viernes, 16 de agosto de 2019

La gran desmemoria


La gran desmemoria. Pilar Urbano. Ed. Planeta



Mucho se habló en su momento de este monumental libro de Pilar Urbano, a mi juicio uno de los mejores para conocer la historia de los primeros pasos de nuestra democracia.  Tanto que redacté esta reseña en 2014, año en que fue publicado, pero preferí demorarla hasta hoy.

Al margen de polémicas y diversidad de opiniones sobre su contenido y oportunidad, apunto tres ideas.  

Primera: está muy bien escrito, y a pesar de su extensión se deja leer con fluidez e incluso tensión dramática. Sé de personas que lo han leído en dos sentadas veraniegas. Pilar Urbano escribe con garra, y leerla es siempre un buen ejercicio para aprender el arte de escribir.

Segunda: da una buena visión de conjunto de lo que fue la transición española, con retratos conseguidos y abundancia de datos de la actividad de sus principales protagonistas. Una actividad si no secreta, sí lo suficientemente oculta como para que el ciudadano de a pié llegue a conocerla. Por eso, este esfuerzo de buen trabajo periodístico es de agradecer. 



El trabajo de investigación de Pilar Urbano, merodeando y sonsacando información -directa o indirecta, pero fiable- a personajes clave, es admirable. Quizá esa destreza esté basada en la confianza que inspira a sus fuentes, que saben que Urbano es una periodista con ideas propias pero que no manipula ni retuerce los datos hasta hacerlos coincidir con su opinión.

Alguien demasiado joven como para tener información de aquellos años, me decía que tras leer el libro por fin se ha podido hacer cargo de en qué consistió la famosa transición y el 23-F.

Y la tercera idea: la renuncia puede ser un noble gesto…



Varón y mujer. Teología del cuerpo


Varón y mujer. Teología del cuerpo. Juan Pablo II
Prólogo de Blanca Castilla. Ed. Palabra.



Este libro recoge uno de los ciclos de homilías que  san Juan Pablo II dedicó al amor humano, en el comienzo de su pontificado. Blanca Castilla, doctora en filosofía y teología, es la autora del prólogo, que constituye una buena guía para seguir de cerca la mente del papa.

Con el rigor intelectual y ese  estilo “espiral” que le caracterizaba –que consistía en avanzar hacia la verdad de las cosas girando una y otra vez en torno al significado de los conceptos, y logrando en cada vuelta una claridad mayor- el papa analiza el significado del amor humano, de la feminidad y masculinidad, el sentido del pudor y de la vergüenza,…

El papa santo se sirve de la luz que arrojan las palabras de Jesucristo en Mateo 19 y Marcos 10: “al principio no fue así.” Por “al principio” entiende Juan Pablo II una referencia del Señor al estado de inocencia originaria en que vivieron Adán y Eva.

Antes del pecado original, varón y mujer se ven como Dios ve la creación: son imagen de Dios, y una donación que Dios hace del uno al otro.



La “desnudez” originaria significa el bien originario de la visión divina que varón y mujer poseen, que les hace conocerse “sin sentir vergüenza”, en toda la paz y tranquilidad de la mirada interior, y capaces de hablar cara a cara con Dios. 

Esa ausencia de vergüenza significa plenitud de comprensión del significado del cuerpo como donación; y no significa una carencia, sino una plenitud de conciencia y de experiencia. La inocencia originaria es el testimonio tranquilo de la conciencia, que precede a cualquier experiencia de bien y de mal.



Juan Pablo II glosa ampliamente Génesis 2, 25: “Estaban desnudos, pero no sentían vergüenza uno de otro.” Y nos ofrece una visión esponsal del cuerpo, que por ser hecho a imagen de Dios tiene necesidad del don de sí para alcanzar la felicidad.

La felicidad es el arriesgarse en el amor”, darse sin condiciones y para siempre. Nada hace más feliz y seguro al cónyuge que saberse amado de ese modo, incondicionalmente. Pase lo que pase, el otro estará a su lado.

Como señala Blanca Castilla en el prólogo, la lectura detenida de esos textos aporta luces y registros mentales nuevos, para entender al ser humano, varón y mujer. Luces por otro lado muy necesarias en momentos de oscuridad, como los actuales.




miércoles, 14 de agosto de 2019

El amor o la fuerza del sino


El amor o la fuerza del sino. G.K. Chsterton



Escrito a comienzos del siglo XX, se trata de un conjunto de artículos en los que el gran polemista inglés entra a combatir los tópicos y prejuicios típicos de las mentes agnósticas.

