hablar a través de nosotros. Cuando dice “Sed santos, porque Yo, YHVH, vuestro Dios, soy santo” (Lv XIX, 2) no intenta cargarnos un fardo, sino infundirnos una existencia más extensa y más elevada. Dios habla por medio de testigos porque quiere conceder al hombre cooperar en su vida y en su obra. Quiere que seamos Su venida los unos para los otros.

Es interesante la referencia de Hadjadj a esa llamada universal a la santidad que Dios hace a los hombres: es “la gran luz siempre presente en el magisterio de la Iglesia pero sólo hoy difundida”. Aunque no lo mencione expresamente, se trata del mensaje predicado desde 1928 por el fundador del Opus Dei y posteriormente recogido en el Concilio Vaticano II como su aportación más singular a la Iglesia y a la humanidad.

Jesús envía a sus discípulos para que anuncien: “El Reino de Dios está muy cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús. La misión precede a la comprensión. Lo importante es Él, que envía. No han de preocuparse mucho por qué dirán, porque:  Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios” (Lc 21, 15) Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro, ser una palabra de Dios, más que tener una palabra sobre Dios.

Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría. Porque no hablamos de Dios para promocionar valores (aunque por supuesto los promocionamos: Dios es la Justicia, la Bondad, la  Belleza, el Bien, la Misericordia, el Perdón, la Alegría…) sino ante todo para facilitar el encuentro con una Persona.

El objetivo no es seducir (que significa atraer, conducir hacia sí) sino hacer volverse hacia ese Otro, que es el Mismo que nos hace balbucear. La conversión es siempre un encuentro libre del que oye con Cristo. Se trata pues, “sencillamente”, de pedírselo a Él en la oración e intentar ser una respuesta viva que se entrega.