lunes, 26 de noviembre de 2012

Cristianismo y laicidad (I)






Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja. Martin Rhonheimer Ediciones Rialp


          Análisis valiente y objetivo de la historia de las relaciones, tensas con frecuencia, entre la Iglesia y las diversas formas laicas del Estado democrático. Esa tensión será siempre necesaria y constructiva, pero también ha procedido muchas veces de errores humanos.

 

En la Iglesia católica no existe acerca del Estado una doctrina dogmática, ni puede haberla, salvo los elementos anclados en la Tradición y en la Sagrada Escritura, que apuntan como principio invariable, genuinamente cristiano, a la separación de la esfera religiosa y la estatal-política.  

 

Sin embargo, circunstancias históricas contingentes han llevado en ocasiones a mezcolanzas alejadas de ese carisma original, que consagró la separación de la esfera política y religiosa. Pero el cristianismo no es una ideología o programa político que tienda a su perfecta realización. Al contrario, la Iglesia tiene como método propio el respeto a la libertad.

 

El concilio Vaticano II, que en tantos puntos supuso una profundización y redescubrimiento de valores primigenios presentes desde siempre en el cristianismo, ha reafirmado con fuerza y claridad esa separación dualista.  Y al reconocer los principios políticos de la democracia constitucional, se ha reconciliado con una parte esencial del propio legado cultural de la Iglesia, en un giro hacia lo más congruente con el espíritu del Evangelio. Cfr. por ejemplo la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae.

 

Rhonheimer es incisivo al analizar el origen de algunas hostilidades del laicismo hacia la religión. En parte parecen proceder de la pretensión de la religión de ser representante de una verdad superior, y de unos valores objetivos,  capaces de someter al poder político y a la libertad civil a una valoración moral conforme a criterios que reclaman ser verdaderos. El laicismo se escandaliza de una religión que  se presenta como fuente y garantía última de valor también para la comunidad política democrática .

 

La concepción integrista de la laicidad, por su parte, intenta fundar un nuevo poder espiritual en el que lo moralmente bueno será lo que decida la mayoría, y no admite que la Iglesia católica pretenda relativizar y someter a juicio las realidades terrenas. Si en la Roma pagana  el Imperio no admitía más religión que la del Estado, ni más dios que al César, ahora la versión integrista del laicismo parece emular al Imperio, e  intenta imponer con la fuerza del poder estatal la verdad de la no existencia o irrelevancia de Dios y de la religión.

 

La Iglesia reconoce y considera un valor la laicidad, esto es, la autonomía de la esfera civil de la esfera religiosa y eclesiástica. Pero insiste en que no es autónoma de la esfera moral. Reconoce que la legalidad y la corrección de los procedimientos democrático son valores morales; pero afirma que no son valores morales absolutos, y que en un sistema político no totalitario deben existir consideraciones morales de orden superior, como el derecho natural, por encima de la legalidad y de las mayorías.

 

La Iglesia no exige al laicismo que reconozca como verdadera su pretensión de ser fuente y garantía última de valor. Pero el laicismo tampoco tiene que considerar ataque a la laicidad la presencia pública de esa pretensión, ni su influjo en la sociedad. La Iglesia expone su enseñanza con un poder moral, no coativo, y respetando la legalidad. Eso no debería molestar a nadie en  una sociedad abierta y plural: sólo sería molesto para quienes tienen una concepción integrista y totalitaria del Estado.

 

Rhonheimer señala también una pretensión incongruente del laicismo: el intento de negar legitimidad civil y laicidad a quienes se identifican con verdades morales que también son enseñadas por la Iglesia. A menuda se considera ”laica” simplemente a aquella postura que quienes se autodenominan “laicos” consideran deseable, lo que no deja de ser un escamoteo del debate político, sustituído por el intento de descrédito del interlocutor. Esto lo vemos por ejemplo con consignas del tipo “por una enseñanza laica”. ¿No querrán decir “sin religión”? Porque tan laica es la opinión de quien piensa que es buena la presencia de la religión en la escuela como la opinión contraria, si proceden de ciudadanos libres.

 

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