Con su simpática ironía, el conjunto es una firme defensa de la familia y el matrimonio cristiano. Chesterton intuye la amenaza que se cierne sobre la humanidad a medida que se aleja del sentido cristiano de la vida, y advierte el sentido común de que lo cristiano está dotado. A menos sentido cristiano, menos sentido común habrá en el mundo.



Ya en su época se comenzaba a hablar de un supuesto “exceso de población”, para justificar el control de natalidad. “La respuesta a cualquiera que hable de “exceso de población” es preguntarle si él mismo es parte de ese exceso de población, o si no lo es, cómo sabe que no lo es.

Chesterton intuye también el verdadero mal  que amenaza a la sociedad, y dónde se está fraguando: “Está en Manhatan, y no en Moscú”. Es de la opulenta sociedad occidental de donde surgirá la gran herejía: el ataque en toda regla a la moralidad, y más en concreto a la moral sexual.

Es de admirar el respeto con que Chesterton trata siempre a sus adversarios, elogiando su inteligencia primero para después hacerles notar que seguramente no han caído en la cuenta de las perspectivas distintas que él aporta, en las que les contradice abierta y rotundamente, sin faltarles al respeto que toda persona merece.

Sus frases están llenas de chispa, de alegría de vivir y de sentido común. Anoto algunas ideas.





¿Huraño? Más bien egoísta

Hay personas poco sociables, que rehúyen el trato. Y es que “la sociabilidad, como todas las cosas buenas, está llena de incomodidades, peligros y renuncias.

Muchos hablan mal de su calle (como de la familia...), diciendo que es aburrida y cosas por el estilo. Pero “nadie huye de su calle porque sea aburrida… En realidad huye porque es excitante, porque está llena de vida, una vida que le interpela, un prójimo de carne y hueso al que hay que amar por el mero hecho de ser vecino, término que encierra una realidad tan concreta (“esta persona”) como universal (“cualquiera que sea”)".



La vida, como la familia, nos interpela. La muerte es más tranquila.

Con la familia les sucede algo parecido. Interpela mucho, pide mucho, por la evitan, no porque no sea buena o porque sea aburrida.  “La familia es arbitraria, no es conciliadora, está próxima al caos, llena de situaciones imprevisibles. Y precisamente por eso es buena, como es buena la humanidad, que tiene esas mismas características. Si todo fuera a gusto de uno, todo previsto, todo dominado, no habría vida, sino muerte. Por eso es tan aburrida la vida de los ricos, porque dominan las situaciones, escogen los acontecimientos: se aburren porque son omnipotentes.”




Portarse como un caballero en lo pequeño, en lo doméstico

Algunos dejan el “buen hacer”, el “portarse como un caballero” (como se decía antes) para momentos importantes, para cosas grandes y serias.

Pero “esto de comportarse como un caballero en los momentos importantes no tiene mucho sentido; un hombre se comporta como un caballero en los momentos que no son importantes. En los momentos importantes debería comportarse de una manera mucho mejor…


La alegría de los justos


Jesús de Nazaret. La infancia. Benedicto XVI




El tercer libro de la trilogía de Benedicto XVI sobre Jesucristo, es –como todos los de Ratzinger- una clara fuente a la que podemos  regresar una y otra vez para refrescar al alma. Cada vez descubrimos nuevos sentidos a la verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos. Anoto tres de esas ideas luminosas, tras una nueva lectura.


Dios actúa en la historia a través de personas justas




Las palabras de la Sagrada Escritura no están dichas al azar. Tienen un sentido, y nos va mucho en captarlo. Así, la palabra justo, referida a personas que son justas a los ojos de Dios. José, esposo de María, era un hombre justo.

¿Qué se nos está diciendo con ese calificativo? 

Justos, en la Sagrada Escritura, son los que viven las indicaciones de la Ley; los que oyen la palabra de Dios y la cumplen. Y con su ser justos según la voluntad de Dios revelada, van adelante por su camino y crean espacios para la nueva intervención de Dios en la historia.


