Días
de espera en guerra. San Josemaría en Barcelona, otoño de 1937
Jordi
Miralbell. Ed. Palabra
Relato
detallado y cuajado de tensión dramática de los días que el fundador del Opus Dei, acompañado por varios jóvenes miembros de la Obra, pasó refugiado en
Barcelona, procedente de Madrid y Valencia, a la espera de conectar con los
guías que les condujeran a Francia y desde allí a la zona de España en que no
había persecución religiosa.
Desde
el comienzo de la guerra, debido a la furia anticristiana desatada en la España
dominada por comunistas y anarquistas, san Josemaría estuvo en peligro de
muerte y hubo de buscar refugio en varios lugares de Madrid. Baste recordar, para
hacerse idea del peligro, que de los 2.000 sacerdotes que había en Madrid, 700
fueron asesinados en los primeros meses de la guerra.
También tuvieron que
esconderse los demás miembros de la Obra, que en esos momentos eran apenas 25
varones y 5 mujeres, como tantos católicos a quienes se perseguía por el mero
hecho de ser católico. Sólo mantuvo cierta libertad de movimientos IsidoroZorzano, un joven ingeniero de ferrocarriles que tenía nacionalidad argentina:
un brazalete con la bandera de su país le daba ciertas garantías, y ese hecho
resultó providencial porque pudo hacer de enlace para mantener la comunicación
entre todos y ayudar en las necesarias gestiones de supervivencia.
La
imposibilidad de realizar en la zona republicana el trabajo apostólico para el
que Dios le llamaba, y el riesgo para las vidas de todos, que se mantenía más
de un año después de iniciada la guerra, movió al fundador a intentar el paso a
la otra zona a través de los Pirineos. Contó con la ayuda decisiva, además de
Isidoro, de uno de los primeros de la
Obra: Juan Jiménez Vargas, un joven médico de 23 años, audaz y valiente, que en los primeros días de la guerra se salvó providencialmente de ser fusilado.
El
plan era audaz: consistía en viajar desde Madrid a Valencia, recoger en la
capital del Turia a dos jóvenes de la Obra, Pedro Casciaro y Paco Botella, movilizados en el ejército republicano,
y continuar viaje hasta Barcelona. En la ciudad condal intentarían conectar con alguna red de
contrabandistas que ayudaban a pasar a Francia a fugitivos.
Todos
los componentes de la expedición tomaron notas de esos días en pequeños
diarios, y don Josemaría, que tenía sentido histórico y conciencia de estar en
los comienzos de una gran empresa sobrenatural, les enseñó a guardar cuanto pudiera servir para reconstruir aquella
aventura: billetes de tranvía, recibos, salvoconductos, cartas en clave
recibidas… Dos de ellos –Pedro Casciaro y Miguel Fisac- eran además
arquitectos, y acompañaron sus notas de numeroso dibujos descriptivos.
Gracias
a ese material, y a entrevistas con testigos, el periodista Jordi Miralbell ha podido
reconstruir con inusitado detalle, casi al minuto, la vida, llena de peligros y
peripecias, de esos días, que abarcan desde el 10 de octubre hasta el 19 de
noviembre de 1937. Es un relato vivo y realista, de gran valor histórico, en el
que es posible sumergirse y contemplar casi en directo la vida de sus protagonistas,
cómo afrontaron cada uno de ellos las duras
circunstancias de la guerra, y cómo era la vida en su entorno.
Llama
la atención, junto a la valentía y audacia de esos jóvenes que saben que se
están jugando la vida, su sentido sobrenatural, es decir, su conciencia de que
están en manos de Dios, y que están cumpliendo una misión sobrenatural por
encargo divino: hacer el Opus Dei junto al fundador. Saben que cuentan con la ayuda
del Cielo, y que tienen el poder de la oración (que no descuidan) y la
protección de los ángeles custodios, que se les hace patente en múltiples
ocasiones. Esa conciencia les da una enorme paz, hasta el punto de no perder el
sentido del humor ni el optimismo, ni en medio de intensos bombardeos, ni atravesando
controles policiales con documentación falsa.
Sorprende
también conocer el sufrimiento interno de san Josemaría, que se debate entre la
necesidad de huir a la zona nacional para poder realizar su trabajo apostólico
con libertad, y la pena de abandonar a los que quedan en la zona roja,
expuestos a peligros y penurias. Lucha por controlar su zozobra interior, y no
pierde el tiempo: se ocupa de formar a los miembros de la Obra, les enseña a no
estar ociosos (cuando parecería tan disculpable en esas circunstancias) y
atiende sacerdotalmente a numerosas personas con las que entran en relación.
Impresionan sus numerosos desplazamientos por la
ciudad, incluso hasta poblaciones cercanas, para estar con unos y otros a pesar del peligro a que se exponía (por
ejemplo veía semanalmente a su entrañable amigo Pou de Foxá, sacerdote también
refugiado). Las largas caminatas que se vio obligado a realizar servían también como
entrenamiento para la dura travesía de los Pirineos que les aguardaba.
Por
la narración desfila también un buen número de personajes con los que los
protagonistas se relacionaron. Hombres y mujeres atrapados en la vorágine de la
guerra y sufriendo sus consecuencias. Muchos se comportan con heroicidad y
coherencia cristiana, sin darse importancia. Otros intentan justificar su
postura alegando pérdida de fe, como el magistrado Galbe, a pesar de todo un hombre
de corazón que no dudó en comprometer su seguridad por ayudar a su amigo
Josemaría.
Cada año Andorra celebra el Aplec de san Josemaría, en recuerdo de aquella aventura y en homenaje a cuantos, en un sentido y en otro de la frontera, han alcanzado la libertad por aquellos caminos que nunca debieron cerrarse.