Íntima relación entre alegría y gracia de Dios



El arcángel Gabriel, en la Anunciación, no se dirige a la Virgen con el tradicional saludo judío “Shalom” (la paz esté contigo) sino con la fórmula griega “chaire” (¡alégrate!) Con este saludo comienza propiamente el Nuevo Testamento, que es precisamente la alegría de la Buena Noticia.

A los pastores, en la Nochebuena (Lc 2, 10) el Ángel les dice: “Os anuncio una gran alegría”.

Y en la Resurrección aparece la misma fórmula: “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,20).  Y el Señor les hace una teología de la alegría, que ilumina esta palabra: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría.” (Jn 16, 27)

La alegría aparece en estos textos como un don del Espíritu Santo, que es el verdadero Don del Redentor. En el saludo del ángel a María  se oye el sonido de un acorde que seguirá resonando a través de todo el tiempo de la Iglesia”, que es el mismo sonido de la palabra que designa el mensaje cristiano: el Evangelio, la Buena Nueva.

Alégrate, porque tu Dios está en medio de ti” (Sofonías 3, 14), está en tu seno.

Alégrate, llena de gracia”: alegría y gracia, en griego, se forman de la misma raíz: chará y charis, van juntas e inseparables.


En la Anunciación Dios revela su Nombre completo




Dios inició su revelación en el Sinaí, presentándose a Moisés como Yahwe: el Dios que es. Propiamente sólo Dios es: "Yo soy el que soy"

En la Anunciación a María, Dios completa su nombre por medio del ángel, cuando anuncia el nombre que llevará el Niño: Jesús, que significa Salvador.

Dios no es sólo el que es, es también un Dios que salva. Ese es su nombre completo. El que nos ha creado, de quien procede todo ser, el único que realmente es, es también el que salva, el único que puede salvarnos de nuestros desvaríos.

Dios es, y es Salvador. Es un Padre lleno de amor, que no se conforma con ver a sus hijos perdidos por el mal uso de su libertad. Y viene a redimirlos de su esclavitud. Lo expresó el mismo Jesús en la maravillosa parábola del hijo pródigo.










martes, 13 de agosto de 2019

Hablar de Dios hoy


 Cómo hablar de Dios hoy. Fabrice Hadjadj. Ed Nuevo Inicio




Fabrice Hadjadj es ensayista y dramaturgo. De padres de ascendencia judía e ideología maoísta, se convirtió al catolicismo en 1998.  Casado y padre de familia numerosa, es director del Instituto Europeo de Estudios Antropológicos Philanthropos, de Friburgo.
Este libro (ya publiqué una reseña anterior, que ahora actualizo y amplío) es una valiosa reflexión sobre la presencia de la palabra Dios en la conversación humana. “¿Puede ser Dios un tema de conversación? ¿Se le puede mencionar entre los resultados de la Champions y la predicción meteorológica? ¿La misma boca que acaba de decir “¡Pásame la sal!”, podría decir algo acerca de la divinidad?”
Quienes pretenden exaltar a Dios, ¿no lo rebajan hablando de Él con imprecisión, sin apenas comprenderlo? Y por el contrario, ¿no lo honran, mencionándolo constantemente,  quienes parecen desear liberarse de su presencia?
Hadjadj observa que el fundamentalista y el ateo tienen en común que hablan mucho de Dios. Y quizá por eso provocan otros dos tipos de personas: el agnóstico y el cristiano vergonzante. El agnóstico se ahorra tener que intentar demostrar hasta la obsesión que Dios no existe, como hace el ateo. El cristiano vergonzante no quiere complicaciones. Y ambos deciden no hablar de Dios para nada.
Y luego están aquellos que no se encuentran en ninguna de estas cuatro facciones. Aquellos que se dan cuenta  de que no saben hablar de Dios, pero saben que menos aún pueden callar. Lo experimentó san Pablo: “¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! Es un deber que me incumbe.” (1 Cor 9, 16) Tartamudean, balbucean, “como payasos que han de dar testimonio de algo que los supera…” Son llamados “la luz del mundo”, y apenas saben explicarse. Se saben hijos del Dios infinito, y sin embargo extremadamente finitos…
Es a esas personas especialmente a las que se dirige este ensayo: a quienes saben que deberían hablar de Dios pero dudan de cómo hacerlo. Quizá piensan que les falta alguna estrategia de comunicación. 
Hadjahj nos recuerda que lo esencial no es “qué tengo que hacer” ni “qué tengo que decir”. La clave está en  “qué tengo que ser”. 
O, mejor aún, ¿con Quién estoy llamado a identificarme? 


La clave es el encuentro personal con Jesús
Quien desee encontrar a Jesús, puede buscarle en el Evangelio, que es Palabra viva de Dios, que contiene lo esencial de cuanto hizo y enseñó, y ha quedado escrito porque Él quiere decírnoslo hoy y ahora a cada uno de nosotros.
Dios no ha querido el Evangelio simplemente para promover valores, sino para  que podamos encontrarnos con Él, con Jesús, que es perfecto Dios y perfecto hombre.
Tendré palabras para hablar de Dios si me identifico con la Palabra, que es Dios. Precisamente así comienza el Evangelio de san Juan: “En el principio era el Verbo”.  Verbo, Palabra, es el nombre del Hijo que revela al Padre en el Espíritu Santo.
Hablar de Dios es hablar de la Palabra, y sobre todo ponerse a la escucha de la Palabra en el seno de la Iglesia, que a pesar de las deficiencias de sus hombres es, por voluntad de Dios, Cuerpo y Esposa de la Palabra hecha Carne.
Desde luego que hay un infinito entre la Palabra de Dios y la palabra humana. Pero incluso ese infinito supone también relación: la Palabra ha creado a su imagen nuestra palabra, finita pero participación de la Palabra creadora.
“En su fuente más original y más silenciosa la palabra humana no cesa de beber de la Palabra divina.” Y es precisamente por eso que remontar el curso de nuestra palabra humana no puede hacer otra cosa que llevarnos a Dios.
Teresa de Jesús, como tantos santos que han sido íntimos de Dios, usó con tal maestría la palabra para describir su relación con Dios, que la lectura de sus escritos ha movido a conversiones como la de Edith Stein.
Fadjahj cita a la santa de Ávila: “Parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza, estando ya dentro.” Dios no es “otra cosa”, que esté ahí fuera, lejos. Aprender cómo hablar de Dios es llegar adonde ya tenemos su morada, intensificar nuestra presencia en lo que ya está presente.



Hablar con Dios y escucharle en el silencio
Más que hablar de Dios, conviene hablar a Dios en la oración y convertir en acciones prácticas su Voluntad, que desde luego incluye la de hablar de Él, porque Él desea hacerse presente entre los hombres.
Un cristiano no puede no hablar de Él, porque forma parte de su ser esencial. “No se esconde la lámpara debajo de la cama, sino sobre el candelero, para que alumbre la estancia. Vosotros sois la luz del mundo…

La palabra es el acto más profundo del hombre
Para un ser como el hombre, que se caracteriza por la palabra, la palabra es su acto más profundo. Se puede decir que el lenguaje define y construye la personalidad del que habla. “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, dice Pedro a Jesús, porque habla con la autoridad del que vive lo que dice y dice lo que es.
En contraste, ¡qué vulgar personalidad se construyen tantos personajes públicos con su palabrería hueca, sucia, agresiva, mentirosa…!
La eficacia de nuestra palabra no se encuentra esencialmente en el poder de inducir a los demás a un comportamiento que nos sea favorable: reside en el poder de dar vía libre a su propia vocación, que consiste en designar las cosas tal como ellas son, más allá de lo que nos resulta útil. Esa es la eficacia del Evangelio: la de llamar a las cosas por su nombre, sin malabarismos.
Nombrar es llamar por el nombre: vocare. Es llamada, vocación. La palabra llama, prepara una morada adonde las cosas puedan ir. La palabra revela la vocación de cada ser. “Un niño, sin las llamadas de sus padres por encima de su cuna, acabaría muriendo o sin poder acceder a su propia humanidad. Esas palabras le preparan la morada donde él podrá llegar a abrirse al mundo.”
Esas palabras que empleamos para calificar las cosas de verdaderas, buenas, o sencillamente para expresar que son, nos remiten a nociones puras que se aplican menos propiamente a las criaturas que a Aquel que es la Verdad, La Bondad, la Belleza y el Ipsum esse subsistens (el mismo Ser subsistente).
La palabra no cesa de remitir a lo inefable: “Sólo Dios es absolutamente bueno (Lc 18, 19). Incluso cuando decimos de unos macarrones que están buenos, eso nos remite a Dios, que es la Bondad. Pero las cosas prometen menos de lo que dan, no salvan, no pueden nada contra el mal y la muerte. Dios sí.


Oración y canto, donde mejor se expresa lo inefable
De un modo poético, pero no exento de realismo, Hadjahj señala dos ámbitos donde propiamente “se habla bien”: la oración y el canto. Son los ámbitos “del balbuceo supremo, de la palabra quebrada por lo indecible, boquiabierta ante lo inefable: la palabra que aflora el espíritu”.
Hablar sin tender al canto no es llamar a las cosas de un modo que delimite el misterio de su presencia. Y hablar sin tender a la oración no llega a ser hablar, porque sólo en la oración se arranca a las cosas de la amenaza de la nada.
La oración y el canto no son adornos: florecen desde la palabra misma. Basta decir que algo es, que es bueno, bello y verdadero, para que la palabra nos hable ya de lo que sólo se realiza absolutamente en Dios, y cuya causa es Dios. Basta que llamemos a alguien por su nombre, de corazón, para que le oigamos decir “presente”, y para que “su nombre esté escrito en los cielos” (Lc X, 17).
La vieja tentación sofista
Cuando tantos emplean la palabra para engañar, o dándole un sentido distinto del que tiene, son proféticas estas palabras de Louis de Massignon a Paul Claudel, en 1912: “Me pregunto si el suplicio de las generaciones venideras no consistirá en ser torturadas con palabras que mienten a su sentido original, con ideas vueltas contra Dios.”
No es algo nuevo. Ya el Salmo 11, 5 pone en boca de los impíos, que se jactan: “La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros. ¿Quién va a ser nuestro  amo?” Es la vieja perversión sofística, en que la palabra se entiende como instrumento de manipulación, y no como hospitalidad al misterio del ser.
Pero la palabra dice lo que es, aunque saliera de una boca impía, aunque no queramos oírla, aunque la queramos reducir a un significado distinto del que ella quiere decir.



Ideologías inhumanas
Frente a ideologías sin Dios, que proponen que desertemos de nuestra condición humana, la Palabra de Dios nos ofrece una transformación de la persona que preserva lo humano.
Hadjahj advierte cuatro ideologías que van contra el hombre: nihilismo (no hay nada que podamos esperar);  tecnocracia (el hombre es mera química); ecologismo (el hombre es un animal que desestabiliza la naturaleza); fundamentalismo (el hombre sometido a un dios agobiante, a un libro que hay que recitar, o a una flor de loto que meditar.) Son ideologías que, al abandonar a Dios, destruyen nuestra condición humana.
Tenemos tristes recuerdos de adónde nos conduce la creencia en el Progreso continuo, en el hombre que se salva por sí mismo: liberalismo y totalitarismo son intentos de construir un mundo sin Dios.
Los totalitarismos no han sido fruto de la barbarie, sino de una planificación ideal y bien estudiada, basada en la utopía del Progreso continuo, que desembocaron en imperios del terror. Nazismo y comunismo crearon los Auschwitz y los Gulags, en los que se destruía al hombre en nombre del bien de la humanidad.
Tampoco el  liberalismo ha salvado al hombre, con su vía libre a una jungla feroz, en la que sufren los más débiles, y acaba provocando el ascenso de los  totalitarismos.
El cristiano está llamado por vocación a llevarse bien con todos, pero Hadjajh pone en guardia frente a ciertos ateísmos que para afirmar la laicidad instauran un clero laico encargado de excomulgar al clero religioso. “El ateo consecuente debería tener cuidado de no divinizar el ateísmo, y por tanto de aceptar que no tiene la última palabra, y reconocer por tanto que debe haber una última palabra que se nos escapa.”
No hay que dejarse imponer esa nueva religión dogmática fabricada desde el ateísmo.


Humanismo teocéntrico
Ante esas deserciones de lo humano del “humanismo ateo”,  lo que el Evangelio ofrece es precisamente preservar lo humano: nos dice que valemos mucho porque hemos sido creados por Dios, somos fruto cada uno de un pensamiento amoroso y eterno de Dios (Benedicto XVI).      
El Evangelio nos propone predicar la esperanza, en vez de fabricar una nueva moral;  anunciar la misericordia, en vez de denunciar al miserable; encontrar para lo humano una legitimidad no temporal, sino eterna.
Nos ofrece la salida para superar todas las crisis del hombre: un humanismo teocéntrico. En realidad, el gran problema de la humanidad es éste: si está dispuesta o no a hacer presente a Dios, ¡al Dios que le da la vida!
 “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance… sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica.”


Poner la palabra en el corazón
Es una cuestión de amor, de poner en el corazón esa palabra y desear que sea: amar es, antes incluso que querer el bien del otro, querer que el otro sea.
Por eso hablar de Dios no es importar unas palabras del exterior. Esa palabra ya está siempre ahí, en nuestra boca, implícita en nuestras palabras más cotidianas porque hemos sido creados por la Palabra de Dios, y antes incluso de hablar de ella, nuestro mismo ser es una proclamación suya.
Hablar de Dios requiere amar como Dios
Hablar de Dios es indisociablemente amar a aquel con el que conversamos, porque es reverberar la palabra que le da la existencia, y por tanto desea infinitamente que él exista. Porque la Palabra de Dios confiere el ser a todo hombre, incluso al que me es hostil. Es el amor de Dios quien lo extrae de la nada. Quizá él no lo sepa, pero un apóstol de Cristo no puede ignorarlo, y tiene que pasar por encima de sus antipatías.
No se trata de una estrategia de comunicación, sino que está en juego la verdad de la identidad cristiana. Además, de todos podemos aprender algo: sabio es quien encuentra algo que aprender en cada hombre.


Experimentar la presencia de Dios en el otro para hablar de Él
Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar (…) por más que Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos.” (Hech 17, 23-28).
En realidad, sólo se puede hablar a alguien de Dios si primeramente el que habla ha experimentado la maravilla de la presencia del otro en Dios. Sólo se puede llamar a adorar en la luz si el que llama es capaz de reconocer cómo el otro adora ya en la oscuridad.
Dios está presente hasta en el más anticristiano, con su presencia de creación y de inmensidad. Cuando hable con él de Dios, debo ser consciente de que Dios lo ha creado y lo mantiene en la existencia con amor. 
La capacidad de maravillarme ante la bondad de origen de quien me trata como enemigo, que pasa por encima de nuestra antipatía inicial, es la que permite “dominar hasta el corazón del enemigo” (Salmo 109). Porque ni la violencia, que sólo puede dominar el cuerpo, ni la seducción, son capaces de atraer las profundidades de la inteligencia y de la voluntad.
El corazón del peor enemigo de Dios ha sido hecho por Dios y para Dios. Por eso es un gran aliado. El hecho de que mi interlocutor se oponga a mí no significa que se oponga a Dios. Incluso el más hostil podría estar más cerca de Dios que yo. Su corazón, a pesar de sus muecas externas, sigue siendo amigo del apóstol.
Si nuestra palabra no brota de ese maravillarse ante el corazón naturalmente fraternal de nuestro peor adversario, no hablamos de Dios, sino de una ideología intrusiva.


La soberbia es el problema
Pero tampoco llegar al corazón  basta. La Palabra de Dios, “que penetra hasta la médula” (Hech 4, 12) puede no ser aceptada si encuentra un alma soberbia, que se cree autosuficiente; o puede hacerse odiosa si quien la transmite es un soberbio que piensa que ya no tiene lecciones evangélicas que aprender de nadie.
El cristiano que tiene que hablar de Dios ha de sentir la desproporción entre aquello de lo que habla y lo que es él. Su boca es demasiado pequeña para lo infinito, su corazón demasiado estrecho para el amor sin medida.
Y tiene que hablar de Alguien a quien los demás no ven: Jesucristo, muerto y resucitado. Y afirmar el encuentro con una persona divina, un encuentro cuya iniciativa no depende de nosotros.
Por eso, ha de recordar que la tarea no es de imagen, ni consiste en seducir (que significa conducir hacia sí mismo), sino hacerse volver hacia ese Otro, que es el mismo que nos hace balbucear, y que es la Sabiduría. ¿Cómo hablar de la Sabiduría, si apenas alcanzamos a balbucearla? Sabiduría y balbuceo: ¿no es excesivo el contraste?
Lo sería, si lo determinante fuera la comprensión de una doctrina, o la adquisición de una práctica, o recitar magistralmente un Libro, o promocionar la propia imagen. Pero lo determinante es el encuentro personal con Cristo. Hablar bien de Dios es completamente insuficiente para la conversión, que sólo se produce en el encuentro libre del que oye con Cristo.


Dios necesita testigos, no oradores
¿Cómo hablar de la experiencia de Jesús? Quizá es bueno recordar que la Revelación no es una tesis filosófica, sino un hecho histórico. Las ideas no dependen esencialmente de la historia. Las personas sólo se encuentran en la historia. El misterio de Jesús no puede deducirse a partir de ningún  razonamiento: se transmite a través de una cadena ininterrumpida de personas: sus testigos. El testigo está obligado a hablar del encuentro con alguien singular. Ese encuentro es suyo, a diferencia del razonamiento de los sabios, que es para todos.
Lo que Dios necesita son testigos, no oradores. En el fondo, el desfallecimiento de Moisés (Ex 4, 10) no provenía de sus problemas de dicción, sino de que con su palabra debía testimoniar un exceso, algo enviado por Otro que le había salido al encuentro y que le desbordaba: sufría una logopatía sobrenatural.
También la joven Bernardette ha de transmitir un mensaje tras su encuentro con la Señora. Bernardette no poseía ningún talento retórico, pero conmueve al abbé Peyramale con su balbuceo, con la palabra que le ha dado la Virgen, una palabra que le supera: “Yo soy la Inmaculada Concepción.” Bernadette no es una especialista en comunicación, pero es el perfecto testigo.
Aristóteles lo intuía con su saber filosófico: la mayor fuerza persuasiva radica en el carácter moral del discurso. El arte del orador es menos prominente que su vida. (Algo que han olvidado tantos comunicadores y políticos, cuyos índices de credibilidad están en mínimos.)



Dios es familia, no un amasijo de razonamientos
Es bueno también descubrir que Dios no habla para fulminar a un adversario, sino para establecer una alianza. Hablar de Dios es, más que transmitir un mensaje, remitir a Alguien que quiere establecer comunión. Más, Alguien que es Comunión de Personas distintas y nos llama a esa Comunión.
Esto implica que quien habla es preciso que se sienta realmente participante de una comunión viva, alegre, hospitalaria, capaz de conmover a las almas y no solo de hacer pensar a los cerebros.
Este tiempo es perfecto para hablar de Dios
A veces vivir con sensación de crisis frena la palabra sobre Dios. Pero la humanidad siempre ha estado en crisis. Ya David, diez siglos antes de Cristo, escribió: “Terror por todos lados” (sal 30, 14). Y Teresa de Ávila, en el siglo XVII: “Se está ardiendo el mundo, no es tiempo de tratar con dios negocios de poca importancia.”
No hay que dejar que esa sensación de crisis nos paralice. Vivimos tiempos muy buenos, porque son los nuestros. Tenemos una gran luz, siempre presente en el magisterio pero sólo hoy difundida: la llamada universal a la santidad (predicada desde 1928 por el fundador del Opus Dei y recogida luego por el concilio Vaticano II).
Esa llamada ha abierto inmensos horizontes a la misión apostólica de los laicos, a la espiritualidad conyugal, que ya no es una mera espiritualidad monástica rebajada, a la santificación de la vida ordinaria, como lugar de encuentro con Dios.



La misión precede a la comprensión
Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios.” (Lc 21, 15).
Jesús envía a los discípulos de dos en dos para que anuncien que “el Reino de Dios está cerca de vosotros”. No comprenden mucho, pero pueden añadir: nos lo ha dicho Jesús, y hemos estado con Él. La misión precede a la comprensión. El apóstol va, como cordero en medio de lobos, cuando quizá ni él mismo comprende mucho. Pero lo importante es Él, que envía.
Lo esencial es ser, con Cristo, una palabra viviente y entregada al otro.  Más que tener una palabra sobre Dios, se trata de ser una palabra de Dios. Ser, cada uno, una respuesta (que no comprendemos del todo, pero somos), siguiendo al Verbo en su camino de Cruz y alegría.
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 “La palabra Dios, cuando la entendemos bien, nos deja boquiabiertos, nos abre, nos sorprende, nos dispone al Encuentro. Nos dice que no tenemos la última palabra.”
Quizá esta larga reseña es una demostración más de que efectivamente, balbuceamos cuando queremos hablar de ese buen Dios que “está junto a nosotros de continuo.” (san Josemaría, Camino 267)